(De Ángel O. Prignano)
Mantener la higiene de la ciudad en
óptimo estado requería algo que no existía: un equipamiento adecuado. Las
primeras noticias que se tienen sobre la adquisición de carros para dedicarlos
a la limpieza pública aparecen en 1800, cuando se mandó construir una docena de
ellos que también se ocuparían del acarreo de piedras para la pavimentación de
calles. Si bien se asignaron inmediatamente 4.512 pesos provenientes del ramo
de la iluminación para adquirirlos junto a 222 bueyes con sus aperos
correspondientes, recién tres años más tarde comenzarán a rodar para recoger la
basura porteña.
Mientras tanto, debió lidiarse con los
abastecedores de carne y pescado que entraban a la ciudad y dejaban los sitios
donde se estacionaban en lamentable estado. "No
hay viernes o vigilia que dejen de llegar a sus plazas 36 a 40 carretas cargadas y a
las 10 de la mañana se retornan a sus casas", decía el Telégrafo Mercantil en 1802. "Estos pescadores y lo mismo los
carniceros -continuaba- tienen la
criminal costumbre de tirar el pescado y carnes sobrantes, de forma que en la
misma Plaza Mayor, en las calles y paseos se encuentran diariamente multitud de
estas especies corrompidas que exhalan muchas miasmas venenosas, inficionan el
aire puro y causan muchas enfermedades. La sabia Policía no hay duda que
aplicará toda su atención para corregir estos desórdenes", concluía.
A fines de aquel mismo año la peste
volvió a ensañarse con Buenos Aires. La "fiebre
pútrida con llagas en la garganta" empezó a propagarse cuando el
verano aún no había llegado, por lo que el Cabildo se aprestó a actuar
rápidamente. El Procurador Síndico General José de la Oyuela conjeturaba que el
mal podía originarse en el desaseo de las calles, en las basuras acumuladas en
las casas y en las que se juntaban en varios "huecos" de la ciudad.
Aquellos zanjones denominados de Matorras y Rivera, entre tanto, seguían
recibiendo el mayor volumen de desperdicios, lo que comenzó a ser muy
cuestionado al caerse en la cuenta de que por ellos corrían las aguas de lluvia
hasta el río, donde se surtía la población. Para colmo de males, ciertos
aguateros no se tomaban el trabajo de internarse aguas adentro a cargar sus
pipas y lo hacían cerca de la costa, donde precisamente se acumulaban los
desperdicios arrastrados por las corrientes. En consecuencia, se insistió sobre
la compra de aquellos carros para llevar las basuras a algún lugar que no
ofreciera peligros a la salud de la población, previniéndose que "si las obras públicas, en que está
metido este I. Cabildo, no diesen lugar para que se construyan dichos doce
carros, se busquen seis mil pesos a réditos sobre la plaza de toros, que es lo
más que pueden costar dichos carros". Finalmente se consideró
suficiente construir sólo ocho de ellos. Estos carros y el personal para
operarlos serían puestos a cargo del Regidor Diputado de Policía.
Las zonas bajas donde se habían extraído
tierras para fabricar ladrillos y tejas fueron destinadas, en un principio,
para alejar dichas basuras. Sin embargo, enseguida se decidirá volcarlas en la
parte Sur de la ciudad, en los "parajes
que echen sus aguas a los bañados del Riachuelo, o en ellos mismos".
Probablemente, este sitio era el mismo en el que, casi un siglo atrás, se
quemaban las ropas de los que fallecían en las recurrentes epidemias que
asolaron la ciudad.
Mientras ya estaba creado el cargo de
Capataz de Cuadrilla, el ramo del alumbrado una vez más no pudo proveer los
fondos suficientes para cubrir el costo de los carros que la compondrían. Fue,
entonces, que se comisionó a Martín Boneo, Capitán de Navío de la Real Armada a cargo de
las Obras Públicas, para hacerlos construir de una vez por todas y entenderse
con el Diputado de Policía para ponerlos en servicio. Y así lo hará.
Concluyendo el año 1803, sólo se tenían
seis de los carros previstos, acordándose habilitarlos para no dilatar más la
iniciación de la recolección de residuos fijada para el 28 de diciembre. Los
restantes serían incorporados a medida que se fueran terminando. También se
decidió buscar un lugar "que tenga
la comodidad necesaria para encerrar bajo llave los carros, los caballos o
mulas que han de servir a ellos y la paja que se necesita para
mantenerlos". Del mismo modo se seleccionará "al sujeto adecuado de inteligencia y agilidad a cuyo cargo se
pongan los carros", quien comenzaría el servicio el día indicado.
El lugar elegido podemos ubicarlo en lo
que hoy es la porteñísima esquina de Corrientes y Esmeralda, pues el Regidor
Diputado de Policía encargado de buscarlo alquiló la "barraca que fue de don José Chilaverto y hoy corre a cargo de don
Pedro Cavallero sita dos cuadras de San Nicolás para el río". Por ella
se pagarían seis pesos por mes. También apalabró a Juan Manuel de Indias para
capataz o mayordomo con un sueldo de veinte pesos mensuales, "poniendo de su cuenta caballo y
manutención". Los peones fueron contratados con un jornal de diez
pesos al mes cada uno, con el sustento también a cargo de ellos.
Mientras se tomaban estas importantes
decisiones, a fines de aquel mismo año de 1803 se dio a conocer una serie de
instrucciones para poner en práctica dicho servicio. A nuestro criterio es el
primer Reglamento de Limpieza que se redactó en Buenos Aires. Si bien contenía
muchas de las recomendaciones y disposiciones emitidas con anterioridad, era la
primera vez que se reunían ordenadamente en una única norma que, además,
regulaba el uso del material disponible.
El artículo primero distribuía los seis
carros en cuadrillas de tres por calle. Cada uno de ellos recibiría los
residuos domésticos que los vecinos tendrían listos en cueros o tipas en las
puertas de sus casas. Estos recipientes fueron los primeros "tachos"
de basura homologados oficialmente en la ciudad porteña. El carro delantero de
cada cuadrilla portaría un cencerro o campanilla para que los vecinos
advirtieran su presencia y sacaran sus desperdicios. El artículo segundo
determinaba la posible frecuencia semanal del servicio y el tercero la
obligatoriedad de barrer las calles los martes y sábados para los vecinos o
habitantes de casas o cuartos con frente a calzadas empedradas. El artículo
cuarto exigía que los residuos producidos por artesanos y panaderos fueran
sacados de sus locales por lo menos una vez a la semana y conducidos a los
lugares fijados para depositar las basuras de calles y casas. Esos sitios
serían el Bajo de la
Residencia , llanura del bañado o potrero de los puestos del
empedrado mientras no se designaran otros. En términos actuales estimamos estas
ubicaciones en los alrededores de Paseo Colón y Humberto I hacia el Sur. El
artículo quinto organizaba el modo en que los artesanos anteriormente nombrados
podían hacer uso de los carros, previo pago mensual del servicio, y el sexto
prohibía arrojar basuras y animales muertos en las zanjas de Matorras y Viera
ni en los "huecos" de la ciudad. Lo ya depositado en esos sitios se
iría recogiendo para volcarlo en los nuevos lugares habilitados. El artículo
séptimo, por último, obligaba a los dueños de terrenos baldíos a cercarlos en
un plazo de quince días con aplicación de diez pesos de multa para aquellos que
no lo hicieran.
Como se ha dicho, esta reglamentación se
puso en práctica a partir del comienzo de los servicios, es decir del 28 de
diciembre de 1803, por lo que se fijaron carteles en lugares públicos para
anunciarlo a la población. Si bien todo se había organizado aceptablemente, no
se previó el método a seguir para el pago de los salarios y demás gastos que
demandaría tal operación. Para implementarlo, enseguida se resolvió que el
capataz llevara formalmente las cuentas de esos conceptos y las presentara
mensualmente al Regidor Diputado de Policía para satisfacerlas.
Aunque nada hacía suponer el fracaso de
este servicio, seis meses después de iniciado aparecieron numerosos
inconvenientes debido a su ineficiente manejo y la creciente demanda de fondos
para su administración. Se decidió, entonces, sacarlo a remate de una vez por
todas, lo que fue anunciado públicamente mediante carteles colocados en lugares
estratégicos de la ciudad.
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Imagen: Recolector de basura en Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX.
El presente texto fue tomado del libro “Crónica de la
basura porteña”, de Ángel O. Prignano.