19 mar 2013

Los primeros carros de basura de la ciudad de Buenos Aires




(De Ángel O. Prignano)
                                                                                               
Mantener la higiene de la ciudad en óptimo estado requería algo que no existía: un equipamiento adecuado. Las primeras noticias que se tienen sobre la adquisición de carros para dedicarlos a la limpieza pública aparecen en 1800, cuando se mandó construir una docena de ellos que también se ocuparían del acarreo de piedras para la pavimentación de calles. Si bien se asignaron inmediatamente 4.512 pesos provenientes del ramo de la iluminación para adquirirlos junto a 222 bueyes con sus aperos correspondientes, recién tres años más tarde comenzarán a rodar para recoger la basura porteña.
Mientras tanto, debió lidiarse con los abastecedores de carne y pescado que entraban a la ciudad y dejaban los sitios donde se estacionaban en lamentable estado. "No hay viernes o vigilia que dejen de llegar a sus plazas 36 a 40 carretas cargadas y a las 10 de la mañana se retornan a sus casas", decía el Telégrafo Mercantil en 1802. "Estos pescadores y lo mismo los carniceros -continuaba- tienen la criminal costumbre de tirar el pescado y carnes sobrantes, de forma que en la misma Plaza Mayor, en las calles y paseos se encuentran diariamente multitud de estas especies corrompidas que exhalan muchas miasmas venenosas, inficionan el aire puro y causan muchas enfermedades. La sabia Policía no hay duda que aplicará toda su atención para corregir estos desórdenes", concluía.
A fines de aquel mismo año la peste volvió a ensañarse con Buenos Aires. La "fiebre pútrida con llagas en la garganta" empezó a propagarse cuando el verano aún no había llegado, por lo que el Cabildo se aprestó a actuar rápidamente. El Procurador Síndico General José de la Oyuela conjeturaba que el mal podía originarse en el desaseo de las calles, en las basuras acumuladas en las casas y en las que se juntaban en varios "huecos" de la ciudad. Aquellos zanjones denominados de Matorras y Rivera, entre tanto, seguían recibiendo el mayor volumen de desperdicios, lo que comenzó a ser muy cuestionado al caerse en la cuenta de que por ellos corrían las aguas de lluvia hasta el río, donde se surtía la población. Para colmo de males, ciertos aguateros no se tomaban el trabajo de internarse aguas adentro a cargar sus pipas y lo hacían cerca de la costa, donde precisamente se acumulaban los desperdicios arrastrados por las corrientes. En consecuencia, se insistió sobre la compra de aquellos carros para llevar las basuras a algún lugar que no ofreciera peligros a la salud de la población, previniéndose que "si las obras públicas, en que está metido este I. Cabildo, no diesen lugar para que se construyan dichos doce carros, se busquen seis mil pesos a réditos sobre la plaza de toros, que es lo más que pueden costar dichos carros". Finalmente se consideró suficiente construir sólo ocho de ellos. Estos carros y el personal para operarlos serían puestos a cargo del Regidor Diputado de Policía.
Las zonas bajas donde se habían extraído tierras para fabricar ladrillos y tejas fueron destinadas, en un principio, para alejar dichas basuras. Sin embargo, enseguida se decidirá volcarlas en la parte Sur de la ciudad, en los "parajes que echen sus aguas a los bañados del Riachuelo, o en ellos mismos". Probablemente, este sitio era el mismo en el que, casi un siglo atrás, se quemaban las ropas de los que fallecían en las recurrentes epidemias que asolaron la ciudad.
Mientras ya estaba creado el cargo de Capataz de Cuadrilla, el ramo del alumbrado una vez más no pudo proveer los fondos suficientes para cubrir el costo de los carros que la compondrían. Fue, entonces, que se comisionó a Martín Boneo, Capitán de Navío de la Real Armada a cargo de las Obras Públicas, para hacerlos construir de una vez por todas y entenderse con el Diputado de Policía para ponerlos en servicio. Y así lo hará.
Concluyendo el año 1803, sólo se tenían seis de los carros previstos, acordándose habilitarlos para no dilatar más la iniciación de la recolección de residuos fijada para el 28 de diciembre. Los restantes serían incorporados a medida que se fueran terminando. También se decidió buscar un lugar "que tenga la comodidad necesaria para encerrar bajo llave los carros, los caballos o mulas que han de servir a ellos y la paja que se necesita para mantenerlos". Del mismo modo se seleccionará "al sujeto adecuado de inteligencia y agilidad a cuyo cargo se pongan los carros", quien comenzaría el servicio el día indicado.
El lugar elegido podemos ubicarlo en lo que hoy es la porteñísima esquina de Corrientes y Esmeralda, pues el Regidor Diputado de Policía encargado de buscarlo alquiló la "barraca que fue de don José Chilaverto y hoy corre a cargo de don Pedro Cavallero sita dos cuadras de San Nicolás para el río". Por ella se pagarían seis pesos por mes. También apalabró a Juan Manuel de Indias para capataz o mayordomo con un sueldo de veinte pesos mensuales, "poniendo de su cuenta caballo y manutención". Los peones fueron contratados con un jornal de diez pesos al mes cada uno, con el sustento también a cargo de ellos.
Mientras se tomaban estas importantes decisiones, a fines de aquel mismo año de 1803 se dio a conocer una serie de instrucciones para poner en práctica dicho servicio. A nuestro criterio es el primer Reglamento de Limpieza que se redactó en Buenos Aires. Si bien contenía muchas de las recomendaciones y disposiciones emitidas con anterioridad, era la primera vez que se reunían ordenadamente en una única norma que, además, regulaba el uso del material disponible.
El artículo primero distribuía los seis carros en cuadrillas de tres por calle. Cada uno de ellos recibiría los residuos domésticos que los vecinos tendrían listos en cueros o tipas en las puertas de sus casas. Estos recipientes fueron los primeros "tachos" de basura homologados oficialmente en la ciudad porteña. El carro delantero de cada cuadrilla portaría un cencerro o campanilla para que los vecinos advirtieran su presencia y sacaran sus desperdicios. El artículo segundo determinaba la posible frecuencia semanal del servicio y el tercero la obligatoriedad de barrer las calles los martes y sábados para los vecinos o habitantes de casas o cuartos con frente a calzadas empedradas. El artículo cuarto exigía que los residuos producidos por artesanos y panaderos fueran sacados de sus locales por lo menos una vez a la semana y conducidos a los lugares fijados para depositar las basuras de calles y casas. Esos sitios serían el Bajo de la Residencia, llanura del bañado o potrero de los puestos del empedrado mientras no se designaran otros. En términos actuales estimamos estas ubicaciones en los alrededores de Paseo Colón y Humberto I hacia el Sur. El artículo quinto organizaba el modo en que los artesanos anteriormente nombrados podían hacer uso de los carros, previo pago mensual del servicio, y el sexto prohibía arrojar basuras y animales muertos en las zanjas de Matorras y Viera ni en los "huecos" de la ciudad. Lo ya depositado en esos sitios se iría recogiendo para volcarlo en los nuevos lugares habilitados. El artículo séptimo, por último, obligaba a los dueños de terrenos baldíos a cercarlos en un plazo de quince días con aplicación de diez pesos de multa para aquellos que no lo hicieran.
Como se ha dicho, esta reglamentación se puso en práctica a partir del comienzo de los servicios, es decir del 28 de diciembre de 1803, por lo que se fijaron carteles en lugares públicos para anunciarlo a la población. Si bien todo se había organizado aceptablemente, no se previó el método a seguir para el pago de los salarios y demás gastos que demandaría tal operación. Para implementarlo, enseguida se resolvió que el capataz llevara formalmente las cuentas de esos conceptos y las presentara mensualmente al Regidor Diputado de Policía para satisfacerlas.
Aunque nada hacía suponer el fracaso de este servicio, seis meses después de iniciado aparecieron numerosos inconvenientes debido a su ineficiente manejo y la creciente demanda de fondos para su administración. Se decidió, entonces, sacarlo a remate de una vez por todas, lo que fue anunciado públicamente mediante carteles colocados en lugares estratégicos de la ciudad.
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Imagen: Recolector de basura en Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX.
El presente texto fue tomado del libro “Crónica de la basura porteña”, de Ángel O. Prignano.