(De Rolando Revagliatti)
El despertador suena a las cinco y media.
Es de noche. No debo pensarlo dos veces, y no lo pienso. Enciendo la luz del velador. Me
incorporo (si puede decirse que ese paquete abotagado y que ofrece sólo una
contundencia marmota y atravesada, lo que hace es incorporarse), me desplazo
hacia el aparato de radio (debajo del lavatorio, sobre un banquito que hubiera
podido construir el tío Pacho, o bien, mi padre), manoteo la perilla que me
sitúa en la raspante descarga eléctrica que da paso a la voz del locutor de mis
matinatas laborales, me quito el saco del piyama casi sin respetar los tres
botones ensartados en sendos ojales (no exactamente los simétricos), y lo
cuelgo en la perchita colorada que hará nueve días pegué con Poxipol a una
altura cómoda para el Increíble Hulk. Enciendo la luz con la mano izquierda
mientras con la derecha abro la canilla que indica FR A. Surge el chorro con
mayores ínfulas que si abriera la CAL ENTE, y similar temperatura a esa hora
del alba, puesto que la caldera del edificio todavía reposa. Echo despabilante
agua sobre párpados, mejillas e inevitables adyacencias, y me complazco con los
buches. Cierro la canilla, malseco la superficie salpicante con la toalla que
me regalaron, en estas navidades, los únicos que me saludaran por las fiestas,
y en el espejo del
botiquín escruto las marcas de dobleces de funda que surcan mi frente. Cuelgo
la toalla, descuelgo el saco del piyama con el
que retorno hacia la cama donde una mujer duerme su intenso despatarro, sobre
cama y mujer arrojo la prenda, apago la luz del velador, regreso al baño.
Radio Municipal de fondo y bajito, ya
higienizado y con mucho talco berreta en el área afeitada, lavo mi ropita con
el jabón de tocador y la tiendo en la estropeada cuerda de nailon que cruza la
bañera. Preparo mi desayuno y lo tomo. Lavo, seco y guardo los utensilios. Me
visto, y depositando besos en quien no cesa de dormir y soñar conmigo o con su marido, de viaje, yéndome apago las
luces y la radio y cierro la puerta de mi departamento. Son las siete.
Mientras bajo los modestos tres pisos por
el ascensor y traspongo la puerta de calle, trazo mi plan. Pocos metros por
Arenales, llego a Ayacucho. Por esa, una cuadra hasta Juncal. Por Juncal otra,
hasta Junín. Por Junín todas las demás, hasta avenida Las Heras, cruzando.
Subir al ciento diez (a una cuadra de los paredones de la Recoleta ) preferentemente
no después de las siete y quince. En Kerszberg S.A.C.I. no debo firmar la
planilla de asistencia después de las ocho. Ayer recorrí Arenales hasta Junín y
por Junín seguí hasta la parada. El viernes por Ayacucho fui hasta Las Heras y,
por esa avenida, hasta Junín. El jueves por Ayacucho llegué a Pacheco de Melo,
una por esa y otra por Junín. El miércoles por Ayacucho hasta Peña; por esa,
una, y dos por Junín. El otro martes fue como
hoy, doblé en Juncal, pero no caminé por las veredas pares.
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Imagen: Amanecer en Buenos Aires (foto tomada de www.minutouno.com)
Imagen: Amanecer en Buenos Aires (foto tomada de www.minutouno.com)