(De Rubén Derlis)
Cuando llegué a estas calles
tenía intactos la mayoría de los sueños,
el alma casi invicta
y el corazón con pocas mordeduras.
Envolvía al paisaje con más cielo que torres
un perfume de azahares y de naranja amarga,
fragancia de recónditos jardines
que al marchitarse
guardaron el último silencio de las siestas.
Salvo la adolescencia que la bebí por Boedo,
y alentando en Palermo
un nuevo resplandor de mis vivencias,
lo demás me lo comí por Coghlan:
con amargor de soledad los variados adioses,
con acritud de incertidumbre la mesa fría de
la
espera,
con la alegría de un pan lleno de sol
la esperanza de amor y la poesía.
La adultez de los años se fue desmenuzando
por veredas conocidas y viejas.
Entonces había esquinas de suburbio
con mezquinos faroles de macilenta luz
hamacada sobre adoquines tropezados de lunas.
En la nocturnidad de los zaguanes
aguardaba un anticipo de más dulces sorpresas.
Alguna novia antigua que no pasó de eso
en su tristeza lánguida reafirma lo que
escribo.
Si digo Guanacache, ¿quién lo sabe?
Si nombro Bebedero, ¿quién lo entiende?
Si leo Naón, ¿quién piensa en Forest?
Si resucito a Del Tejar, ¿quién lo celebra?
En las barreras de Congreso
el otoño guillotinaba crepúsculos
para exaltación de melancólicos;
los últimos baldíos en la frontera saavedrense
alaban de mariposas yuyales y biznagas;
las muchachas anticipaban el verano
liberando el amor y sus promesas de septiembre.
Aquel Coghlan de cervecerías con glorietas
y algún despacho de bebidas
con su sapo mohoso, sus bochas astilladas
y naipes desleídos
que otra ciudad barajó en una esquina.
Ese Coghlan
donde decíamos después
y aún había tiempo,
donde armábamos proyectos que duraban,
donde la vida me retuvo sin que me diera
cuenta,
porque si se es feliz todo transcurre como en
sueño.
Coghlan:
hay tanta intimidad de barrio bajo la amplitud
de tu
cielo,
que se me cae de las manos.
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Imagen: Andenes de la estación Coghlan (Foto rubderoliv)