(De Mónica López Ocón)
Las ciudades
invisibles no son mera imaginación de Ítalo Calvino. Existen dentro de la
propia ciudad. Puedo citarme con un amigo, por ejemplo, en la esquina de Boedo
y Chiclana o en el barcito de Chacabuco y Moreno.
Pero para encontrarme con mi padre, que hace ya muchos años
que no camina por los barrios tangibles que figuran en la "Filcar" , me cito en un libro
subrayado por él. Digamos en "Flor nueva de romances viejos", de don Ramón
Menéndez Pidal, sólo por dar un título. Y allí, a poco de comenzar la lectura,
aparece él, mi padre, por unos senderitos de pentagrama que dibujó con tinta
roja sobre un párrafo, hace ya mucho
tiempo, quizá sentado a la mesa de un bar de la ciudad tangible.
“¿Sabés cuál es el colmo del recuerdo?”, podría ironizar un
chico. “El colmo del recuerdo –contestaría ese mismo chico– es citarse en una
cita.”
Y, en efecto, suelo encontrarme con él en las citas como
quien se encuentra en una esquina. Sólo que las esquinas de las ciudades
invisibles tienen una arquitectura tan arbitraria como la de los sueños, en los
que uno puede estar en medio de una calle de edificios altísimos y saber, sin
embargo, que está a la orilla del mar. Así, en las palabras subrayadas con rojo
es Menéndez Pidal quien habla del origen de los romances españoles, pero yo sé
que es mi padre que me habla de la infancia
–de la de él y de la mía–, de esa piedra fundamental que es toda niñez.
Me gustan las ciudades escondidas en los libros de la
colección Austral que mi padre guardaba sobre su mesa de noche. Tienen un borde
dentado que indica que más allá del volumen que uno tiene entre las manos
comienza ese violento suburbio literario que es la realidad. El contorno
irregular es una cicatriz dejada por el cuchillo que en otros tiempos había que
hundirles a los libros entre las tripas para acceder a sus secretos. Mi padre
tenía un cortapapel toledano que siempre emergía de los pliegos violentados
manchado de palabras sangrantes. Lo guardo como la llave de una ciudad
vencida que ha dejado definitivamente
tendidos sus puentes levadizos para que penetren en ella. Quizá sea la llave de
Alhama cuya pérdida llora el rey moro desde las páginas de Menéndez Pidal. Hoy,
entre las muchas cosas que el mundo ha perdido, se cuenta también esa frontera
rugosa de los libros que hacía las veces de umbral o de sala de espera para
pasar al otro lado. Los cortapapeles ya no desvirgan pliegos y se han
convertido así en bellas piezas del museo de lo inútil que, privadas de su
función práctica, adquieren el rango de vestigios poéticos.
Como todas las ciudades, también las de los libros de la
colección Austral escondían restos arqueológicos. Todavía hoy descubro boletos
de colectivo de la época en que eran pendones multicolores de las banderas de
los barrios, servilletas de papel de bares que ya no existen y hasta cuerpos
petrificados de las cotorritas que en las noches de lectura sucumbieron al
modesto Vesubio de la luz del velador de mi padre.
Ciudades de papel, estos viejos libros son también un poco mapas: tienen el tinte
amarillento de la cartografía antigua y manchas de humedad que dibujan
continentes. Son mi "Filcar" anacrónica para poder llegar a la calle de lo que
nunca existió y de lo que se ha perdido para siempre. Son mi guía para
reencontrarme con mi viejo que ya no está. Y son también mi forma de llorarme
llorando penas ajenas. ¿A quién, como al rey moro, no se le ha perdido alguna
vez una ciudad, una infancia? ¿Y quién no tiene ganas de sollozar como él desde
una página amarillenta? ¡Ay de mi Alhama!
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Imagen: Niño y libro. (Dibujo tomado de www.educarchile.cl)