(De Roberto Díaz)
Ahora, que tanto proliferan los cuentos de gallegos (dicen
que son italianos los que los inventan) con un ingenio y un humor dignos de
mejor causa, nosotros queremos contarles uno, que no es nuevo ni viejo, que es
de siempre.
Nuestro cuento comienza en una aldea perdida, encerrada
entre montañas, donde la lluvia, en invierno, no cesa de caer. Una pequeña
aldea detenida en el tiempo, con bueyes en las callejuelas, plaza, y taberna
colmada de boinas que conversan. Con hombres y mujeres
hincados en los surcos, tratando de sacarle a la tierra arisca los frutos necesarios. Una aldea que tiene un pequeño cementerio al final de los
tejados, rodeado de un muro de piedra y una iglesia que anuncia, perseverante,
los maitines.
Desde allí partió un hombre acuciado por una vida mejor, por
un horizonte más anchuroso. En barco repleto, conviviendo noche y día con los
humores del hacinamiento, entre pequeños líos y petates, mirando el mar
desconocido, en pos de una tierra esperanzada.
Trabajó en oficios diversos, vivió en ruidosos conventillos,
ahorró peso tras peso para poder reunirse, otra vez, con su familia y siguió trabajando, sin descanso y duro, hasta
salir del conventillo y comprarse una casita.
Sus jornadas eran de luna a luna; su sueño, rápido y
profundo. Sus manos, toscas y callosas. Crió y educó a sus hijos como pudo y se
asombró cuando éstos le leían lo que él nunca supo leer.
Al tiempo, puso una pequeña despensa y siguió trabajando,
sin domingos ni pausas. Se sabía castigado al esfuerzo pero creyó en un futuro
distinto y más humano para todos sus hijos.
Lo llamaban gallego
(cosa que era cierta); también gaita
o tagai. Su nombre no importaba; lo
que sí interesaba eran sus manos hábiles o rudas para cualquier trabajo.
Primero tuvo reuma, después callos plantales, problemas de
riñón por los esfuerzos, canas y otras cositas.
Tenía, a veces, morriña
cuando recordaba su tierra tan distante, su perdida aldea en la montaña.
Sus hijos crecieron, se casaron, tuvieron, a su vez, hijos,
y el gallego vio ampliarse su
familia.
Y, un día, se sintió cansado, y en medio de una pila de
latas de tomates, de paquetes de arroz y bolsas de azúcar, se acostó a
descansar, tan sólo un rato, pero era tanto el sueño que se quedó dormido para
siempre.
Este es el cuento de gallegos
que les queríamos contar. No es gracioso, claro, pero es tremendamente humano.
Ahora, sus nietos, nos reímos mucho con los cuentos de
gallegos, y el gallego del cuento, tal vez también sonría desde una nube alta. Haciendo honor
a ese sentido del humor de su raza.
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Ilustración: Meu galego, dibujo de Omar Blanco.