(De Carlos Penelas)
Usted sabe, Ricardo, cómo llegué al tabaco.
El desamparo, la luna, la comparsa.
Las hembras y Chaplin y la poesía.
La infancia tuvo el sol en los geranios,
la voz del adoquín, el bandoneón del sur.
Adentro era la esquina, el bar del tío Pedro,
el almacén de Osvaldo, la parra de la abuela.
En esos días, la ternura llevaba de la mano
el sombrero del padre.
Descubría Barracas, Palermo, Avellaneda.
La cancha de los rojos, la leche con vainillas.
En el fondo vivían los canarios,
el silbido de Celso, el vermú de los primos.
Y un álbum que mi hermana hilvanaba de lejos.
En esta biografía se organizaban sueños.
Se discutían líderes,
se amaban a los muertos en silencio.
Escuchaba la lengua campesina,
el almohadón gallego, los calderos herejes.
No existían santos ni templos ni patriotas.
Se blasfemaban tumbas, banderas, monumentos.
Sólo era sagrado el pan, el trabajo, la entrega.
La niñez se encontraba en el barquillo.
La starosta, el tinenti, la gomera.
Yo era un marinero de patios y malvones.
Con Sandokán, el invierno y el puchero.
Esa era la casa, hermanos.
La madre incubaba bordados,
hacía crecer hortensias con su canto,
mientras Carlitos
doblaba las hojas del Estrada pensando en el picado.
Raquel y Coca ilustraban los cuentos de Calleja.
Y Roberto, distante, entonaba zarzuelas.
Con timidez, Fernando.
Y don Manuel se reía del mundo
evocando a Betanzos y a un cura putañero.
Esa era la vida, amigos.
La estufa, la pieza, el querosén.
El pantalón corto que no bajaba nunca a tomar agua.
El dinero que siempre nos faltaba.
Y los libros de una biblioteca con huelgas y proclamas.
El cielo un barrilete azul desde el Billiken.
El barrio se llenaba de sextas, de vecinos, de hijos.
La radio remolcaba la vida
los goles de Angelillo, las locuras del Zorro,
la gracia de Niní. Y la hora del Toddy y Poncho Negro.
En la esquina el almacén gardeliano.
La hija de don Juan, el carbonero.
El morocho del cross, la enagua de la prima.
El carnaval, las luces, las minas de los sueños.
Y los guapos buscaban su laburo enLa Prensa.
Recuerd o los bigotes del abuelo Tomás
y un botellón de agua para todo el almuerzo.
El oporto, el huevo, las torrejas.
Recuerdo el picaporte, la siesta,
el Smith & Wetson arriba del ropero.
El almidón, la tabla de la ropa, la valija de cuero.
Y el olor de la infancia que se fue para siempre.
Ahora me llevo al hombro los recuerdos.
Los palotes, el llanto, la rabona.
El zaguán de una niña de ojos claros.
La lluvia, el alcanfor, las revistas de cowboys.
El gol que Rugilo pudo atajarle a Grillo.
Ya no hay otarios ni chuenga ni baldío.
Ni corazón grabado en un árbol del parque.
Ya no están Abertondo ni Palacios ni Pascualito Pérez.
Ya no están más el Luna ni los barcos del puerto.
Se fueron en tranvía, con hamacas y ábacos.
Me llevo al hombro las tardes de Frascara,
los Primero de Mayo en Plaza Miserere.
El cine continuado y el himno de Sarmiento.
Los poemas de De Lellis, de Fernández Moreno, de Tuñón.
La brisca, el truco, los estado de sitio.
Me llevo el terror a Burgos, el descuartizador.
Y el carrusel de don Bernardo con sus tigres.
Hoy tengo sobre la mesa una página en blanco.
"Usted sabe, señor. Déjeme paso."
Las hembras y Chaplin y la poesía.
La infancia tuvo el sol en los geranios,
la voz del adoquín, el bandoneón del sur.
Adentro era la esquina, el bar del tío Pedro,
el almacén de Osvaldo, la parra de la abuela.
En esos días, la ternura llevaba de la mano
el sombrero del padre.
Descubría Barracas, Palermo, Avellaneda.
La cancha de los rojos, la leche con vainillas.
En el fondo vivían los canarios,
el silbido de Celso, el vermú de los primos.
Y un álbum que mi hermana hilvanaba de lejos.
En esta biografía se organizaban sueños.
Se discutían líderes,
se amaban a los muertos en silencio.
Escuchaba la lengua campesina,
el almohadón gallego, los calderos herejes.
No existían santos ni templos ni patriotas.
Se blasfemaban tumbas, banderas, monumentos.
Sólo era sagrado el pan, el trabajo, la entrega.
La niñez se encontraba en el barquillo.
La starosta, el tinenti, la gomera.
Yo era un marinero de patios y malvones.
Con Sandokán, el invierno y el puchero.
Esa era la casa, hermanos.
La madre incubaba bordados,
hacía crecer hortensias con su canto,
mientras Carlitos
doblaba las hojas del Estrada pensando en el picado.
Raquel y Coca ilustraban los cuentos de Calleja.
Y Roberto, distante, entonaba zarzuelas.
Con timidez, Fernando.
Y don Manuel se reía del mundo
evocando a Betanzos y a un cura putañero.
Esa era la vida, amigos.
La estufa, la pieza, el querosén.
El pantalón corto que no bajaba nunca a tomar agua.
El dinero que siempre nos faltaba.
Y los libros de una biblioteca con huelgas y proclamas.
El cielo un barrilete azul desde el Billiken.
El barrio se llenaba de sextas, de vecinos, de hijos.
La radio remolcaba la vida
los goles de Angelillo, las locuras del Zorro,
la gracia de Niní. Y la hora del Toddy y Poncho Negro.
En la esquina el almacén gardeliano.
La hija de don Juan, el carbonero.
El morocho del cross, la enagua de la prima.
El carnaval, las luces, las minas de los sueños.
Y los guapos buscaban su laburo en
Recuerd
y un botellón de agua para todo el almuerzo.
El oporto, el huevo, las torrejas.
Recuerdo el picaporte, la siesta,
el Smith & Wetson arriba del ropero.
El almidón, la tabla de la ropa, la valija de cuero.
Y el olor de la infancia que se fue para siempre.
Ahora me llevo al hombro los recuerdos.
Los palotes, el llanto, la rabona.
El zaguán de una niña de ojos claros.
La lluvia, el alcanfor, las revistas de cowboys.
El gol que Rugilo pudo atajarle a Grillo.
Ya no hay otarios ni chuenga ni baldío.
Ni corazón grabado en un árbol del parque.
Ya no están Abertondo ni Palacios ni Pascualito Pérez.
Ya no están más el Luna ni los barcos del puerto.
Se fueron en tranvía, con hamacas y ábacos.
Me llevo al hombro las tardes de Frascara,
los Primero de Mayo en Plaza Miserere.
El cine continuado y el himno de Sarmiento.
Los poemas de De Lellis, de Fernández Moreno, de Tuñón.
La brisca, el truco, los estado de sitio.
Me llevo el terror a Burgos, el descuartizador.
Y el carrusel de don Bernardo con sus tigres.
Hoy tengo sobre la mesa una página en blanco.
"Usted sabe, señor. Déjeme paso."
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Ilustración: Tango de Ricardo Carpani.