(De María Virginia Ameztoy)
Cuando aprendí a leer no había texto que escapara de mis
ojos. La era del aprendizaje había dado paso a la apetencia por descifrar –más
bien decodificar– letras antes visualizadas como entidades solitarias y
descubrir que unidas daban paso a una idea. Leía cualquier cosa, libros
escolares, de cuentos, historietas..., hasta llegué a leer Mecánica Popular.
Observando mi quasi fanática avidez me regalaban libros,
supuestamente para niños.
Encabezaban el desfile de papel impreso esos libros grandes
y de pocas páginas, con escasas líneas de texto y grandes dibujos coloreados,
no siempre del mejor rigor estético, los clásicos infantiles: Blancanieves, La Cenicienta , La Bella Durmiente ,
el Gato con Botas, Caperucita Roja.
A la ficción de mis primeras lecturas infantiles se agregaba
el mundo ficcional de otros personajes, representaciones culturales propias del
contexto sociohistórico: los santos, los próceres, los dioses del Olimpo, los
patriarcas bíblicos, algunos de ellos homenajeados en determinadas fechas a lo
largo de todo el año.
En el imaginario infantil todos tenían cabida en la misma
medida y, en una suerte de indiscriminación entre los diferentes relatos,
todos, personas y personajes, poseían casi idéntica cuota de realidad
fantástica.
Alrededor de los ocho o nueve años manifesté deseos de más
textos y menos dibujos. Aparecieron entonces relatos erróneamente dedicados a
infantes lectores, error afortunado que provocó que, sin saberlo, descubriera
la literatura cuentística: Hans Christian Andersen, cuentos españoles, las
fábulas en verso de Esopo, La
Fontaine y Samaniego, los cuentos de Navidad, de Charles
Dickens, El gigante egoísta y El príncipe feliz, de Oscar Wilde.
Los relatos de Andersen eran los que más me impresionaban,
impresión a la que iba unida la
necesidad de su relectura, tanto que a muchos podía recordarlos casi de
memoria. Uno de mis cuentos preferidos era La pequeña sirena que se hacía
cortar la lengua por amor al príncipe quien sólo podría amarla si tuviera dos
piernas en lugar de una cola de pez. Pero también me conmovía el
arrepentimiento de La niña que caminó sobre el pan y no concebía que existiera
un ser tan malvado como La reina de las nieves.
Wilde, otro de mis autores favoritos, me provocaba congoja y
piedad por la valiente golondrina, símbolo del amor a ultranza, y me emocionaba
con el arrepentimiento del gigante, ya no más egoísta.
En el mundo infantil pocas noches significaban tanto como la
del 5 de enero, cuando los Reyes Magos esperaban que nos durmiésemos y, previa
puesta de los zapatos en la ventana o junto a la cama, nos dejaban regalos.
Los chicos hablábamos familiarmente de Melchor, Gaspar y
Baltasar y sus ofrendas al niño nacido en el pesebre, pero la mayoría
ignorábamos el origen de Papá Noel, ese señor de barba blanca vestido de
brillante carmín. Sólo algún relato, su figura en publicidades callejeras y
revistas, pero nunca supimos quién era ni su origen.
Recién mucho después, ya adulta, me enteré que varios siglos
atrás había surgido en el imaginario europeo la mítica figura de un señor
Nicolás, al parecer un filántropo que ayudaba a los pobres. Pero el barbado del
traje carmín fue un invento de Coca-Cola,
que vistió al mítico Nicolás con su color distintivo.
Y mientras Andersen, Wilde y Dickens abrían las cabezas de
los chicos y a través de moralejas y utopías nos convencían de que siempre era
posible un mundo mejor, desde el imperio se violentaba simbólicamente a América
Latina exportando a un gordito de aspecto aparentemente bonachón para sumarlo
al imaginario de nuestros incipientes sueños colectivos.
Hoy varias generaciones de chicos creen que Blancanieves, La Cenicienta y la Pequeña Sirena
fueron creadas por Walt Disney. Ninguno sabe que sus autores fueron Charles
Perrault y Hans Christian Andersen. El
imperio continúa implacable realizando su sempiterna tarea distorsionadora.
Y mientras la golondrina muere por amor al príncipe –ya no
feliz– el señor de la eterna carcajada sigue trabajando todos los años para
honrar al imperio que le dio vida.
Creo que el niño del pesebre prefiere a la pequeña sirena y
a la valiente golondrina.
Yo también.
______
Imagen: El Papá Noel inventado por la multinacional Coca-cola,
otra de las tantas “infiltraciones” del imperialismo yanqui.
Ilustración y texto tomados del periódico “Desde Boedo”,
enero de 2013.