(De Silvestre Otazú)
En el café “Biarritz”, que estaba en Boedo al 800 y que fue
acaso el único que existió en la acera este, el público de paso y algunas
familias se sentaban en la parte de adelante; la parte de atrás era coto
reservado de los señores malandrines y en los altos celebraban sus reuniones
los socios de la peña Pacha Camac.
Aquel café era un símbolo del barrio: promiscuo,
heterogéneo, tolerante, sin noción de las diferencias sociales y ni siquiera
morales. Boedo era un barrio donde el más honrado vecino no le negaba el saludo
al capitalista de juego, al “pasador”, al redoblonero, ni siquiera a Luisito,
simpatiquísimo muchacho de una familia conocida que se había hecho ladrón de
guante blanco y se paseaba tan orondo calle abajo y calle arriba como si su
trabajo le diese la aureola de un galán de cine...
A semejanza del “Biarritz” eran los demás cafés de Boedo. Bueno, tanto como eso no.
Convengamos en que había algunas excepciones. Una de ellas era el café de Paco.
“EL CUADRO QUINTO”
A ese café lo llamaban “El Cuadro Quinto”, aludiendo al
famoso calabozo que hasta hace unos veinte años existió en el Departamento
Central del Policía y que era temido hasta por los más avezados delincuentes.
Dueño del café era don Francisco Córdoba, un caballero andaluz que había sido
mozo en el célebre “El Capuchino”, un café y cine de la calle Carlos Calvo del
que se hablará a su debido tiempo. Apenas se instaló el café, lo más granado de
la picaresca boedense sentó sus reales allí. Con lo cual, el pobre Paco no
ganaba para sustos. El, que era de un temperamento tan pacífico y
contemporizador, vino a tener la “mardita suerte” de vivir como sobre ascuas. Y
se volvió inquieto, más movedizo que una ardilla y con los ojos en constante
movimiento, como si atisbase en qué rincón del café iba a armarse la “bronca”
para tratar de suavizarla... si podía.
Nunca se vio gente más quisquillosa que la de aquel café.
Allí, todo motivaba espantosas peloteras: las partidas de billar –en las que el
dueño iba siempre “prendido”–, las de naipes, la calidad de las bebidas, las
maneras de servir de los mozos.¡Guay de Paco si en las noches en que se le
ocurría hacer puchero de gallina algún cliente se quedaba con las ganas de probar
el sabroso plato! Para evitar el escándalo se veía obligado a hacer muchas más
raciones que las que consumían los parroquianos. Pero como su café no era fonda
y no tenía el recurso de convertir las sobras en albóndigas, ese plato
inventado por los cocineros para no tener que tirar nada, don Paco colocó una
pizarra junto a la caja y anunció: “Er que quiera pushero de gayina que se
anote”.
Claro, aquellos alborotadores ahuyentaban la clientela
tranquila y sosegada que Paco anhelaba tener. El único parroquiano que no le
causaba zozobras era un viejo inverosímil que nadie se explicaba cómo estaba
todavía en pie. Era un montón de huesos recubiertos con un pellejo arrugado.
Tosía constantemente. Los muchachos lo habían apodado Primavera...
Una noche –¡también es puntería!– una familia entró después
del teatro al café de Paco. Dos o tres señoras jóvenes, dos o tres criaturas,
una dama de edad canónica y dos caballeros. Forasteros en el barrio, tuvieron
la santa inocencia de entrar allí para tomar chocolate con tostadas.
Paco en persona recibió el pedido de aquella gente. Sonreía,
pero su alma estaba en vilo porque allá en el fondo del salón se estaba
incubando una tormenta que haría época. Inútiles fueron las súplicas,
conminaciones, ruegos y amenazas de Paco, que corría de la cocina al fondo para
acallar a los sediciosos.
–¡Mardita sea, callaos que hay señoras en el salón!
Sus palabras no hacían más que excitar los ánimos caldeados
próximos a estallar. ¡Y ese chocolate caliente que ya estaba tibio! Y si por un
instante las cosas parecían salirse de madre, como por arte de magia todo
retornó a la calma, y Paco pudo servir a sus distinguidos clientes un chocolate
¡tibio! con tostadas...
“PININ”
Fue la cantina y bottigleria más conocida de Boedo. Se
estableció allá por 1900. Su dueño era un italiano tan pacífico como Paco, pero
más afortunado que éste en cuanto a clientela. Cierto es que tomaba sus
precauciones. Por ejemplo, después de las diez de la noche, se negaba a
despachar vino a los que tenían una cara que a él no le gustaba.
Todo Boedo quería a Pinín, que era un corazón tierno y que
sufría mucho a causa de uno de sus hijos, a quien le faltaba el paladar. Una
tradición en la cantina de Pinín era que para Navidad su dueño convidara con
una vuelta a todos sus parroquianos. Y otra tradición, más bella aún, era que
en las vísperas de Año Nuevo, a las doce menos cinco, Pinín echara a todos sus
clientes y se quedara solamente con aquellos que no tenían familia y los
convidara a comer con él.
Cuando a Pinín se le murió su hijo, fue tal la pena
experimentada que cerró su cantina y se fue a rumiar su dolor con la familia
que le quedaba.
EL CAFE “DANTE”
A la historia de Boedo está muy vinculado un viejo café: el
“Dante”, hasta no hace mucho lugar de reunión de los hinchas del club San
Lorenzo y de algunas de sus figuras más populares. Allí se daban cita casi
todas las noches Omar, Fossa y Monti, tres de los más sólidos puntales del club
que fue campeón argentino.
Ninguno de los parroquianos del “Dante” ponía jamás los pies
en “El Japonés”, pues este era la peña del los hinchas de Huracán. Aquella
famosa extrema defensa formada por Cereseto, Nóbile y Parto estaba allí todas
las noches, así como el negro Loizo. De aquella tertulia solía participar con
alguna frecuencia el doctor Aldo Cantoni, uno de los socios más entusiastas del
famoso club.
Pero volvamos al “Dante”. Hacia 1920 contó ese café con una
de las peñas más interesantes de Boedo. Los infaltables eran Vaccareza, Folco
Testena, Edmundo Montagne, José Mauricio Pacheco, Alberto Weisbach y Elías
Alippi, uno de los más conspicuos boedenses más fiel a su barrio. Fue en el
“Dante” donde Folco Testena anunció un día un proyecto despampanante: ¡iba a
traducir el Martín Fierro!
Inmediatamente se originó una polémica. Unos sostenían que
la idea era disparatada porque nuestro poema estaba lleno de criollismos
imposibles de verter a otra lengua, ni siquiera al español. Weisbach, en
cambio, creía con Folco que todo es posible, puesto que todo lo folclórico
tiene sus correspondencias.
–¡Qué absurdo! –se escandalizó Pacheco.
–No es absurdo –sostuvo el futuro traductor del Martín
Fierro–. Déme tiempo y le traduzco con exactitud y verdad poética cualquier
pasaje.
–Vamos a ver –propuso Montagne–. ¿Cómo podría decirse en
italiano aquello de: ¿Al que nace barrigón,/
es al ñudo que lo fajen?
Hubo un silencio. Folco se concentró un instante y luego
exclamó:
–¡Ecco! He aquí
cómo lo diría en italiano: Al che nasce
cosi grasso/ li fa nula l’ortopedia.
En los años de auge
del anarquismo, el “Dante” fue uno de los cafés preferidos por los adeptos a
ese credo. Allí solían ir a terminar sus discusiones los delegados al congreso
de la Federación
Anarquista que se realizó en 1917 en el vecino local de la
calle Estados Unidos, entre Boedo y Maza.
DON TRANQUILO
Don Tranquilo Fasciotti tenía bien puesto su nombre. Si hubo
alguna vez un hombre calmoso y plácido en Boedo, ese fue el dueño de la
pizzería que estaba en esa calle, en Independencia y Estados Unidos. Nada
alteraba el ritmo de sus nervios, ni siquiera cierto género de desdichas que
exasperan y sacan de quicio al hombre más desaprensivo.
Apenas si una vez lo vieron un poco indignado. Pero no era
para menos. Ocurrió que uno de sus mejores clientes, muy generoso, muy
dadivoso, muy simpático y muy amigo suyo, a pesar de que ni sabía siquiera cómo
se llamaba, lo convidó a una partida de póquer con un “millonario bastante
infeliz que va a quedar en la calle porque todo el mundo le gana como quiere”.
Tranquilo, Tranquilo, no te dejes tentar! ¡No seas
codicioso! ¿No ganas acaso bastante con la pizza y la fainá? ¡Mira que la
codicia rompe el saco!
Pero Tranquilo fue. Fue, jugó y perdió hasta su nombre. Se
fueron en aquella partida buena parte de sus ahorros. Nunca más volvió a ver a
aquel cliente tan simpático que ponía alegría en la pizzería con su sola
presencia. Y Tranquilo no se molestó siquiera en hacer la denuncia a la
policía. ¿Para que? El no había perdido más que su dinero, pero se había
enriquecido en experiencia...
ALARMA
En la pizzería de Tranquilo había una pieza que estaba
reservada exclusivamente a la peña Pacha Camac. Todas las noches, después de
las reuniones de la famosa peña boedense, iban a parar allí González Castillo y
sus amigos. El autor de Un pobre hombre
presidía, peroraba y pagaba. Pagaba porque la mayoría de los artistas jóvenes
que siempre lo rodeaban andaban de la cuarta al pértigo y llevaban su devoción
hasta pedir lo mismo que él muchas noches. González Castillo se privaba de
solicitarle a Tranquilo un whisky porque sabía que toda la tertulia diría
también, con cierta displicente vacilación, como si fuera lo mismo que encargar
un “cafecito”:
–A mí, también un whisky...
Vicente Roselli, el gran escultor de Boedo, que fue uno de
los amigos más íntimos de González Castillo, nos contaba que este, alarmado una
noche al ver lo nutrida que estaba la peña, le dijo por lo bajo:
–Roselli, no se le vaya a ocurrir pedir nebiolo esta noche,
que el bolsillo no da para tanto...
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Imagen: Boedo al 700 (de norte hacia el sur), circa 1920.
Tomado del libro de Silvestre Otazú: “Boedo también tiene su
historia”, Ediciones Papeles de Boedo, Buenos Aires, 2002.