(De Diego Ruiz)
Desde un viejo disco de pasta canta la voz de Ignacio
Corsini: Buenos Aires de mi amor/ ¡oh,
ciudad donde he nacido!/ No me arrojes al olvido/ yo que he sido tu cantor... Es
una vieja canción de Héctor Pedro Blomberg, aquel periodista y poeta que en los
años 20 popularizó la temática de la época de Rosas –La pulpera de Santa Lucía, La mazorquera de Monserrat, Los claveles de
San Ignacio y tantas otras– con la colaboración del músico negro Enrique
Maciel que, no casualmente, era guitarrista de Corsini. La milonga se llama El adiós de Gabino Ezeiza y podemos
decir que, como pide la estrofa, Buenos Aires no lo olvidó pues muchos nombres
integran el Olimpo de los payadores –Juan y Arturo Nava, Nemesio Trejo, Pablo
Vázquez, Federico Curlando, el también moreno José Higinio Cazón, entre otros–,
pero Ezeiza y Betinoti constituyen el alfa y el omega del mito payadoril.
Santos Vega, más allá de su existencia real o supuesta, no pasa de ser una
figura literaria creada por Bartolomé Mitre y Rafael Obligado, otro mito creado
para reivindicar la vida pastoril –cuando el verdadero gaucho ya había sido
aniquilado mediante la papeleta de conchabo o el fortín– frente al “aluvión
inmigratorio” que amenazaba el imaginario del país patricio y hallaría su
figura máxima en Martín Fierro a partir de la reivindicación de Leopoldo
Lugones. Y, asimismo, es significativo que en esos dos nombres se condense la
edad de oro de los payadores: desde Gabino, nacido en San Telmo exactamente
seis años después de la caída de Rosas y
descendiente de negros esclavos, hasta Betinoti, hijo de italianos; la vieja
Argentina criolla y el nuevo país de mayoría inmigratoria que, bien o mal,
configuraría nuestro presente y que –¡notable símbolo!– reclamaría su lugar al
sol el mismo día de la muerte de Gabino, al asumir su primera presidencia
Hipólito Yrigoyen.
Como decíamos, Gabino nació el 3 de febrero de 1858 en el
barrio de San Telmo, quizá en el mismo predio en que hoy se encuentra un
antiguo conventillo devenido en galería de anticuarios y que algunos denominan
“casa de los Ezeiza”, induciendo al error de que en dicho edificio moraba esa
familia patricia. Es posible que así haya sido en algún momento, pero la actual
construcción es la típica de las que con el eufemismo “casas de renta”
construían y explotaban empingorotados personajes como Lezama y Anchorena y en
las que se hacinaban los recién llegados al “granero del mundo”. Pero, en
nuestro afán de aclarar, corremos el riesgo de perder de vista a nuestro
personaje, de cuya infancia poco y nada se sabe, aunque el mismo Blomberg en
una nota, afirmaba que a los 15 años poseyó su primera guitarra, regalada por
un pardo muy viejo llamado Pancho Luna que tenía una pulpería en el bajo de San
Telmo y habría sido payador en tiempos
de Rivadavia, y que con ese instrumento salió a recorrer los pueblos de la
provincia. Otros autores, como Luis Soler Cañás, afirman que Gabino (o Gavino,
como aparece muchas veces) no salió de la ciudad, iniciando su carrera por
Barracas, por el Parque y otras incipientes barriadas mientras publicaba
artículos y poesías en hojas hoy inhallables, apareciendo por primera vez
noticias sobre sus actuaciones en 1882, en el local “Locos alegres” de Córdoba
entre Artes (hoy Pellegrini) y Cerrito y en la “Confitería del Concierto” de
Bolívar y Comercio (hoy Humberto I).
A partir de ese momento ya tenemos noticias concretas de su
actividad, de su viaje inaugural a Montevideo para payar con Juan Nava en 1884
y, ese mismo año, los tres encuentros con Nemesio Trejo en funciones a
beneficio de tanto éxito que son publicados como folletos. Nuevamente en
Montevideo, en 1888, se mide con Arturo Nava y luego, a lo largo de los años,
con el gran Pablo Vázquez –para muchos el mejor payador de todos–, con
Maximiliano Santillán, Luis García, Ramón J. Vieytes, Federico Curlando,
Francisco Bianco, José Betinoti –en 1902 y en el circo que se alzaba en
Venezuela y Maza–, entre tantos otros y con José Higinio Cazón, cuya amistad
recuerda el conocido tango: Café de los
Angelitos/ bar de Gabino y Cazón... Pero en realidad esta nota, desde su
título y más allá de las anécdotas más que conocidas del personaje, apunta a
otra de sus facetas: la del ciudadano comprometido políticamente que militó
desde muy joven en el Autonomismo, ese protopartido porteñista en que se
refugiaron muchos antiguos federales rosistas; el que combatió en Puente Alsina
y los Corrales en 1880 contra las tropas nacionales defendiendo, precisamente,
la “autonomía” de Buenos Aires; el que siguió a Leandro Alem en la fundación de
la Unión Cívica
y en las jornadas del Parque de Artillería teniendo luego destacada
participación en la revolución radical de 1893. En esa oportunidad Gabino, que
con el dinero ganado en la lotería había comprado un circo al que llamó
“Pabellón Argentino”, viajó a Rosario con el santo y seña para los conjurados
y, según parece, con cajones de armas disimuladas entre los petates circenses.
Estallado el movimiento, combatió en la Aduana contra el Regimiento 3 de Infantería y,
vencido, pasó un tiempo en la cárcel –desde donde entabló un contrapunto
epistolar con Félix Hidalgo– para encontrarse, al ser liberado, con que le
habían quemado el circo dejándolo en la miseria. Cobran entonces cabal
dimensión las palabras de Yrigoyen en su día de gloria, el 12 de octubre de
1916, al enterarse de la muerte del viejo amigo: ¡Pobre Gabino!... ¡Él sirvió!
En una de sus giras con el circo, en 1892, Gabino conoció en
San Nicolás de los Arroyos a Petrona Peñaloza, una descendiente del Chacho con
quien se casó y tuvo descendencia. En sus últimos años, signados por una
extrema pobreza, se radicó en el barrio de Flores y allí murió, siendo
enterrado en su cementerio con la presencia de un gran amigo de juventud: Pepe
Podestá. Allí reposa, en el sector de nichos sobre Balbastro y San Pedrito,
como recuerdo de una época de Buenos Aires y de un arte popular del que casi no
quedó registro, como dice en uno de sus tangos Manuel Romero: No cantó pa’ los discos Gabino,/ por la
radio su voz nadie oyó,/ pero en cambio su lírico trino/ en el alma del pueblo
vibró...
Poca suerte tuvieron también sus composiciones, más de
quinientas, de las que sólo se recuerda su Saludo
a Paysandú, ignorándose asimismo que compuso dos obras teatrales, Lucía Miranda y El cacique Mangoré. Y para colmo, por alguna de esas
incomprensibles ocurrencias de los ediles de turno, la calle que lo nombra se
halla en... ¡Villa Devoto!, barrio que ni siquiera existía en la época de sus
correrías. Una sola cuadra, entre Baigorria al 4749 y Nogoyá 4752, entre
Diamante y Allende, recuerda a uno de los grandes mitos del arte payadoril. El
otro, José Betinoti, aún espera.
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Imagen: Gabino Ezeiza.