(De Rubén Derlis)
Los largos periplos por calles porteñas que
incitaban a un sostenido vagabarriar sin ton ni son, paulatinamente se van
circunscribiendo –que no aquietándose–, a zonas más restringidas; la intención de perderse por barrios menos
conocidos se va replegando, porque las tabas ya no dan para tanto, hay que
hacer posta con más frecuencia de la necesaria entrando a cualquier café que
sale al paso, o en el banco de una plaza, si es que su verdor la anuncia en
nuestro no fijado itinerario, y tomar aliento, porque hace rato que se ha
perdido el paso Pitman y notamos que
empiezan a chirriar los goznes de la vida.
Ante esta realidad incontrastable que impide los agotadores cruceros
barriales no hay que entrar en pánico, por el contrario es aconsejable alejar
toda idea de desespero, y dado que callejear es parte de nuestra porteñidad,
conjugar este verbo en la modalidad de cabotaje: viajar dentro del propio
barrio. Y aunque algunos sean de opinión de no encontrar gracia en ello, (por
mi parte digo que tampoco se trata de gracia alguna), a poco que se revisiten
lugares conocidos, se habrá de dar con nuevos descubrimientos que de tanto ir y
venir por las misma calles nos pasaron inadvertidos: fachadas, árboles,
esquinas, perspectivas y tantas cosas más que a lo sumo miramos, pero nunca vimos.
Por
lo general creemos conocer el barrio donde habitamos, que acerca de él lo
sabemos todo, como si un barrio –el nuestro como cualquier otro– fuera un
módulo estático cuando en verdad su dinamismo lo mantiene en permanente
transformación (si estos cambios son para bien o para mal, es otro asunto).
¿Fuimos conscientes de la transformación del
íntimo espacio que nos contiene? Seguramente no; acaso ni nos dimos cuenta de
su continua metamorfosis porque se daba mientras nosotros también cambiábamos;
ocupados como estábamos en nuestro
cambio, acaso reparamos muy poco del que se operaba en el fragmento urbano que
nos pertenece. Entonces habría mucho para ver. Pensemos solamente que más allá
de diez cuadras a la redonda –que no son pocas–
de la manzana donde habitamos,
casi es territorio desconocido pese a pertenecer al mismo mapa barrrial.
Es posible –por no decir seguro– que allí se hayan producidos cambios que
ignoramos, algunos de los cuales podrían resultarnos chocantes (la antigua
casona demolida para dar nacimiento a un nuevo palomar humano), o gratos (la
esquina de un vetusto local clausurado que ahora luce con un café acogedor
gracias al buen gusto de una pensada remodelación). Son sólo son dos ejemplos;
puede haber más y de distinto tipo; sólo es cuestión de salir a callejear y de
asomarnos a nuevos descubrimientos que se nos darán. Y siempre en el barrio, en nuestro barrio, que no termina en las
cinco o seis cuadras a la redonda por las que nos movemos para hacer las
compras mínimas o para tomar el colectivo que nos transportará a alguna parte.
Si
bien soy un apasionado de los largos cruceros barriales, por imperio de las
circunstancias (los años no vienen solos), el descubrimiento de los vagabundeos
de cabotaje me ha deparado no pocas sorpresas, frustrantes unas, de sostenida
alegría otras, tal como sucede en una ciudad en alocado crecimiento.
De
crucero o de cabotaje, lo importante es salir a la calle a calibrar sus
pulsaciones, que como quedó dicho, pueden sacudirnos la existencia con muy
distintas emociones.
En
cuanto a salir a la calle, debo
rectificarme: entrar a la calle, en plena adhesión a lo que
sostiene el barriólogo Ángel Prignano
cuando escribe con indiscutible acierto que no se sale a la calle, sino
que se entra en ella.
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Imagen: Plano del recorrido del Paseo de la Historieta en el barrio de Montserrat.