(De Paulina Movsichoff)
Apenas llegó a la capital, David se empeñó en conseguir
algún trabajo, no tanto porque la renta
que sus padres le enviaban le resultara insuficiente, sino porque
deseaba liberarlo cuanto antes de la carga de mantenerlo. A través de la dueña
de la pensión consiguió el empleo en una fábrica de galletas por el lado sur de
la ciudad y decidió trasladarse a esa zona. Su nueva vivienda fue, pues, el
conventillo que antiguamente sirviera de residencia a un Virrey. Nadie hubiera
dicho que el cuarto donde ahora funcionaba el taller de planchado fuera el
dormitorio de la virreina ni que en aquel patio de mosaicos pringosos en donde
pululaba una heterogénea muchedumbre el Virrey jugara al tresillo con sus
amigos. Ahora el edificio era un sórdido ámbito
en donde los cuartos se parecía más a palomares que espacios habitados
por seres humanos. David pasaba afuera la mayor parte de su tiempo que repartía entre la fábrica, las
idas a la Facultad de Medicina y el estudio. Después de poco más de un año de
vivir allí, casi no tenía relaciones entre los pensionistas. Sólo hablaba con
Berenice, una de las planchadoras del taller. Era ella quien lo entretenía
narrándole la historia de cada uno de los personajes con que se cruzaba en el
patio y que lo saludaban como si lo conociesen de toda la vida. Pero era la
historia de la propia Berenice la que lo atribulaba particularmente. Ella se lo
refirió una tarde de diciembre, cuando sacaron sillas a la vereda para recibir
el fresco de la calle luego de una agobiadora jornada. Trabajaba más de diez
horas diarias para mantener a sus tres hermanos de los cuales era el único
sostén. La madre era genovesa. Se llamaba Azucena y llegó al país siete años
después que el marido. En un primer momento le pareció que jamás podía
adaptarse al idioma, el mate y las dos piezas del conventillo en donde se
encerraba a llorar la nostalgia de su aldea, de su madre y de sus amigos. Poco
después comenzaron a venir los niños y el dinero escaseó en forma alarmante.
Entonces recordó las palabras de su abuela: "A la mujer que no trabaja se
la lleva el diablo" y comenzó a buscar ocupación. Como sabía coser, una
amiga la conectó con el taller de costura en donde trabajó varios años como
dependienta. Cada año, Azucena traía al mundo un crío y debía repartir sus magras
fuerzas entre el taller, el cuidado de los niños y del marido. Con grandes
sacrificios pudo comprarse una máquina de coser y esto la alivió de modo
considerable, ya que en adelante no necesitó salir de la habitación. Los
mayores comenzaron a trabajar en la fábrica apenas llegaron a los diez años y
Berenice la ayudaba cuidando al más pequeño o pegando botones o cosiendo
ruedos. Cuando murió su marido, en un accidente de la fábrica, Azucena se
vistió rigurosamente de negro y siguió cosiendo. Una tarde de invierno,
Berenice la encontró muerta, el dedal en la mano y la aguja enhebrada. Desde
entonces planchaba. Las continuas horas de pie fueron la causa de sus várices
prematuras y de un crónico dolor en la espalda. A David le resultaba penosa la
idea de que aquella niña-mujer debiera pasar la vida en el cuarto de planchar.
Pensaba que, si su corazón no hubiese
estado ocupado en el recuerdo de Luz, no le habría sido difícil enamorarse de
ella. En realidad había desistido ya de la búsqueda. En los primeros tiempos de
su llegada creyó reconocerla varias veces en la calle durante sus paseos y el
corazón se le sobresaltó. Pero todo no pasó de un error. Por las noches,
cansado de estudiar en la mísera pieza, se dedicaba a recorrer minuciosamente
los barrios de la ciudad con la esperanza siempre renovada de encontrarla.
Anduvo en todos los teatros sin que nadie pudiese orientarla sobre su paradero.
El nombre de Amparo Infante y el de Luz, su hija, parecía no haber tocado jamás
los oídos de aquellos empresarios a los que abordaba después de las funciones y
que lo miraban con un dejo de distraída conmiseración. Cuando se cansó de los
teatros comenzó el peregrinaje por la zona del puerto. Le gustaba internarse en
ese atronador movimiento de marineros, inmigrantes y hampones entre los que pululaban borrachos y mujeres de mala vida que a la luz indecisa de los faroles
se le antojaban máscaras trágicas. Una noche le pareció divisar a Amparo por
una de las calles del centro. Había pasado varias horas deteniéndose ante
escaparates inundados de chucherías, relojes, llaveros cortaplumas y
sevillanas. Entre ese remolino de colores, olores y ruidos, vio avanzar a una
mujer de cabellera rojiza y silueta parecida a la de Amparo que lo miraba como
si lo reconociese. David se apresuró a salvar la distancia que los separaba
pero cuando estuvo enfrente de ella comprobó una vez más que se había
equivocado. La mujer murmuró una invitación y, cuando David la esquivó
musitando una disculpa, ella lanzó una carcajada que resonó en la recova como
una burla cruel.
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Imagen: Pintura al óleo de la recova de Pío Collivadino.
Tomado de la novela de Paulina. Movsichoff: Todas íbamos a ser reinas.
Tomado de la novela de Paulina. Movsichoff: Todas íbamos a ser reinas.