(De
Paulina Movsichoff)
Llegué pues, a Buenos Aires, esa ciudad
orillada por el río color leonado, ese mar dulce que sorprendiera a Solís y que
no me cansaba de contemplar en mis diarios paseos, a esa aldea que ya nos empeñábamos en
considerar grande. Por sus calles de polvo ocre en tiempo seco y de lodo gris
en tiempo lluvioso pasaban reses junto al matadero, pasaban perros sarnientos,
pasaba el carro del aguatero cuyas enormes ruedas se atascaban continuamente en
el barro y no era raro ver a vagos y malentretenidos colaborando con los presos
en el esfuerzo por desatascarlo pues ay de nosotros si nos quedábamos sin el
precioso líquido que tanto necesitábamos para el aseo y para refrescarnos el
gaznate porque los pozos, a pesar de ser numerosos, no proporcionaban más que agua
sucia. Pasaban los lecheritos a caballo, pasaban gauchos también montados y
vestidos de chiripá que llegaban del
campo en busca de una pulpería donde apurar aguardiente o algún carlón, pasaban
indios pampas recién llegados del desierto, rumbo a las rejas de los vecinos a
través de las cuales vendían sus matras,
riendas para caballo, las hebillas, los huevos de ñandú, pasaban
mendigos perdularios, pasaban reos con las espaldas desnudas y las manos atadas
para ser azotados en el cruce de cualquier calle, pasaba en fin mi ilustre y
desconocida persona en busca de alguna mirada que confirmase mi existencia
perdida en medio de tanto anonimato, preguntándose si era el mismo individuo
que hasta hacía muy poco formara parte la milicia de don Manuel Belgrano, el mismo
que se matriculó aún imberbe en Córdoba de Maestro de Artes y que ya, a estas
alturas de su existencia, que no eran tan altas pues apenas había cumplido los
veinte, oyera y viera tantos sucedidos que podría haber llenado, con esa
caligrafía que todos admiraban, quién sabe cuánta cantidad de infolios. Me
prometía que alguna vez escribiría una novela de caballería, mi Amadís de
Gaula, como si de tanto imitar novelas comenzase a reconocerme más en su en su
realidad que en su representación. Porque en aquel laberinto que fuera hasta
entonces mi vida errante me parecía que esa sería la forma de indagar la relación entre el orden del mundo
y la existencia personal.
Por ahora, Eulogia, sólo puedo decirte que
Buenos Aires me conquistó enseguida. Me aboqué, pues, a lo más urgente que era
conseguir un lugar donde vivir. No acepté la hospitalidad que generosamente me
brindó Juan Cruz. Él había llegado bastante tiempo antes que yo y tenía ya
ganado un lugar en lo más granado de esa sociedad. Estuve algunos días en su
casa, un enorme caserón con patio de baldosas adornado con grandes tinajones de
barro y fondo con higuera, granados, naranjos y hasta parral. Yo anhelaba una
vida independiente y me conformaba con mucho menos, con un cuarto pobretón en
donde desparramar los libros de los que ya sabes me es imposible prescindir,
los papeles que garrapateaba en las horas muertas con sonetos, décimas y
quintillas y con los apuntes de filosofía tomados en las arduas clases y
conversaciones con Monsieur Lavaysse, allá en Tucumán. Juan Cruz me presentó a
Florencia Aguado, una solterona que ya frisaba los cincuenta y que, a falta de
familia y otros recursos se ganaba el pan alquilando habitaciones. Tenía una
negra a su servicio, Circuncisión, que se encargaba de lavar la ropa blanca
y también de zurcirla. Una de esas
tardes lloviznosas me acompañó al que sería mi cuarto, el último de una galería
que daba al patio, pues ya tenía otros pensionistas. La humedad que flotaba en
el aire se colaba por todas las rendijas de la puerta y, en días de miasmas,
Florencia ordenaba a Circuncisión que me sahumara la pieza para que los hedores
no me empañaran las entendederas. Poco a poco me fue ganando aquella vida en la
que empecé a conocer y alternar no sólo con cómicos, gente que no era
considerada la nata de la sociedad, sino también con la llamada de pro. Pero
esto te lo contaré más adelante. De inmediato se me presentó el urgente
problema del pago del alquiler. De mi vida de soldado no traía un duro pues
sabes ya del misérrimo pasar de aquel ejército de desarrapados. Comprenderás
entonces que llegué a aquella ciudad, como vulgarmente se dice, con una mano
atrás y otra adelante. Por esos caprichos de la fortuna, misia Florencia poseía
un piano Clement heredado de un tío que viajó a París y del que nunca más se
supo. Dicen que murió allí en un duelo. El piano estaba ubicado en un rincón de
su sala adornada con sillones Luis XVI tapizados en terciopelo granate y cuyas
paredes ostentaban pinturas marinas. Un
día me senté a él para desentumir mis dedos y ella se mostró tan entusiasmada
con mis dotes musicales que cada tarde, cuando entraba de mis vagabundeos me
suplicaba le tocara alguna sonata de Haydn o de Mozart pues teníamos parejos
gustos musicales.
Recios aldabonazos se escucharon en la casa
una de esas tardes. Circuncisión llamó a mi cuarto en donde, desde hacía
algunas horas, me ocupaba en desentrañar un párrafo de Locke. Con los nervios
trabándole el habla me dijo que unas señoras preguntaban por mí. Sentadas una
junto a la otra en el sillón de la sala, dos mujeres, una ya madura y la otra
una niña que apenas abría sus ojos a los engaños de este mundo, esperaban en un
expectante silencio. Florencia había salido a sus quehaceres de novenarios y
letanías, así es que no tuve más remedio que hacer yo de anfitrión. A la primer
mirada comprendí que se trataba de dos
damas principales. La más grande no tardó en hablar con voz dulce aunque con un
dejo de autoridad:
—Soy Clara Montalbán de Funes— se presentó. Y señalando a la joven
dijo —:Ella es Jimena, mi hija.
Contemplé con arrobo aquella figura de
cautivadora languidez, de estilizada y aristocrática silueta. La dama continuó,
imperturbable:
—Ayer
pasamos por esta casa y escuchamos un piano. Misia Florencia nos comentó que el
feliz intérprete de esa música era su nuevo pensionista, o sea usted.
Asentí con la cabeza, sin disimular mis ojos
fijos en la cara delicada de la joven, en su transparencia de porcelana,
sugestiva para el pincel. De inmediato me sentí un Rodrigo Díaz de Vivar
decidido a conquistar el corazón de su
Jimena. Doña Clara no cejaba en su discurso:
—He decidido que mi hija tome lecciones de
piano con usted. Dígame el día que puede empezar y cuáles serán sus honorarios.
Yo no cabía en mí a causa del asombro y la
satisfacción de que, de una manera tan fortuita, me viniera al encuentro la
solución de mi problema monetario.
Fue así como Jimena comenzó a venir dos veces
por semana acompañada de su madre, o en su defecto de la negrita que estaba a
su servicio, que se llamaba Caridad. No tardé mucho en comprender que tenía un
raro don para conferir emoción hasta a los ejercicios más simples, lo que me
llevó a pensar que bajo aquella apariencia de etérea fragilidad se ocultaba un
alma de artista.
Con Jimena comencé a vislumbrar lo precario
de mi situación. Si bien Juan Cruz me había presentado ya a personas que se
destacaban en el medio, la pobreza de mis recursos me inhibía el frecuentarlas.
Soñaba con vestir a la moda, con pasear en coche por la ciudad como lo hacían
las personas linajudas, con obtener de la vida lo que hasta entonces ésta me
rehusara tal vez por mi propio descuido. Por esa misma época mi suerte dio un
giro inesperado. Pero me canso, Eulogia. Ya no pido que escribas. Tan sólo que
escuches estas palabras que hilvano mientras apartas con tu mano los mechones
de mi frente sudorosa, te recuestas
sobre mi pecho y me dices que aún tendremos muchas horas para desplegar los
recuerdos y yo siento que el deseo de tu cuerpo se agita en mi pecho como un pájaro
herido y me pesa en los labios la sangre espesa de la sombra.
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Imagen: Tapa del libro de Paulina Movsichoff, Juan Crisóstomo Lafinur: la sensualidad de la filosofía.
Fragmento de la novela homónima.
Fragmento de la novela homónima.