(De Mónica López Ocón)
Quienes no acceden a la prestigiosa gloria póstuma de que su
nombre figure en una enciclopedia encuentran una humilde perduración literaria
en la guía telefónica. Aunque se trata de un producto literario modesto, su
poética es de las más sutiles, pura austeridad y sugerencia. Toda una vida se
esconde detrás de un nombre y del mensaje cifrado de un número.
El lector imaginativo encontrará, sin duda, un rostro, una
expresión y una voz para Blanco, Alicia, de la calle Gurruchaga, cuyo número
telefónico tiene un aura mística: el tres, que sugiere la Divina Trinidad y
la trinidad humana de la pareja que se perpetúa en el hijo, aparece tres veces.
También el número de Blanco, Miguel, es curioso: la
repetición del número siete trae desde el pasado el enigmático eco de los
pitagóricos.
¿Tendrá Blanco, Omar, un perro que salte a su alrededor cada
vez que regrese a su casa de la avenida San Juan al 400? ¿Cómo será esa casa?
La dirección junto al número tiene el mismo misterio que las ventanas
iluminadas que por la noche dibujan mundos rectangulares sobre las paredes
yermas. Mundos que nos excluyen. Mundos que tienen en nuestra imaginación de
transeúntes desterrados la geometría luminosa de la felicidad que está del otro
lado de los cristales.
La guía telefónica es una curiosa antología de historias
mínimas –apenas una línea– contadas en la poética lengua de los números por una
Sherezade de hilos. El cuerpo de esta narradora es tan fino y elástico que es
capaz de girar sobre sí mismo hasta convertirse en una espiral para contarnos al oído historias enruladas,
para ponernos rizos de voz en el relicario de la oreja.
Como los catálogos de las viejas tiendas, quizá la guía
telefónica sea un catálogo de vidas donde la suerte, el amor, la desdicha y la
muerte nos elijan por el número. Posiblemente el libro sagrado del azar sea
esta Biblia numérica que narra la historia del mundo desde la nada inicial del
cero sobre la que el Dios de las cifras
derramó la luz y amasó con barro el uno, al que más tarde le quitó una de las
costillas que los mantenía en pie sobre el renglón del horizonte para hacer el
dos.
En tanto taxonomía de nombres y apellidos, la guía participa
también del carácter vegetal de las clasificaciones botánicas de Linneo. Como
las diferentes variedades de orquídeas que nacieron de la orquídea primordial,
los Pedros, los Juanes, las Lucías, son subespecies de la primigenia semilla de
los Saldívar, los Sánchez o los Soria que se esparció montada en el caballo del
viento en el que también jinetea el polen.
Según George Steiner, las guías de teléfono viejas forman
parte de los objetos del pasado que integran el Museo Británico. Los anaqueles
polvorientos están atestados de guías viejas que han perdido su función
utilitaria y se han convertido en guardianas de la memoria de los muertos. En
la noche del museo, los números a los que nadie llama producen un silencio
ensordecedor. Cada muerto yace en la paz de su tumba de tinta bajo un epitafio
numérico. Por ninguno de ellos dobla ya ninguna campanilla, y si acaso alguien
los llama por error, el ring ring resuena en sus casas vacías con la tristeza
de una campana que llama a misa de difuntos. ¿Qué lugar más acertado que un
museo para guardar los vestigios que evocan lo que se ha perdido de manera
irremisible? Las guías son en este caso los restos mudos de ciudades enteras de
voces perdidas, sepultadas en el fondo de la memoria, donde, de vez en cuando,
el recuerdo hace el milagro arqueológico de exhumar el resto desportillado de
una frase, o una risa de barro, polvorienta y rajada como una vasija.
En mi infancia, quizá por solidaridad con las voces viudas,
los teléfonos tenían aspecto funerario. Todos vestían riguroso luto. Los
adultos volcaban palabras por una rejilla enorme que parecía la puerta de un
confesionario y los mensajes navegaban quién sabe por qué oscuros laberintos
hasta llegar a destino. Aprendí entonces que un número telefónico es una
interpelación, la variante numérica del nombre, la formulación matemática de
los pronombres donde le gustaba vivir al poeta Pedro Salinas. Más tarde aprendí
también que esa extraña forma de nombrarnos es, además, nuestro número de
condenados. Las viejas guías del Museo Británico son listados de prisioneros
que han pagado el intento de huida con su
propia vida.
También yo figuraré alguna vez en el listado. Entonces mi
número en la guía seguirá repitiendo lo que no se cansa de decir desde siempre.
Que es insoportable la muerte que a cada instante me anuncia el cero, heraldo
de la nada. Que no alcanza con el dos, con el cuatro, con el seis y con el ocho
para darnos consuelo. Que es inútil, que todos nacemos, vivimos y morimos en la
atroz soledad de los números impares.
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Ilustración: Antigua guía telefónica de la ciudad de Buenos Aires.