(De Hilda Guerra)
(A Magdalena, a Rafael, en la galaxia en que estén)
Corrían los años 30, habían terminado los años locos.
La gran ilusión de que no iba a haber más guerras. Doña Magdalena planchaba
camisa tras camisa de sus seis hijos varones, y de vez en cuando miraba el
cielo desde su ventanita de madera. La tarde era hermosa, apacible, había un
silencio inusual en el patio; un desgano pesado se apoderó de ella. Se sentó en
el banco de madera llevándose la mano a la cadera redonda y maternal, trató en
vano de darse ánimo. Sus hijos estaban en la calle. Pasaban tantas cosas. Su
marido traía historias raras del café. Decía que desde noviembre del 29 con la
caída de la bolsa en Nueva York había comenzado todo, que la Argentina no podía
vender carnes ni trigo. Ella no entendía de esas cosas, puso una brasa en el
azúcar y luego la metió en el mate, el agua hacía burbujas grandes, trató en
vano de distraerse. Se oyó un grito en el patio y un: si se lo contás a la
mamma te mato. Angelina y José regresaban del colegio y como siempre él le
tiraba el pelo. Los vio entrar en la pieza, pensó que su vecina vivía más
tranquila, tenía los hijos chicos, estaban siempre cerca suyo: en la pieza, el
patio o en el baldío de al lado. Por las noches se le arremolinaban todos, los
dos más chicos dormían en la cama grande. En cambio ella esperaba horas enteras
que se fueran ocupando las suyas. Nunca le había preocupado no haber tenido
hijas mujeres; sin embargo ahora que se hablaba de anarquía y de la ley marcial
sentía que si hubieran sido mujeres plancharían y coserían adentro como ella.
Los muchachos habían salido todos buenos, no se podía
quejar, el único que no tenía trabajo era Eugenio y los otros lo ayudaban.
Siempre le daban para el biógrafo, lo alentaban: ya vas a conseguir trabajo, Rafael
le pidió al patrón que te haga entrar al taller. A Rafael lo quiere el patrón.
Vas de aprendiz, los primeros tiempos no te va a pagar, pero Rafael te va a dar
para el tranguay; de paso aprendés el oficio. Con él fue así y ahora está
bien. No gana mucho pero se defiende. Mirá los que viven en los puentes de
Palermo, nosotros no nos podemos quejar, el viejo todavía puede trabajar y la
vieja se las arregla siempre.
Rafael. El mayor de sus hijos. El más serio. El más sufrido,
con su ojo desviado. Con su pelo retinto como ella. Con sus manos callosas de
tanto pulir los esmaltes. Por qué le costaba tanto retomar la plancha. Por qué
se había quedado con la camisa a medio hacer. Removió las cenizas de la plancha
y agregó más carbón. Había que seguir, mañana era sábado, los muchachos volvían
más temprano. No quería planchar delante de ellos. No quería que la viesen con
las camisas. Después de todo era mejor tener camisas que bombachas, como la de
la última pieza. Cómo se las arreglaría la pobre Ofelia para casarlas en esta
época. Casi siempre parían juntas. Ofelia mujeres, Magdalena varones. Ella
tenía más leche, los varones chupan más fuerte. Ella usaba los martes la
pileta, Ofelia los miércoles. Mientras lavaba los pañales a Magdalena se le
iban poniendo tensos los pechos. Sentía que se le hinchaban como empanadas en
aceite caliente. Debía apurarse con la ropa, tenía tanta para lavar, en
cualquier momento berrearía el hijo menor. Seguramente el chico estaba al
despertar porque la leche le caía por debajo del vestido y le corría por las
piernas. Los hijos varones chupan más fuerte. Es mejor que tener colgadas
bombachas aunque una esté más sola.
Ahora la plancha corría presurosa. Ya se estaba escondiendo
el sol y Magdalena tenía que tener las camisas planchadas. Cuando mojó la
última una mariposa negra entró en la cocina. Le dio dos vueltas a Magdalena y
se posó un segundo en su frente, para salir despavorida por la ventanita; ella
se llevó la mano al pecho y reprimió un grito que quería salírsele de la
garganta. Terminó como pudo y puso a calentar el puchero del mediodía. Ya era
hora de que llegaran.
Los primeros fueron Eugenio y Armando, después lo hizo el
viejo. Eugenio había caminado toda la tarde. No confiaba que el aprendiz se
fuera, todavía no sabía el oficio y la mesa era para tres. El cuarto lugar lo
alquilaba un engarzador.
Magdalena no podía apartar de su mente la mariposa. Qué
grande era. La primera que había visto esa temporada. El viejo se puso a hablar
con Armando de la legión cívica, de los camisas negras, de los robos a los
bancos. El viejo no estaba de acuerdo en que hubieran depuesto a Yrigoyen.
Armando hablaba de los fascistas. Magdalena retrasaba el fuego. Hoy se
demoraban los muchachos.
Al rato llegaron Agustín y Oscar, se unieron a la discusión.
Armando preguntaba por qué no daba elecciones Uriburu, había hecho bastante
biógrafo con su coche descubierto, rodeado de cadetes militares. Le tiraban
flores como si fuera una reina. Agustín en cambio opinaba que por fin habían
matado a Di Giovanni y Scarfó. Que el romance de Di Giovanni con la hermana de
Scarfó sólo interesaba a los que leían “Crítica”. El viejo exigió el puchero,
los que no estaban que comieran un sándwich de mortadela. Magdalena sentía la
frente helada; un sudor frío la iba cubriendo. Los muchachos le festejaron el
puchero. El viejo preparó y encendió su cigarro, luego se encaminó hacia el
café. A ella le temblaban los platos bajo el agua. Había que matar a los
anarquistas. La primera vez que se quebraba el régimen constitucional. Y qué le
importaba eso.
Ella sabía que a la salida del taller Rafael merodeaba la
ventana de Rosita. El padre no lo dejaba entrar, y Alberto iba al café, pero
hoy era demasiado tarde. Dejó escurrir los vasos en la mesa, sintió pisadas que
se acercaban por el empedrado. Salió al patio secándose las manos en el
delantal. Se asomó a la calle, oyó un revuelo, varios muchachos corrían, uno
gritó: la policía, la policía. En el tumulto vio a Alberto, el corazón quería
salírsele del pecho. Abrió la puerta de par en par para cobijarlos, como cuando
los corrían por la pelota. En ese momento oyó otro grito: “Alto” y una bala se
dirigió a la frente de Rafael. En ella Magdalena vio posarse la mariposa negra.
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Imagen: Tapa del libro de cuentos “La mariposa negra” de
Hilda Guerra.