(De Mario Bellocchio)
Los Carnavales. Desde
el virreinato hasta el presente pasando por la época de Rosas. La influencia de
los negros y la inmigración de fines del siglo XIX. Las comparsas y las murgas.
Los 8 grandes bailes 8. La desaparición durante el Proceso. Y los actuales
corsos de un mes de vigencia en los fines de semana.
Cuando el Virrey Vértiz, allá por 1770, pena con azotes a
quienes “toquen el tambor”, y sólo un año más tarde restringe los bailes a
lugares cerrados, escandalizado por el “desenfreno”, no hace más que responder
a la presión de las clases altas de la ciudad reacias a tolerar los bailes y
juegos de agua, importados ya hacía tiempo en ese entonces, por los primeros
conquistadores como parte de los “festejos populares” del Carnaval en Europa.
Resulta risueño aunque penoso leer en el lenguaje con que se
publicaron, el texto de los edictos virreinales: “que se prohivan los bayles
indesentes que al toque del tambor acostumbran los negros…, así mismo se prohiven
las Juntas… prohiviéndose también los juegos de cualquier clase que sean; todo
bajo pena de doscientos azotes, y de un mes de barraca a los que
contrabiniesen”. Sin embargo, tras la inauguración del Teatro de la Ranchería –en 1783– iba a ser el Carnaval el que le diera
rentabilidad a la sala y las primeras muestras –aún vigentes– de que se podía
lucrar gracias a Momo.
La rebeldía popular, como esencia del Carnaval, se
manifestaba en las calles del virreinato con juegos de agua o de harina. Y
bailes callejeros espontáneos a los que la comunidad negra aportaba sus ritmos.
Una particularidad de la época era arrojar huevos, a los que se había
reemplazado su contenido de origen, por agua.
Sienta basa –sin embargo– la liturgia de la rebelión por un
día frente a la que, se sabe, hasta las más rigurosas tiranías giraron sus
cabezas para evitar ver lo que obraba como válvula de escape con plazo fijo de
finalización. Y el grado de pintoresquismo y morbo que constituían esas
expresiones para las clases pacatas y que siempre obró, permisivo, como un
reojo voyeurista. Véase, si no, un fragmento de la descriptiva de esas
celebraciones que José María Ramos Mejía hacía en referencia a la época de
Rosas: “los negros inundaban la ciudad al son de pintarreajeados tambores,
cruzaban las calles, tocando monótonamente, no una música, sino un ruido del
más desastroso efecto… […] Las negras… […] abalanzábanse a los carros
enardecidas por las flagelaciones del agua y el bárbaro y obsceno entrevero se
hacía general. Todo contribuía rabiosamente a estimular los más bajos deseos…”.
Por lo contrario, algunos grupos de mayor nivel, de
costumbres más relajadas, recogían afirmaciones de este tenor: “Gracias a Dios
que nos vienen tres días de desahogo, de regocijo, de alegría. Trabas odiosas,
respetos incómodos, miramientos afectados que pesáis todo el año sobre nuestras
suaves almas, desde mañana quedáis a nuestros pies, hasta el Martes fatal que
no debiera aparecer jamás…, podemos estallar un huevo, relleno de lo que nos dé
la gana, sobre la frente más dorada, sobre las niñas de más bellos ojos, sobre
la nieve del más casto seno… Por mi parte, no puedo menos que aconsejar a las
personas racionales y de buen gusto, que corran, salten, griten, mojen, silben,
chillen, cencerreen a su gusto a todo el mundo, ya que por fortuna lo permiten
la opinión y las costumbres, que son las leyes de las leyes”.
Hubo tensiones, sin embargo, en los Carnavales de los
tiempos del Restaurador: lo que en principio fue permisivo y hasta auspiciante
sufrió un brusco cambio en 1844: “las costumbres opuestas a la cultura social y
al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad
pública corresponde designarles prudentemente su término. Considerando… que
semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e
ilustrado; que son perjudicados los trabajos públicos…; que la higiene pública
se opone a un pasatiempo del que suelen resultar enfermedades… El gobierno ha
acordado y decreta: Art. 1º: Queda abolido y prohibido para siempre el
Carnaval”.
Nada es para siempre. Ni los decretos de Rosas. Diez años
después retornaban los festejos y, convenientemente reglamentados, con carteles
en las entradas de los salones, se reanudaron los bailes mientras que los
juegos de agua fueron perdiendo vigencia por sí solos.
En 1863 un edicto policial pone en vigencia el primer
Reglamento para comparsas que abre un registro para anotación de postulantes.
Seis años más tarde, en 1869, se inaugura el primer corso
oficial de la ciudad de Buenos Aires, sobre las calles Rivadavia, Florida y
Victoria (Hipólito Yrigoyen), con la particularidad de que a la mayoría negra
de las comparsas se agregan algunas integradas por jóvenes provenientes de
clases altas, seguramente como parte de las actitudes “escandalizadoras”
propias de los aristócratas de la época.
El comienzo del siglo XX sorprende a los festejos del
Carnaval en la ciudad con la incorporación de las grandes masas
inmigratorias. Un par de decenas de
corsos de los llamados grandes –con auspicio municipal– agregan a la
estadística los vecinales. Ya no son sólo el centro –la Avenida de Mayo– y los
barrios con historia de negritud: San Telmo y Monserrat. Belgrano, Barracas,
Parque Patricios y La Boca
se suman al listado de aquel tiempo en que los límites barriales eran tan
imprecisos como la voluntad de pertenencia de sus vecinos.
En los años 20 cobran magnitud los bailes de Carnaval de los
grandes clubes de fútbol (San Lorenzo) y las grandes entidades de origen
inmigratorio (Centro Lucense, Club Italiano). Y los más pequeños aunque
numerosos encuentros bailables de las asociaciones de fomento y agrupaciones
barriales de colectividades como La
Balear , en Boedo, o, poco después el club Mariano Boedo.
El corso de la avenida Boedo en las proximidades de San Juan
se asienta y prestigia con sus desfiles de carrozas y concursos de máscaras.
Los años treinta y los cuarenta, sobre todo, recorren la
época de mayor esplendor de las celebraciones del Carnaval. El ascenso social
de los cuarenta fue generoso en aporte de familia, mascaritas, disfrazados,
carrozas, bailes, orquestas de primer nivel en vivo, o el consabido “con las
más selectas grabaciones” para aportar al “lleno” del modesto club barrial. La
“liberta-fusiladora”, convengamos, en cuanto a las celebraciones del papel
picado, sólo vigilanteó “permisos de disfraz”, que no retacearon brillo a las
reuniones.
Allá por el 56, nacía para Boedo su murga decana, “Los
Dandys”, que pudo mantenerse unida y festejante hasta la actualidad. Mientras
tanto debieron sobrevivir a la decadencia de los setentas con desaparición
procesista del Carnaval y todo. “En 1976 los militares no prohíben el Carnaval.
Hacen con él, lo mismo que con tantos cuerpos, tantos espacios, tantas otras
manifestaciones culturales: no lo prohíben, lo desaparecen. Mediante el decreto
21.329, firmado por Jorge Rafael Videla, Julio Bardi y Albano Harguindeguy, se
declaran los días no laborables, omitiéndose los lunes y martes de Carnaval (que hasta allí eran
feriados nacionales). Esto es, los hace desaparecer, los borra, así, sin
explicación alguna” (1).
En el 83 las diez murgas supérstites comienzan una paciente
labor de regeneración. Quince años más tarde ya son cien que pelean por la
reivindicación de los feriados y, finalmente, el 22 de abril de 2004 logran que
se apruebe por unanimidad la ley 1.322 que declara como “días no laborables los
lunes y martes de febrero que caigan 40 días antes de la celebración de la Pascua ”. La ley finalmente
se sanciona en junio, pero el feriado se reduce a “obligatorio para el Sector
Público de la Ciudad
de Buenos Aires, y optativo para las actividades industriales comerciales y
civiles en general”: un triunfo condicionado, pero triunfo al fin.
“Gracias a Dios que nos vienen tres días de desahogo, de
regocijo, de alegría. Trabas odiosas, respetos incómodos, miramientos afectados
que pesáis todo el año sobre nuestras suaves almas, desde mañana quedáis a
nuestros pies, hasta el Martes fatal que no debiera aparecer jamás…, podemos
estallar un huevo, relleno de lo que nos dé la gana, sobre la frente más
dorada, sobre las niñas de más bellos ojos, sobre la nieve del más casto seno…”
decía la prédica anónima de la época de Rosas. Los tres días con el “fatídico
martes” se han transformado en diez –mínimo–, y la reconquista de los feriados
se desplaza en el almanaque –de corsos, por lo menos– a límites mayores a las
bienvenidas tradiciones carnavaleras de todos los tiempos.
“Por cuatro días locos / que vamos a vivir. Por cuatro días
locos / te tenés que divertir” (2), decía Alberto Castillo en los años
cincuenta.
Pero son diez los días –noches– a puro choripán y espuma...
¡Y abstemias!
Una legítima conquista opacada por la desmesura, quizá
reivindicándola como la esencia misma del Carnaval.
CARNAVAL 1959 EN EL TEATRO "BOEDO"
Un programa del teatro "Boedo" que detalla el desfile
artístico ofrecido para el Carnaval de 1959 nos lleva al recuerdo de aquellas
festivas jornadas con derroche de alegría, disfraces, papel picado y
serpentinas. “Nuevamente esta tradicional sala de Boedo brindará otra fiesta de
alegría y sano humorismo, que como en años anteriores resulta un espectáculo
maravilloso para la vista y el espíritu de grandes y chicos. Algunas de las 100
atracciones de comparsas, murgas, orfeones, centros gauchescos, humorísticos,
acróbatas, clowns, payasos italianos, marinos, que en desfile ininterrumpido se
presentarán en esta sala.” Así describe el texto de presentación del programa
del teatro "Boedo" en lo que va del 7 al 15 de febrero de 1959 “en sus 41 años de
ininterrumpida labor”.
Las “5 horas de maravilloso espectáculo” se anunciaban
animadas y presentadas por “Seyer, flauta de extraordinario prestigio, de
consagrada actuación como artista y director artístico”. Desfilaban por el
escenario en una continuidad que comenzaba a las 9 de la noche y se prolongaba
hasta las 2 de la mañana del día siguiente, una increíble variedad de números,
preferentemente circenses, donde los payasos, cómicos, murgas y acróbatas
constituían el núcleo con mayores representantes. No estaban ausentes las
curiosidades anunciadas entre signos de admiración como “¡Don X, domador de
fieras! y su jirafa amaestrada”, o
“Rinard y su circo de pajaritos”, la “¡Sensacional atracción! única en
su género y exclusiva de esta sala: ‘Los diablitos’, troupe de potrillos
comediantes” o los “Sin iguales” (diablos y noches), disciplinado centro de
clowns y acróbatas, 150 personas en escena acompañados por banda. Uno imagina
que no aparecerían juntos a riesgo de tener que desalojar la platea para
producir el espacio necesario. Finalmente el programa nos informaba el precio
de las entradas: 25 pesos por platea, pullman o entrada a palco. Y un palco con
4 entradas $120 (serpentina y papel picado aparte).
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Notas:
(1) Historia del Carnaval Porteño, Paula Horman y Daniel
Vidal, 2007, www.agenciapacourondo.com.ar/ESPECIALES
* Los datos y citas mencionados tienen como fuente la nota
referida.
(2) “Por cuatro días locos”, de Rodolfo Sciammarella, 1953.
Ilustración: Programa del teatro "Boedo" para los Carnavales de 1959.