11 nov 2010

Nicolás Olivari


(De Joaquín Gómez Bas)

Entraba en la serie de los poetas maditos. A la manera de Baudelaire, Rimbaud, Corbière. Sobre todo de François Villon, de quien se juzgaba hermano gemelo. Olivari amaba la noche de su ciudad. Desde luego, siempre que no hiciera demasiado frío, pues se pasaba la vida tiritando, razones que justificaban su despliegue de abrigos espectaculares. Por otra parte, le gustaba ser llamativo en lo que a indumentaria respecta. La primera vez que lo vi lucía con arrogancia un traje entero –pantalón, saco y chaleco– de pana azul rayada. Llamaba la atención y lo sabía. Para completar, fumaba cigarrillos largos importados que alargaba más ensartándolos en una boquilla de caña de la India –decía– de por lo menos veinticinco centímetros de longitud. Las compraba por docenas en un establecimiento que había descubierto en la recova de Leandro Alem, y su más alta demostración de amistad consistía en regalárselas a los amigos.
Pregonaba, un poco por gracia y otro tanto porque estaba convencido, del sistema de vida que le correspondía a un bardo de sus quilates: mucho tabaco, posición horizontal y aire viciado.
Sin embargo, murió frente al espacio abierto en una luminosa tarde de primavera. Se hallaba contemplando el amplio panorama de la calle Díaz Vélez al cuatro mil setecientos. Apoyado en la barandilla de su balcón aspiraba el puro aire nefasto del anochecer. Desde alguna parte llegaba un aroma de glicinas. Tosió por no estar callado, retornó a su silla y cayó como si hubiera encendido un rayo en su habitación.
En su habitación atiborrada de objetos inverosímiles. Potiches desportillados, libros percudidos de polvo y moho, cuadros, caricaturas y fotos amarillentas, con dedicatorias ilegibles. Herrajes, ceniceros, boquillas, tuercas, herraduras, relojes, cualquier cosa encontrada en la calle, en una casa de remate, en algún escaparate de la Recova.
Nicolás Olivari fue el poeta de La musa de la mala pata, de El gato escaldado, de Diez poemas sin poesía, de Los poemas rezagados. En algunos de ellos figura el “Soneto a la doncella granujienta”. Unió voces inconexas, términos contradictorios, metáforas absurdas, crispantes, oxidadas de sarcasmo. Cantó a su querida ciudad acompañándose con un instrumento chirriante, destemplado. En la carraca de su garganta las imágenes asumían el tono acre que cultivaba con ahínco de muchacho rompevidrieras. Fue negado precisamente por eso. Sus libros no entraban en las casas de familia. Se recibieron con incomprensión displicente en los ambientes intelectuales. El gran público se mantenía indeciso, un tanto desconfiado frente a sus expresiones labradas con sangre, con alaridos al margen de la preceptiva, desusados, extravagantes.
A su muerte el periodismo reconoció sus méritos. Enaltecieron su calidad, su calibre de poeta auténtico, original, personalísimo. Sobre su ausencia se inicia la espera para la revisión de su obra. Volverá más hosco e incisivo que antes. Hasta entonces, Nicolás, y saludos a Rega Molina.
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Imagen: Tapa de la primera edición de La musa de la mala pata, Editorial Martín Fierro, Bs. As., 1926.
Tomado del libro Buenos Aires y lo suyo, Edit. Plus Ultra, Bs. As., 1976.