(De Ricardo de Lafuente Machain)
En Buenos Aires no se conocieron nunca esas tradiciones que se repiten durante generaciones y acaban por ser más creídas que la misma Historia. No tuvo brujas, aparecidos, fantasmas, almas en pena ni bandidos caballerescos que hicieran soñar deliciosamente a las niñas románticas. Si por acaso en el silencio de la noche se oían ruidos en alguna finca desocupada, no se tardaba en comprobar que procedían de una puerta sin cerrojo, o ventana mal cerrada. Si un quejido llegaba a oídos de un vecino a medio dormir, pronto se convencía de que no era un alma en pena, sino un gato que contaba sus cuitas a la luna. Los relatos de “la viuda”, “la luz mala” o “el chancho”, repetidos en los arrabales sin mayor convicción hasta avanzado el siglo pasado (1), con poco trabajo eran identificados con vulgares rateros o gente de mal vivir que recurrían a esas artimañas a fin de obtener unos pesos “para vicios”.
Buenos Aires careció de imaginación y de fantasía. Fue prosaica y materialista. Ni siquiera tiene cuentos infantiles propios. Para entretener a los niños o hacer comer a los inapetentes, las madres recurren a los clásicos de hadas y brujas, viejos de siglos en Europa. Es posible que ello se deba no sólo a la permanente renovación de gente venida de todas partes, sino también al clima poco propicio para las largas veladas invernales en torno del fuego, donde se mata el tiempo oyendo a los viejos repetir cosas de antaño. Acá, las noches permiten a la juventud el salir y reunirse a conversar, con preferencia, del presente y aun del futuro.
Esa falta de imaginación porteña se trasunta en la nomenclatura urbana. Las calles no recibieron nombres pintorescos, como los hay en las viejas ciudades europeas y algunas americanas, nombres sin origen conocido, conservados a través de generaciones que los respetan y repiten, tejiendo leyendas a capricho para explicarlas, discutidas luego por personas muy serias.
En París, hace unos años, Le Figaro tuvo sus páginas abiertas a la controversia sostenida por estudiosos, respecto al origen del nombre de la calle “du Chat qui pèche”, más que calle, callejón muy breve y sórdido que la Municipalidad proyectaba suprimir en un plan de modernización del barrio.
Las calles de Buenos Aires fueron anónimas hasta entrado el siglo XVIII. Se las distinguía por el nombre de algún vecino o detalle circunstancial. Luego recibieron los tomados del Santoral, nunca adoptados por el pueblo.
Con motivo de las gloriosas jornadas contra los invasores ingleses, se les dio el de los héroes del momento. Homenaje prematuro que no sólo no consagró el vecindario, sino que las autoridades, como representantes del mismo pueblo, pronto rectificaron mandando al cadalso a dos principales jefes de la victoria.
Hubo que esperar al fantástico crecimiento de la ciudad, producido por la avalancha de extranjeros, desconocedores de muchas particularidades, para que la necesidad impusiera una nomenclatura. Luego, cuando la especulación hizo desaparecer los grandes baldíos o potreros para levantar viviendas, no bastaron a las autoridades los nombres de las notabilidades locales y, desbordadas, recurrieron no solamente a consagrar la memoria de glorias efímeras, sino también a extranjeras arcaicas y hasta mitológicas, ajenas por completo a nuestro pueblo.
Pero, no obstante la falla dicha, Buenos Aires hubiera podido tener una nomenclatura propia, si no tan pintoresca como en otras partes de inventiva feliz, al menos típica, más variada y menos monótona que la actual, semejante a una guía telefónica, con la agravante de repetirse los mismos nombres en todas las ciudades y pueblos de la República, para complicaciones del Correo.
Mas las autoridades edilicias, innovadoras, han ido arrasando con los pocos que se habían salvado, para reemplazarlos, a veces, por otros exóticos y hasta de difícil pronunciación, como en el conocido caso de la calle Ombú , recuerdo de la batalla, y substituido por el de Jean Jaurés, el político francés. Así se fueron las calles Larga de la Recoleta, la homónima de Barracas, Chavango, la del Pecado , Parque, Temple, Buen Orden, Victoria…
La necesidad de dar nombres a muchas calles al mismo tiempo con motivo de la enormidad de loteos reclamados por la falta de viviendas y favorecidos por la especulación, ha sido causa de hechos que, a fuerza de graciosos, hasta parecen inverosímiles. Por ejemplo, lo sucedido en una localidad cercana a la Capital Federal , donde los propietarios de un terreno de varias manzanas resolvieron dividirlo y sometieron el proyecto a la Municipalidad correspondiente para su aprobación. Al mismo tiempo bautizó a las calles resultantes, y al poco tiempo la antigua chacra quedó convertida en una de las tantas “villas” como pulularon en cierto momento. Uno de los propietarios, al revisar el plano para el remate, vio con sorpresa que las nuevas calles se llamaban Ayohuma, Vilcapugio, Cancha Rayada, Huaqui y otras cosas análogas. Llevado de su asombro inquirió en la Municipalidad lo que le pareció una anomalía, y supo que a causa de haber tenido que dar denominación a gran número de calles, con motivo de fraccionamientos simultáneos, se resolvió repartir el trabajo entre varios miembros del Concejo, y el de esta anécdota fuele “adjudicado” a un concejal español, quien satisfizo un sentimiento patriótico muy respetable, recordando los hechos de arma donde triunfaron las de su rey. El asunto se comentó, y no obstante haber precedentes en la Capital Federal y alegarse que una derrota puede ser tan honrosa para los vencidos como para los vencedores, las calles se rebautizaron.
Respecto al homenaje que representa una consagración “callejera”, también se puede recordar lo sucedido en una ciudad de cierta importancia en una provincia muy progresista, donde el Concejo debía dar nombre a una plaza. Se trató el asunto en sesión y alguien propuso el de Vicente López, pero un colega observó que esta persona no tenía vinculaciones en la localidad y no era conocido por los vecinos. En su lugar ofreció el de Ángel Firpo, que estaba en los días de su apogeo. Se puso a votación y, como puede suponerse, tuvo mayoría el boxeador. Desgraciadamente para el púgil, unos periodistas hicieron campaña en contra y acabó dándose a la plaza el nombre del autor de nuestro Himno, a pesar “de no tener conocidos allí, ni haber estado nunca”.
Volviendo a nuestro asunto, diré que en viejas escrituras, periódicos del primer cuarto del siglo pasado (2) y ciertas crónicas, encontramos nombres que, oficializados, nos hubieran dado una nomenclatura con ciertos toques pintorescos, o sugestivos.
En cuanto a calles no son muchas las que podemos recordar. Además de las mencionadas antes, tuvimos la Nueva o del Fuerte, que es nuestra 25 de Mayo; del Empedrado, la aristocrática Florida cuando no pasaba de ser algo suburbana; de los Mendocinos, el trozo Maipú-Chacabuco desde Cangallo hasta Alsina, descripta magistralmente por el doctor Vicente F. López; la del Santo Cristo , o sea Balcarce, en recordación de un milagro obrado por la imagen venerada en la Catedral desde 1671; y otras más modernas, como Garantías, hoy Rodríguez Peña, por una humorada del ministro Rivadavia; del Temple, la Viamonte actual, sobre cuyo origen hay discrepancias de opiniones.
Otras no lo tenían sino en alguna cuadra, careciendo de él, o teniéndolo diferente en el resto. Así, de la Virgencita, era el trozo de Sarmiento entre Reconquista y 25 de Mayo, por una imagen que estuvo muchos años en una hornacina existente en el muro de la huerta del Convento de la Merced, cuyo cuidado era un privilegio de la familia de Robledo, la cual todas las noches alumbraba un farolito. Del Correo o del Correo Viejo, era la cuadra de Perú entre Victoria y Alsina, por haber estado ahí las oficinas de dicho servicio. La siguiente para el sur se llamó del Pino, sin conocerse su origen, pues tuvo ese nombre antes de vivir la viuda del virrey del Pino en la esquina de Perú y Belgrano. De los Trucos, era Victoria frente a la Plaza, por un café así llamado a causa de las mesas para dicho juego que ofrecía a sus clientes. Luego se la conoció por de la Vereda Ancha.
Pero los que más abundaron fueron los nombres tomados de esquinas, que a su vez lo tenían de comercios establecidos en ellas, pues, como se sabe, eran las fincas favoritas de los mercaderes.
Pasa el tiempo y, olvidado el origen, quedaba el nombre, fomentando el misterio, siempre atrayente, propicio para estimular la fantasía y crear la leyenda.
¿Por qué se llamó del Pecado a una callejuela, y del Tala, del Temor, de la Ballena, o del Reloj a ciertas esquinas? Posiblemente nunca se sabrá, ni importa a nadie averiguarlo. Lo interesante hubiera sido conservar el nombre.
También los hubo picarescos, posiblemente más por lo que les presta nuestra maliciosa ignorancia que por su realidad, alguna innocua muestra de comercio; así fuero la del Palomar de Cupido, en la lejana esquina de Maipú y Charcas, barrio turbio de toreros y afines, gente de avería; de la Paloma, en Florida y Cangallo, un tiempo sede de una patota de jóvenes calaveras para sus juergas bulliciosas; la del Manchao , algo retirada, en Rivadavia y Carlos Pellegrini; de los Suspiros, sobre el tercero del Norte, donde estuvo un puente al cual por irrisión designaban así, y que terminó en el bajo de San Isidro.
Otras esquinas se llamaron de las Cañas, Sarmiento y Maipú; del Huérfano, en Moreno y Balcarce, a pocas varas de la Casa de Expósitos; de la Matanza, a Venezuela y Defensa, conmemorando la lucha sostenida junto a Santo Domingo durante la Segunda Invasión Inglesa ; de la Gloria, en Belgrano y Bernardo de Irigoyen, por algún hecho de los mismos días épicos; del Sol, Corrientes y Reconquista, lugar de un teatrillo que no dejó mayor recuerdo; de los Angelitos, en Alsina y Chacabuco, nombre engañador, pues era el de una farmacia. Más prosaica fue la de Perú y Victoria, llamada la Chanchería hasta 1803, en que don Francisco A. de Beláustegui levantó una importante casa.
Igualmente sus propietarios dieron nombre a bastantes esquinas. Así, Campana fue la de Balcarce y Victoria, actual Ministerio de Hacienda, por el famoso filántropo del siglo XVIII; Sotoca, en Corrientes y 25 de Mayo, donde se combatió cuando las invasiones; Zamudio, frente a Santo Domingo; Granados, Defensa y México, apellido de unas señoras muy reputadas por la delicadeza de ciertos pastelillos de hojaldre que hacían las delicias de los gourmets de la época; de la Franca, en Rivadavia y Esmeralda, por don Juan Lafranca, que levantó una casa de altos. En 1827 era barrio apartado, frente al Hospital de Mujeres, en Esmeralda, cuadra lóbrega y oscura, casi intransitable por sus pantanos.
Como los edificios en Buenos Aires eran bajos y achaparrados, los de alto se señalaban a la atención pública, se contaban con los dedos de la mano y sobraban. Fueron los principales los Altos de Escalada, en Victoria y Defensa, una serie de cuartos para renta en cuyos bajos se vendía de todo y con especialidad artículos de mercado; los de Elorriaga, frente a San Francisco, que luego se llamaron de Altolaguirre; los de Sarratea, una cuadra al oeste de Santo Domingo; los de Urioste, más modernos, de dos pisos altos, pero tan bajo el techo que la gente decía que era edificio de un piso y medio. Estaba haciendo cruz con la Catedral.
También fueron elemento para la nomenclatura urbana algunos de los postes que, por previsión de los ediles, bordeaban las aceras para seguridad de los peatones y cuidado de las fincas. Ciertos propietarios los pintaban llamativamente, y por eso fueron usados como puntos de referencia. Tuvimos el “poste blanco”, en Venezuela y Perú, donde tenía negocio el padre del joven Cienfuegos, cuya muerte impresionó tanto al pueblo porteño en 1838. Detenido una noche por estar parado en la esquina de la casa del Restaurador, esperando una seña de su novia, que vivía en la cercanía, se le ejecutó sin oír sus explicaciones ni aceptarle pruebas, bajo la imputación de haber estado maquinando un atentado contra el general Rosas.
Otro fue “el poste verde”, en la esquina de Venezuela y el Bajo. El color indica que debe haber sido anterior o posterior al gobierno del Restaurador, durante el cual estuvo prohibido por considerársele propio de los salvajes unitarios.
Buenos Aires tuvo sus “huecos”, antecesores casi siempre de las plazas modernas. Unas veces eran simplemente baldíos y, otras, paradas de carretas que traían mercaderías al mercado. El de Curro o Curro Moreno, donde estuvo la Plaza Amarita o Nueva, y ahora es el Mercado del Plata. Sirvió de enterratorio para soldados ingleses, a quienes no se podía sepultar en sagrado por ser herejes. El de las Ánimas, esquina donde está el Banco de la Nación, Rivadavia y Reconquista. Se ignora en absoluto el origen del nombre sugestivo. Campo de Marte, lo que se conocía y conoce por Retiro, desde que allí hubo el cuartel cuyas tropas se ejercitaban a la vista del público, que acudía a oír la música de sus bandas. Ranchería, Alsina y Perú, llamado así por la que tenían los jesuitas para alojar a sus esclavos. Dio nombre al teatro levantado allí, y que se incendió en 1792. Luego estuvo el Mercado Viejo, que desapareció al abrirse la diagonal General Julio A. Roca. Más importante fueron los de Ña Engracia y Cabecitas, paradas de carretas en sus principios, y después plazas Libertad y Vicente López; la plaza del Parque, por el de Artillería, levantado donde estuvo la Fábrica de Armas, hoy llamada General Lavalle, teatro, en 1890, de la Revolución.
Como se ve, si bien estas denominaciones no demuestran mucha inventiva ni gran imaginación, pues fueron producto de vulgares casas de comercio en su mayoría, olvidado su origen y ennoblecidas por el tiempo, al ser incluidas en la nomenclatura callejera hubieran introducido cierta variedad agradable en el conjunto, despertando tal vez la curiosidad sobre su origen, provocando investigaciones y servido hasta para forjar alguna leyenda que momentáneamente nos hubiera alejado de la prosaica realidad.
Como se ve, si bien estas denominaciones no demuestran mucha inventiva ni gran imaginación, pues fueron producto de vulgares casas de comercio en su mayoría, olvidado su origen y ennoblecidas por el tiempo, al ser incluidas en la nomenclatura callejera hubieran introducido cierta variedad agradable en el conjunto, despertando tal vez la curiosidad sobre su origen, provocando investigaciones y servido hasta para forjar alguna leyenda que momentáneamente nos hubiera alejado de la prosaica realidad.
Todos los nombres mencionados, y otros pertenecientes a barrios más modernos, no representan nada a las generaciones actuales, pero a los cultores del pasado se nos ofrecen con perfume de papel viejo o de cofre cerrado, de poder evocativo, junto con unos pocos nombres repetidos con el cariño que se siente por aquello que se conoció en la infancia, como son Cinco Esquinas, el Retiro, la Recoleta, el Bajo, Palermo, que perduran en el léxico corriente no obstante los nombres de más alta prosapia que ostentan en las chapas de la toponimia municipal.
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(1) y (2) Se refiere al siglo XIX, ya que este trabajo fue publicado en 1962.
Imagen: Altos de Elorriaga (Restauración, 2010).
Tomado de La plaza trágica (Cuadernos de Buenos Aires, Nº XVII, editado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires; Bs. As., 1962.