“¡Chau, Buenos Aires! ¡Aguantame un cacho más!”. Esto le escuchamos decir al término del espectáculo que ofrecía en el teatro 'Odeón'. Pocos días después, el 18 de mayo de 1975, moría Aníbal Troilo. Había nacido en la casa de la calle Cabrera 2937, del barrio porteño de Palermo; a los doce años debutó como bandoneonista, inaugurando una sólida e ininterrumpida trayectoria. Gracias a su aporte, el tango alcanzó alturas insuperables.
En un conocido ensayo, Alejo Carpentier señala que la diferencia esencial entre las historias musicales de Europa y de América Latina reside en que, en nuestro continente, “en épocas todavía recientes, una buena canción local podía resultarnos de mayor enriquecimiento estético que una sinfonía medianamente lograda”. Observa también que el músico popular “fue siempre, desde los días de la Conquista, el inventor primero de nuestros estilos musicales... estilos debidos, más que nada, a la inflexión popular, al acento, al giro, al lirismo, venidos de adentro”.
Y de muy adentro debían venir los rasgos del estilo troileano, pues lo definieron de modo que llegó a ser la culminación de nuestro tango. No importa si por designio o por intuición genial, su creador supo tomar los elementos constitutivos del género y reunirlos en una síntesis donde las formas alcanzaron su plenitud y la expresión, una sugestión tan poderosa que muchos calificaron de mágica.
Raúl González Tuñón recomendaba buscar el punto donde se unen lo clásico y lo romántico: en Troilo confluyeron las condiciones que se atribuyen a una y otra corriente. Tenía de los clásicos el equilibrio formal, la elaborada factura musical, el respeto a la tradición y el rechazo a la desmesura, ejemplificado en su mítica goma de borrar, que excluía de los arreglos adornos superfluos o armonías extrañas a la esencia tanguera. Y de los románticos la efusión de sentimientos, la predilección por la melodía, la búsqueda de nuevos y mejores recursos expresivos y, sobre todo, la generosidad de espíritu para identificarse con el de su pueblo.
Porque su música tiene el mérito de reflejar la particular idiosincrasia del porteño de su época, cuyas principales características allí se manifiestan: sobrio y elegante en “Milonguero triste”; alegre y altanero en la “Milonga del mayoral”; orgulloso en “Pa’que bailen los muchachos”; compadre en “La trampera”; canyengue en “Toda mi vida”; prepotente en “Y a mí qué”; tierno en “Romance de barrio”; nostálgico en “La cantina”; dramático en “Garúa”; abrumado por lo perdido y no recuperado en “Responso”.
La obra autoral de Pichuco consta de unos sesenta títulos, verdadero monumento tanguero que hasta hoy no ha sido superado. En los temas instrumentales el profundo mundo interior del músico se revela a través de melodías y sonoridades, plenas de fantasía unas y de dramatismo las otras, compensadas ambas por la concisión de la forma y el vigor del ritmo, siempre porteño, nunca impreciso.
Los temas cantables, por su parte, cuentan con letras que por su belleza y contenido pueden ubicarse, no sólo entre lo mejor del género, sino de nuestra poesía. Baste recordar “Sur” y “Che, bandoneón”, de Homero Manzi; “María”, “La última curda” y “Una canción”, de Cátulo Castillo; “Tango triste”, de José María Contursi, por no citar más que algunos ejemplos. La música no se limita a acompañar o a interpretar los textos, sino que los recrea, desarrollándolos en melodías de riqueza inusitada.
Cabría aplicarle a Troilo el juicio de Liszt sobre Schubert y, cambio de coordenadas mediante, decir que fue el músico más poeta de Buenos Aires. No se trata de una figura retórica: es sabido que incursionó en la poesía, como lo prueba el poema “Nocturno a mi barrio”, que grabó junto al tango del mismo nombre. Dejó también una colección de interesantes manuscritos, que merecerían publicarse.
Como ejecutante, poseía el dominio absoluto de las posibilidades del instrumento –no en vano Julián Centeya lo proclamó “el bandoneón mayor de Buenos Aires”–; sin embargo, desdeñó el virtuosismo vacío, y en lugar de efectos brillantes, hizo brotar de su fuelle esos “sonidos negros” donde Lorca emplaza al duende, y que, según el granadino, “son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte”. Ver y oír tocar a Troilo significaba participar en un ritual, en cuyo sacrificio él era el oficiante y la víctima, el cuchillo y la herida.
Su orquesta, concebida como continuación instrumental del arquetipo gardeliano, se distingue no sólo por la enjundia sonora y la hondura expresiva, sino por la definición de un estilo inconfundible. Allí, paisajes y personajes de Buenos Aires se ven representados por una paleta musical que combina tintes vibrantes con otoñales, valorizados por una instrumentación limpia y elegante.
Otra faceta del talento de Pichuco fue la sabiduría que demostró en la elección de cantores: sólo los mejores pasaron por la orquesta, que exhibió un equilibrio perfecto entre la voz y los instrumentos, y en ocasiones memorables logró abolir el límite entre música y poesía. Francisco Fiorentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Jorge Casal, Raúl Berón y Roberto Goyeneche fueron en su momento cantores de Troilo; hoy son parte de la mitología porteña.
La ciudad ha cambiado; sus habitantes también. El hombre y la mujer están más solos que nunca; algunos, ya nada esperan. Únicamente en los barrios –y no en todos– pueden hallarse rastros de la Buenos Aires que supo dar al mundo uno de los ritmos más hermosos y completos, al que en nuestros días –salvo escasas y dignísimas excepciones– se desvirtúa para ofrecerlo como una mercancía más.
A pesar de todo, el duende del bandoneón de Pichuco continúa latiendo, y aprovechando condiciones propicias –una tarde de lluvia, un encuentro o desencuentro amoroso, una pausa en el ajetreo, un instante de recordación– se cuela por las grietas de la fachada posmoderna y se arrima al alma que está en orsai para cantarle despacito, despacito, su canción una vez más.
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Imagen: Aníbal Troilo.
Tomado del periódico: El barrio Villa Pueyrredón.