(De Julián Centeya)
Yo no vengo a hacerme la partida,
yo digo, nada más, que soy de Boedo.
Del Boedo legendario,
el de la “Balear” y “El Aeroplano”,
el de Eufemio Pizarro
y La Chancha, muerto de bala
en la ancha vereda
de la puerta del “Biarritz”,
y era la esquina
de la cortada de San Ignacio
una tribuna proletaria
a medias con la concertina
del Ejército de Salvación
con soldados de paz y una plegaria.
Del Boedo, sí, del café “Dante”
y la ruidosa estación de los bondis
frente al “Los Andes”
donde mi junada de asombro
entreveró a Gorki con Barletta,
a Mario Mariani con Gustavo Riccio,
a Chejov con Nicolás Olivari
cuando con dos monedas
me compré Versos de una…
que le editó Zamora a César Tiempo.
El Boedo de Pedro Zanetta,
un Ermete Novelli de barriada;
el Boedo de una literatura de fábrica
y de tangos de gustaciones ácidas.
El de la desventura y la miseria,
el del boliche amistoso, compartido
con Homero Manzi y el Loco Papa;
aquel Boedo de la Semana Trágica
que entreveró a Oruro con Barcala.
Yo lo trepé a Boedo, viniendo desde el fondo
del cruce de Chiclana.
¡Y era muchacho!
Mi barrio de lonjeado cielo,
del bodegón humoso
y la cantina gringa de la murra
y de la canzoneta nostálgica
labriega
acaso La violeta
y el primer metejón con esa mina
que me dejó en chancleta.
Yo no vengo a hacerme la partida.
Yo digo no más que soy de Boedo.
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Ilustración: Julián Centeya.