16 sept 2015

Para una nostalgia futura



(De Mónica López Ocón)

Como los perfumes, la nostalgia y el prestigio literario se destilan lentamente. Por eso, los nostálgicos del género epistolar aborrecen el mail, aparentemente un medio que tiene la frialdad de la eficiencia tecnológica y que es el favorito de las hordas de jóvenes sospechosos que desconocen el placer de fabricar recuerdos poniendo a envejecer lentamente en una caja un manojo de cartas atadas con una cinta descolorida, como quien deshidrata flores entre las hojas de un herbario. El carácter poético de objetos y rituales es una virtud que sólo le otorga el pasado. Convertidas en parte de la vida que se ha dejado atrás, las cartas mostrarán en alguna tarde de nostalgia su ancianidad venerable. Identificadas con la mano que las escribió, tendrán pecas de color ocre sobre su piel de papel, y la tinta, desleída, sugerirá que también ella se irá borrando lentamente hasta no ser más que una huella, una estela, un rastro que detectarán únicamente los ojos memoriosos.
Sólo se les rinde veneración literaria a los objetos que son rastros de cosas perdidas. Y lo perdido siempre se ha perdido en el pasado. La nostalgia poética es, por lo tanto, un sentimiento retrospectivo.
Sin embargo, es sólo un acto de pereza mental el no poder sentir hoy una nostalgia del futuro. Finalmente, las computadoras son cajas parecidas a aquellas donde se guardan las cartas, cajas, como la de Pandora, en las que es posible encontrarlo todo, desde un mensaje a nuestro nombre hasta la imagen de un hombre desesperado que huye de alguna guerra lejana.
Hace ya mucho tiempo, cuando se inventó el fonógrafo,  la música del mundo comenzó a venir en caja. Ningún misterio más insondable que la posibilidad de atrapar la voz de alguien y guardarla en un cofrecito. Hoy, sin embargo, que el mundo entero se guarda en cajas luminosas, nos parece que este acto mágico carece de grandeza. Ni siquiera nos parece poético el hecho de poseer una clave secreta, una contraseña, para que ante nuestros ojos aparezca, parpadeante, el mensaje que nos está destinado. En pleno día, las pantallas tienen  el misterio nocturno de las ventanas iluminadas, de esos rectángulos infranqueables que sugieren la existencia de tantas vidas de las que estamos definitivamente excluidos, de tantas dichas y desdichas que nunca llegaremos a conocer. Detrás de la ventana de la pantalla, en cambio, existe todo un mundo que reclama ser mirado, que nos exige que ejerzamos un voyeurismo sin culpas espiando por todas las cerraduras.
Quizá porque se sabe que lo nuevo carece de prestigio poético es que la computación ha adoptado algunos vocablos viejos. “Monitor” se le llamaba en el pasado al niño estudioso que ayudaba al maestro en el aula. El verbo “navegar” designa el desplazamiento por ese río caudaloso e invisible por el que baja la jangada de la información, por donde se pierden los inexpertos que se dejan engañar por el canto de las sirenas, por el que los navegantes solitarios buscan compañía. Y el verbo “navegar”, a su vez,  está ligado a palabras tan viejas como literarias: brújula, astrolabio, sextante, bitácora.
Estoy segura de que alguna vez contemplaremos las computadoras como hoy contemplamos las máquinas de coser Singer y que tendremos hacia sus creadores ese sentimiento condescendiente que nos hace perdonarles la ingenuidad de haber creado un objeto tan artístico para darle un fin tan utilitario. Sé muy bien que algún coleccionista fanático se dedicará a recorrer anticuarios para conseguir computadoras de un determinado año y que los curiosos hurgarán en sus entrañas muertas a las que encontrarán repletas de objetos cursis: flores secas, poemas inconclusos, dedicatorias de amor, frases hechas. Las palabras de nuestros mails se habrán evaporado como los perfumes, pero dejarán un aura amarillenta casi imperceptible en los circuitos que los especialistas sabrán reconocer como una antigüedad preciada.
Y nuestra necesidad de nostalgia estará satisfecha: toda esa quincallería informática será el testimonio de lo que hemos perdido. ¿Pero es preciso esperar tanto? Ahora mismo, mientras insistimos en negarle prestigio literario y capacidad evocativa a los mails que escribimos, estamos perdiendo algo que habremos de añorar en el futuro.
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Imagen: Fotos, cartas y postales: recuerdos.

15 sept 2015

El mercado "Lorea"



(De Miguel Eugenio Germino)

Hasta el año 1860 la construcción de los grandes mercados proveedores de Buenos Aires se ubicaron teniendo en cuenta la distribución de la población local, preferentemente en zonas densamente habitadas, de fácil acceso, lo que en el corto plazo trajo aparejado grandes dificultades con el tránsito. En su gran mayoría eran emprendimientos comerciales privados, sin ningún tipo de planificación municipal.
Allá por el año 1858 se comenzó a hablar de la construcción de un nuevo mercado, “Lorea”, en las inmediaciones del entonces Hueco de Lorea, donde en 1873 se levantó el histórico gran tanque de agua para el abastecimiento domiciliario. Con una altura de 20 metros, el tanque superaba a todos los edificios existentes en la época; su depósito de 272 m3 (9 x 9 x 3, 60 m) tenía capacidad para contener un millón cien mil litros, que abastecía a unos 32.000 hogares. Al elegir el lugar en el que se instalaría el nuevo mercado se tuvo en cuenta la equidistancia con los mercados Del Centro y Del Plata, ya que en esos tiempos, y debido a la lentitud de los medios de locomoción, la distribución era más lenta y tediosa.
En principio se pensó como un mercado municipal, con el fin de obtener financiamiento bancario para su construcción. Así se elevó un proyecto de una inversión de hasta 2 millones de pesos de entonces, bajo garantía de propiedades, proyecto que no prosperó. Finalmente este mercado se abrió con capitales privados ocho años más tarde, el 7 de septiembre de 1864. Se instaló en terrenos legados por el matrimonio Lorea, al lado de la plaza que hoy lleva su nombre, en Rivadavia entre Lorea (hoy Luis Sáenz Peña) y Cevallos, vereda sur. Tenía una superficie cubierta de 4788 m2, según datos de la Memoria Municipal de 1890 y 1892, y contaba con aproximadamente 200 a 400 puestos.
Vale recordar que el 5 de julio de 1807 Isidro Lorea, junto a varios de los esclavos que trabajaban para él, enfrentó a los ingleses durante la segunda invasión inglesa y todo terminó en tragedia: Lorea y su esposa resultaron heridos por bayonetas cuando peleaban contra los invasores y murieron unos días después. También cayeron sus esclavos, luego reconocidos como héroes de la resistencia.
Previamente la familia había constituido herencia de la quinta y aledaños al Cabildo, con la condición de que se construyera en el lugar una plaza que llevara su nombre, como paradero de las carretas que llegaban desde el norte por el camino de Las tunas (hoy Callao). En 1808 el virrey Rafael de Sobremonte aceptó la donación y la condición impuesta por el matrimonio Lorea.
En 1875 los grandes mercados de abasto en Buenos Aires eran siete: Del Centro, Del Plata, Lorea, Independencia, Florida, Comercio y Libertad.
Hacia 1908 se planteó la necesidad de derrumbar el mercado Lorea, para levantar en su lugar la Plaza Congreso, que se inauguraría con motivo del primer centenario de la Revolución de Mayo. Los vecinos de Buenos Aires no se opusieron a ello, ya que existía el Mercado Rivadavia, habilitado desde 1882, que ocupaba más de media manzana en la intersección de Rivadavia y Azcuénaga. Asimismo estaba el Mercado Spinetto, que se habilitaría en 1894. Y otro mercado, el Abasto Proveedor, en dos manzanas en la antigua Quinta de Nogueras, entre las calles Corrientes, Anchorena, Lavalle y Agüero, habilitado en 1893, en una zona plagada de otros establecimientos como fábricas de hielo, maduraderos de bananas y depósitos.
No se tiene certeza de quién fue el constructor del mercado Lorea, aunque se presume que fue diseñado por el ingeniero Carlos E. Pellegrini. En cuanto a la gestión del lugar, estuvo en manos privadas hasta 1902, cuando lo adquirió la Municipalidad por $ 418.000. Según la memoria municipal del año 1903, la fisonomía del mercado cambió radicalmente hasta ubicarse a la altura de otros mercados particulares de mayor importancia. En el año 1895 la Guía de Buenos Aires decía: “Recientemente refaccionado, ofrece comodidades tanto al público como a los expendedores”.
Salvo las fotografías de la demolición del predio, no se han descubierto imágenes del mismo, toda una lástima.
El mercado Lorea no fue el único centro de abastecimiento de efímera duración. El Mercado Modelo, propiedad de Juan Lanús, de 5.902 m2 cubiertos, inaugurado en 1884, terminó por ser demolido pocos años después, en 1893, para dar lugar al ensanchamiento de la avenida De Mayo.
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Fuentes:
Aguilar Graciela y otros: Mercados de Buenos Aires. Olmo Ediciones 2014.
http://drparbst.blogspot.com.ar/2015/02/plaza-de-lorea.html
http://www.revisionistas.com.ar/?p=11173
http://www.arcondebuenosaires.com.ar/plaza_del_congreso.htm

Imagen: Demolición del mercado "Lorea" en 1910.
Texto y fotografía tomados del periódico barrial Primera página.

Acorde de ciudad



(De Teresa Vaccaro)

Humor de tango.
Equipaje que cumple horario
de vereda,
de estación,
de andén.

Se obsesiona la música
acorazada en el pentagrama.
La lengua bulle en aceite
cuando araña la realidad,
y entre torpeza y torpeza
vos y yo recordamos
la desgana y el anhelo,
el desvío y el camino,
la sequía y

la lluvia.
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Imagen: Fileteado de Martiniano Arce.

Casa "Ducal", camisería "Penelas Hnos." y Radio Belgrano



(De Carlos Penelas)
He escrito en mi libro Cuaderno del Príncipe de Espenuca (2004) que mis padres, gallegos, formaron una familia donde se manifestaba el ejemplo de una inmigración ejemplar: esfuerzo, cultura, trabajo y una lucha permanente contra todo dogmatismo, contra todo populismo. Allí, entre otras cosas digo que don Manuel Penelas, mi padre, por los años cuarenta tuvo tal vez la lencería porteña más tradicional y de renombre. Los primos hermanos de mi padre se llamaban Manuel, Ramón y Pastor. Pero eso lo veremos más adelante.
Aún recuerdo el cartel del local en letra cursiva: “Ducal”. Y debajo, en letra más pequeña, lencería fina. Estaba en Suipacha 719, a una cuadra de la mueblería “Maple”, a veinte metros de la florería “La Orquídea”, a la vuelta del bellísimo monumento a Dorrego que realizó Rogelio Yrurtia. Los ajuares tardaban dos meses en entregarse, con sucesivas pruebas. Todo a medida. El local tenía muebles de caoba, amplios espejos biselados, sillas compradas en “Quintín y Alfonsín”. Una vez al mes concurría un vidrierista y un contador. Bambase hacía las vidrieras de “Harrod´s”, Roberto Cosla era el contador que abría el escritorio Boston de mi padre.
Mi padre había sido viajante de comercio, de firmas españolas que generaban un crecimiento importante en todo el país. Mi hermano mayor, Roberto, heredó la profesión. Por los años cincuenta viajaba en un Ford 36 a Córdoba, representaba firmas tradicionales de gobelinos franceses, casimires ingleses y los sombreros “Lagomarsino”.
Mi amigo Ángel Prignano, presidente de la Junta de Estudios Históricos de San José de Flores, publicó en 2002 Buenos Aires: el barrio de Flores y sus hechos (Efemérides y cronología). Tuvo la fineza de enviarme el siguiente texto perteneciente a ese libro:
6 de noviembre de 1908 - Abre sus puertas la casa Penelas. Fue fundada por Manuel Penelas en un local de Rivadavia 7299 esquina Terrada. Luego se trasladó a Rivadavia 6720 y en 1923 al 6819/23 de la misma avenida. Se dedicó a la venta de artículos y sastrería fina para caballeros. Importantes reformas realizadas en 1943 modernizaron el local, que a partir de entonces contó con espaciosos salones de exposición y ventas con una superficie de 500 metros cuadrados y amplias vidrieras a la calle. Con don Manuel colaboraban sus hermanos Ramón y Pastor, actuando como gerentes los señores José Fedele y Eduardo Outeda. Esta recordada casa comercial de Flores cerró en 1973.
9 de julio de 1924 - Inicia sus transmisiones LR3 Radio Libertad. Comenzó a emitir desde una casa de Boyacá 472 como LOY Radio Nacional. Sus propietarios eran tres comerciantes de Flores: Raúl Barrando, Ernesto López Barros y Manuel Penelas. La sala de transmisiones, el control y el auditorio fueron instalados con muchas dificultades, pues se trataba de una casa de familia sin los espacios adecuados para la actividad radiofónica. Barrando estaba a cargo de la dirección artística, mientras Barros y Penelas administraban la emisora y Pablo Osvaldo Valle había sido contratado como locutor. Artistas de la talla de Charlo, Azucena Maizani, Mario Pardo, Agustín Magaldi, Jorge Bohr, Manuel Buzón y Rosita del Carril integraron sus elencos. Pasado un tiempo y al quedar como único dueño de la radio, Penelas se la vendió a Jaime Yankelevich en 96.000 pesos. La transferencia fue protocolizada en febrero de 1927. A fines del año siguiente, don Jaime mudó la emisora a un edificio más amplio situado en Estados Unidos 1816 y más tarde a Belgrano 1841. En 1929 la radio cambio sus siglas a LR3 y, luego de una consulta a sus oyentes, el 2 de septiembre de 1933 tomó el nombre de Radio Belgrano.
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Imagen: Tapa del libro de Carlos Penelas: "Cuaderno del príncipe de Espenuca".

5 sept 2015

La plaza Matheu



(De Rodolfo Edwards)

 los juegos de la plaza Matheu
nos enseñaban a vivir
nos mostraban ingratas maquetas
del futuro
ensayos de lo que vendría
caíamos por el tobogán
subíamos y bajábamos
en la tabla del subeybaja
y en la calesita nos mareábamos
para olvidar
pero mirando hacia el balcón
de la vecinita de enfrente
también aprendíamos
a soñar
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Imagen: Plaza Matheu, barrio de la Boca