16 mar 2012

Recuerdos de la movida cultural de los 80 y los 90


(De Leonardo Aguirre)

Ya nada es lo que era. Y no es que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero sucede que hubo una Buenos Aires que, allá por los lejanos fines de los 80 y hasta bien entrados los 90, rebosaba de cultura, diversión, hedonismo, encuentros, desbordes… ese cosquilleo que producía la incertidumbre de no saber qué podía suceder, que estimulaba y ya no se encuentra más.
Se perdió el espíritu y también se han perdido los lugares. Donde se podía sentir el pulso de la escena underground del rock ahora hay un garaje. Donde se encontraba la gente más desprejuiciada de la noche ahora hay un restaurante. Donde se podía bailar extasiado hasta bien entrado el amanecer ahora hay persianas bajas. Donde se podía ver el teatro más experimental ahora hay un sindicato de porteros.
Ya ven, como supo cantar Gustavo Cerati, “nada nos libra, nada más queda”; ahora sólo nos quedan recuerdos de ese pasado. Llorar tiempos que no volverán no sirve de mucho. Pero si, en cambio, recordamos aquellos años de una burbujeante movida cultural y nocturna que marcó a fuego a una generación, seguramente podamos recuperar el espíritu y proyectarlo a estos tiempos normalizados e intramuros tan acordes con el mundo 2.0.
Cuando llegué del campo a Buenos Aires, la nutrida agenda de eventos que el suplemento “Sí” del diario Clarín ofrecía cada viernes era una invitación concreta a salir. Y, por supuesto, allí fui. Para concretar tan ansiados sueños tenía que ubicarme en la ciudad. Mis conocimientos incipientes de las calles porteñas me indicaron que casi todo lo interesante sucedía principalmente en “el centro”, esa zona difusa ubicada al este de la Avenida 9 de Julio y al sur de la Avenida de Mayo.
Como buen fanático de la música, el primer destino fue “Cemento”, en Estados Unidos al 1200. Así fue como pasé gran parte de las noches y madrugadas de la década del 90 en ese galpón alargado y despojado, decorado sólo con cemento, ladrillos, hormigón y asfalto, ideado por Omar Chabán y Katja Alemann como un espacio interdisciplinario y multicultural, y que con los años se convirtió en la verdadera catedral del rock. Allí conocí a mis mejores amigos mientras esperábamos charlando en la cola, esperando ver algún show de Babasónicos, Martes Menta, Tía Newton, Juana La Loca, Suárez, El Otro Yo o Peligrosos Gorriones, las bandas que renovaron la escena de rock a principios de esa década.
Tenía dos espacios bien diferenciados: uno para recitales, obras de teatro o simplemente baile, y otro con la barra y las gradas para charlar. Rock, teatro experimental (recuerdo haber visto una función donde el público debía desnudarse y poner la ropa en una bolsa que te daban en la entrada) y, principalmente, un lugar de encuentro y socialización donde se pasaba data. Allí conocí bandas de las que nunca había escuchado, recibí invitaciones para ir al “Lugones” a ver ciclos de cine de directores que nunca había oído mencionar.
Y así, como de repente empecé a ver mucho cine a raíz de esas recomendaciones, también empecé a ver teatro: otro teatro, no el de la avenida Corrientes. Y el lugar indicado para eso era el “Parakultural”, la creación de Omar Viola y Horacio Gabín. A pesar del aire dark, tan de esa época, que lo sobrevolaba, desde Venezuela al 300 comenzó a darle brillo a esa zona oscura de San Telmo (1) con la provocación de las obras de Gambas al Ajillo, Alejandra Flechner, Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese, quienes en alguna de las tres funciones, que incluía una de trasnoche, le cambiaban la cara al teatro y lo actualizaban con el lenguaje de aquellos tiempos.
Luego era la hora de las bandas y allí se podía ver a Don Cornelio y la Zona, Sumo o Los Fabulosos Cadillacs. Cuando el sindicato de porteros decidió ampliar su sede fue el tiempo de mudarse a un galpón en una zona más residencial del barrio, Chacabuco al 1000, y el “Parakultural” experimentó los mismos problemas que “Cemento”: se enfrentaron con la necesidad de los vecinos de dormir tranquilos. No obstante, el espíritu continuó y en cualquiera de los “jueves experimentales” del “Parakultural” se podía ver a Alfredo Casero, Mariana Briski o Carlos Belloso; distinto edificio pero el mismo delirio provocador.
No todo era recital o teatro, había bares también. Salido de la imaginación de Sergio De Loof, en México al 300 (una zona donde los fantasmas parecían materializarse y caminar), el bar “Bolivia” ofrecía una versión local del glamour con colores fluorescentes, ropas floreadas y una estética trash rococó que presagiaba los años venideros. Platos económicos y populares (polenta y guiso), vino de damajuana y una colección de freaks inquietos y creadores decretaban el fin de la oscuridad reinante.
Y, por supuesto, se bailaba, y mucho, por las ganas de dar rienda suelta a un hedonismo que chocaba con el discurso economicista de los 90. “El Dorado”, que también contaba con la impronta del artista De Loof, era el lugar. En Hipólito Yrigoyen al 900, a metros de la Avenida 9 de Julio, uno se adentraba en un mundo under ecléctico y glamoroso que se sentía ni bien se atravesaban las cortinas de color rojo intenso y se veía la decoración a mitad de camino entre el Cotolengo Don Orione y Once. Un mundo donde no se segmentaba, como sucede hoy, por la elección de un objeto de placer (no era un boliche hétero, homo, lésbico, etc.), sino por intereses. Uno encontraba gente de mentalidad abierta, que no se espantaba por superficialidades y que se entregaba sin culpas al dionisíaco experimento del placer con la música que acaba de editarse, los clásicos de siempre, los rescatados, los “mal vistos”, lo popular, las bandas que con desparpajo cantaban vidas cotidianas (Satélite, de Cristian Peyón, uno de los dueños del lugar, cantaba sobre lúmpenes que afirmaban su derecho a disfrutar) y cualquier delirio imaginable. No es casual que haya sido la primera disco que contrató Drag Queens, que le daban al lugar un glamour propio (recuerdo a La James y Cristian Dior con maquillaje de principiante y pelucas de Once).
Si la idea era cambiar de lugar se podía caminar unos metros hasta Hipólito Yrigoyen al 800, donde estaba “Morocco”, la creación de Diana Ruibal e Ignacio Cubillas. En poco tiempo, este lugar con dos plantas que mezclaban lo latino con el glamour; lo under con las modas; lo peligroso con lo esnob; los VIPs con los freaks, se convirtió en un espacio de mixtura, intensidad y diferencias, una especie de pequeño parque de diversiones ecléctico.
Pero también había vida durante el día. Un lugar en el mundo, una tienda gigantesca en Humberto I al 300, frente a la iglesia (luego fue la sede del canal de música Much Music), donde se encontraba la ropa vintage que en unos años sería moda, los discos en vinilo (recién muertos por el perfeccionismo digital del CD) de bandas que se consideraban grasas (allí descubrí que Leonardo Fabio también brillaba en la música) y la data de lo que había que hacer esa noche o el fin de semana.
Sería injusto dejar de mencionar los petit hotel abandonados, que hoy son hostels o departamentos reciclados para gente que invierte en el barrio, donde se celebraban fiestas memorables que o bien podían terminar repentinamente por algún altercado ocasionado por alguna sustancia o bien durar hasta el mediodía siguiente y fueron marco de las primeras fiestas Brit o raves.
Podríamos seguir mencionando lugares que en “el centro” –esa zona difusa que incluía Constitución, San Telmo y la City– marcaron a una generación. La cultura se veía como un campo para probar ideas, alternativas al discurso oficial. La noche era un ámbito de hedonismo y búsqueda, sin prejuicios ni histerias ni compartimentos cerrados y la música buscaba dar cuenta de los tiempos y prefigurar los venideros. Eso existió. Yo lo viví. Me gustaría vivirlo ahora o mañana. Si alguien quiere, me avisa y armamos algún plan.
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(1) En realidad, Monserrat, San Telmo nace en la calle Chile (N. de la R.)
Imagen: El Centro Parakultural, cuando estaba en la calle Venezuela 336 frente a la cortada 5 de Julio.
Nota y fotografía tomadas del periódico El sol de San Telmo.