26 sept 2012

Plaza Echeverría, corazón y alma de Villa Urquiza




(De Marcelo Benini)

Limitada por las calles Bauness, Nahuel Huapi, Capdevila y Pedro Ignacio Rivera, la Plaza Echeverría cumplió el 28 de noviembre pasado 105 años de existencia. Casi tan antigua como el barrio que la cobija, por sus veredas, sus bancos y sus juegos pasaron varias generaciones de urquicences. El espacio verde se apresta en la actualidad a recuperar su bello monumento.
 
Del mismo modo que el Obelisco o la Plaza de Mayo lo son para la ciudad de Buenos Aires, la Plaza Echeverría es un icono indiscutible de Villa Urquiza. Centro de todas las manifestaciones que guardan relación con el barrio, como el reciente aniversario de su fundación o las conmemoraciones patrias, este espacio verde tiene más de un siglo de existencia. Fue creado por Ordenanza Municipal el 28 de noviembre de 1894 sobre un terreno cedido por el padre de Villa Urquiza, Francisco Seeber. Limitado por las calles Bauness, Nahuel Huapi, Capdevila y Pedro Ignacio Rivera, con frente y contrafrente a la avenida Triunvirato, el predio tiene una superficie de 9.800 metros cuadrados. Inicialmente fue un terreno baldío en el que se paseaban animales y que en ocasiones se arreglaba para instalar alguna kermesse con fines benéficos.
El nombre de la plaza, impuesto por ordenanza el 28 de octubre de 1904, rinde homenaje al sociólogo y poeta Esteban Echeverría, autor entre otras obras de El Matadero, considerado el primer cuento de la literatura argentina. La demarcación del predio se inició a comienzos de siglo, cuando se realizaron las primeras plantaciones y se colocaron faroles y bancos. Con el paso del tiempo el espacio verde fue objeto de constantes trabajos de transformación y reforestación con el propósito de embellecerlo y ponerlo a tono con el crecimiento demográfico y edilicio del barrio. Años después se instalaron el kiosco para la banda de música, la casilla para el cuidador y un alambrado para resguardar la plaza de los animales. En mayo de 1913 la Compañía Alemana de Electricidad inició el suministro de energía a Villa Urquiza, motivo que fue aprovechado para iniciar los festejos patrios con iluminación eléctrica en el paseo.

MONUMENTO A URQUIZA
A mediados de 1939 Manuel Canicoba, director del periódico “El Independiente” (todavía en circulación), reunió a los vecinos más caracterizados con la finalidad de solicitar a las autoridades municipales el traslado del monumento del General Justo José de Urquiza, ubicado en la intersección de las avenidas Alvear y Pueyrredón, a la Plaza Echeverría. La tramitación del expediente no fue una tarea fácil para la comisión, ya que demoró tres años, pero los funcionarios se expidieron favorablemente. El intendente municipal, Dr. Carlos Pueyrredón, aprobó el nuevo emplazamiento y la mudanza se llevó a cabo el 30 de agosto de 1942.
Este monumento fue realizado en granito rosado entre 1936 y 1937 por el escultor argentino Pablo Tosto, quien también tuvo a su cargo el de Bernardino Rivadavia para la Municipalidad de Villa María, provincia de Córdoba, y la fuente “Idilio”, colocada en la Plaza Irlanda. La obra que desde hace seis décadas se destaca en el centro de la Plaza Echeverría lleva esculpida en lo alto la efigie a caballo del General Justo José de Urquiza, que sostiene con su brazo derecho la pica donde descansan el gorro frigio y los laureles ganados en la batalla de Caseros. En la bóveda del monumento existe una bomba elevadora de agua, cuya caída en forma de cascada simbolizaba la corriente de los ríos Paraná y Uruguay. En la actualidad las autoridades del Gobierno de la Ciudad llevan a cabo obras de refacción en la inmensa pieza escultórica para recuperar su funcionalidad.
Ajenos quizás a esta historia que ya superó con holgura la barrera del siglo, decenas de chicos encuentran diversión en hamacas y toboganes, las parejas se prodigan mimos en los bancos, los jubilados desafían su tiempo libre jugando a las bochas y los perros se mueven ansiosos entre los árboles. No hay dudas: la Plaza Echeverría es a la vez el corazón y el alma de Villa Urquiza.
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Imagen: Monumento a Justo José de Urquiza en la plaza Echeverría (Foto del sitio www.claramente).
Material tomado del periódico El Barrio, Nº 9, diciembre de 1999.

25 sept 2012

Chalet de Díaz en la avenida 9 de Julio



(De Evangelina Himitian)

Don Rafael Díaz nunca imaginó que su esfuerzo iba a traducirse en un sueño realizado. Terminaba el siglo XIX. El tenía 15 años, era vendedor en una mercería de la calle Chacabuco y a la noche dormía sobre el mostrador del negocio. Su empleador, ante el empeño de Díaz, le auguró: "Usted va a ir al Paraíso, Rafael, usted tiene un chalecito reservado en el cielo".
Ese fue el origen del chalet que se levanta en la cima del edificio de Sarmiento 1113, que se asoma sobre la 9 de Julio y que tiene como vecina la mismísima punta del Obelisco.
Ahora está casi escondido bajo carteles publicitarios. Son pocos los ángulos desde los que se lo ve. Cada tanto, algún peatón que cruza la gran avenida cree descubrirlo. "¿Y eso? ¿Qué loco hizo un chalet ahí arriba? ¿Quién vivirá ahí?" Y no. Vivir ya no vive nadie. Ahora funcionan oficinas. Pero hace muchos años sí...
La idea de tener una casita en el cielo obsesionó a don Rafael. Y no quiso esperar hasta la otra vida. Un día él iba a tener un edificio de diez pisos -en el que sólo se vendieran muebles-, coronado por un chalet normando como uno que había visto en Mar del Plata.
En 1927 terminó de construir su sueño. Inauguró Muebles Díaz, que se convirtió en una de las grandes tiendas de Buenos Aires. Todo el mundo la conocía como la mueblería del chalecito. Mónica Abal de Schiavon, su bisnieta, cuenta que el hombre decidió hacerse una sucursal de la casa.
Vivía en Banfield. No podía volver a almorzar: entonces, creó allí un segundo hogar. Comía en la primera planta. Hacía una siestita, ni muy corta ni muy larga, y volvía a trabajar.
Su chalet no sólo rascaba la panza al cielo. En días claros, permitía ver la costa del Uruguay. Le gustaba mirar la ciudad. Desde esas ventanas, el señor Díaz vio, bloque por bloque, cómo levantaron el Obelisco en 1936. También fue testigo de la apertura de la 9 de Julio. Nada de eso estaba cuando él llegó.
De hecho, el señor Díaz sabía que la publicidad era la clave del negocio. Pero no quería pagar por ella. Y supuso que el chalecito era la mejor publicidad. Pero cuando él edificó, la calle era muy angosta y no había ángulo desde el cual divisar la casita. Tuvo suerte. O ayuda desde lo alto. Porque pronto se abrió la 9 de Julio. Y el chalecito pasó a ser parte de la típica postal de Buenos Aires, una ciudad en la que todavía corrían los tranvías.
Hoy, para llegar al chalet hay que subir por ascensor. En la planta baja funciona la administración del edificio, y en el primer piso, oficinas con alfombra gris y muebles modernos. El techo es de teja francesa. El comedor conserva el bow window con vitrales. Sobrevivieron las baldosas con arabescos del baño.
Al último piso se llega por una escalerita de caracol. Está vacío. Pero mantiene la esencia de la casa. Los ventanales enmarcan una vista única. Es posible estar bajo el techo a dos aguas de un altillo y mirar cara a cara, la punta del Obelisco.
En la terraza se mantiene una decena de maceteros repletos de flores, una pincelada de cómo se vería cuando don Rafael la convirtió en un jardín donde se exponían muebles de exterior.
Cuentan los nietos que en los años 40 y 50 el negocio fue una de las mayores mueblerías de América latina. La decadencia llegó cuando las grandes tiendas por departamento dejaron de ser iconos de Buenos Aires.
Don Rafael falleció en 1968. El negocio quedó en manos de sus hijos y, hacia fines de los años 70, los pisos se alquilaron para otros usos. Y con el auge de los carteles lumínicos, el pequeño gran chalet, el símbolo del sueño del señor Díaz, quedó tapado.
por años estuvo abandonado. Y oculto. Fue sede de una agencia de modelos y el laboratorio de un fotógrafo.
Y así fue como los porteños terminaron desconociendo la historia de aquella casita. Cada tanto, alguno se sorprende: ¿quién habrá sido el loco que se hizo semejante chalet en la punta de un edificio y asomándose a la 9 de Julio?
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Imagen: El chalé de Díaz.
Nota y foto tomadas del sitio web  Edificios y monumentos de Buenos Aires.

Carlos de la Púa, el popular




 (De Raúl González Tuñón)
 
A fines de 1954, cuando –desaparecido ya el poeta–  vio la luz una tardía segunda edición  de La crencha engrasada, único libro de Carlos Raúl Muñoz (Carlos de la Púa,  “el Malevo”, en el dialecto de la amistad), puede decirse que su singular poemario era ya una curiosidad bibliográfica; además, había adquirido con los años validez documental (de la jerga popular, digamos del lunfardo, de nuestro caló, siempre cambiante, van quedando las palabras más expresivas –como quedó la palabra atorrante– ; las demás se pierden).

UN LIBRO IMPAR DE LA POÉTICA PORTEÑA
Al aparecer esa segunda edición, eran muchos los que ignoraban hasta el nombre de Carlos de la Púa. Es claro que sus amigos y compañeros de la vida periodística no lo habían olvidado. Para ellos, ese gran poeta era el “malevo Muñoz”, que no tenía nada de malevo, pero que se conocía el “naipe” de los llamados bajos fondos como nadie y a todos los tipos y cosas de todos los barrios, desde los boliches de la cortada Carabelas por él cantados, hasta puente Alsina, que también mereció un poema suyo.
Él incorporó una serie de palabras de la jerga popular a la poética argentina. (A Unamuno, por ejemplo, le hubiera interesado más esto que los elementos folklóricos de fácil comunicación musical y pintoresquista de la poesía al estilo de Nicolás Guillén o Jijena Sánchez.). Algunas eran palabras usadas por todos, prácticamente; muchas tienen que ver con la jerga callejera infantil –cachusa, ainenti, billarda, gataparida–; la mayoría estaba en boca de canillita, carreros y sobre todo “compadritos” sobrevivientes de los viejos boliches suburbanos; y otras tenían resabios de vida “cadenera”, origen carcelario.
Sabía de memoria los mejores poemas de Darío, el innovador –no el de la princesita–. y mucho de la instrumentación de su poética tiene que ver con el vuelo lírico rubeniano en la forma. Hay dos aspectos en este libro impar que es La crencha engrasada: señalan, el uno, poemas decididamente lunfardos, como “Línea 9”, o con elementos de lunfardía, auténticos, no postizos; y el otro, una tónica de estirpe carrieguista, y aun de más intenso contenido social, como “Los bueyes”, vigorosa estampa que empieza así: “Vinieron de Italia, tenían veinte años,/ con un bagayito por toda fortuna/ y sin aliviadas, entre desengaños,/  llegaron a viejos sin ventaja alguna./ Mas nunca a sus labios los abrió un reproche./ Siempre consecuentes, siempre laburando/  pasaron los días, pasaban las noches,/ el viejo en la fragua, la vieja lavando.”
Y hay dentro de esas dos maneras poemas decididamente antológicos, que configuraron una voz nueva en la poética porteña, como “Barrio Once” (el barrio donde nació Carlos de la Púa), ese ya clásico “Hermano chorro”, “El vago Amargura” (“Mandando a bodega su troli de vino/ junto con la mugre de un bar mishiadura / está siempre escabio el vago Amargura/ que en tiempos pasados fue un gran malandrino”), “Fabriquera”, “Puente Alsina”, la exaltación del tango “El entrerriano”, y otros.

PEQUEÑA HISTORIA
“La crencha engrasada” apareció en 1928, con carátula alusiva de Silva y expresivas ilustraciones de Raúl Mazza, Billiken Muñiz  y Zamora, y esta dedicatoria: “El poeta dedica este libro a todos los canillitas de Buenos Aires y con especial devoción a la figura histórica de El Diente, don Eduardo Dughera”… Valga la hipérbole; El Diente era el popular jefe de la reventa de la vieja “Crítica”, cuyos redactores eran entonces casi todos poetas, y entre ellos figuraba el querido e inolvidable “Malevo”. La segunda parte de libro, “Los laburantes”, está dedicada a tres poetas de Buenos Aires: Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges… Porque eso sí, nadie podrá negar el gran cariño que tenían a su ciudad los poetas del movimiento martinfierrista, al cual pertenecía el autor de “La crencha engrasada”. Y por cierto que fue El Diente quien pagó la edición del libro, que vendió casi exclusivamente don Constantino Caló, también hoy desaparecido, como había desaparecido su extraordinaria, amontonada, polvorienta librería “La Incógnita”, de Sarmiento al 1400…
Los parroquianos de “El Puchero Misterioso”, inverosímil fonda, trastienda de un viejo almacén que funcionaba en Cangallo y Talcahuano, sabían de memoria muchos poemas de Carlos de la Púa: eran canillitas, cocheros, obreros en su mayoría; había entre ellos un dibujante ambulante…
Entonces algunos poetas cultos subestimaban la poesía del “Malevo”, que sin duda vencerá los tiempos y los mitos.
Ahora, quién sabe dónde, en algún lugar de allá arriba o de la vereda de enfrente, Carlos Muñoz, Carlos de la Púa, estará recitando sus versos a Carlitos Gardel, Celedonio Flores, Diógenes Taborda, Enrique González Tuñón, Luis Cané, que fueron sus amigos.
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Foto: Carlos de la Púa.
Tomado de La literatura resplandeciente, de R. G. T., editorial Boedo-Silbalba, Bs. As, 1976.

24 sept 2012

El cementerio de los cines




 (De Gabriela Sharpe)

Lavalle es una de las calles porteñas que más modificó su estilo en estos últimos veinte años. De ser la Hollywood porteña, la conocida calle de los cines, se convirtió, en la década del 90, en el cementerio de la exhibición de filmes.
No hace mucho tiempo atrás, esta peatonal se caracterizó por la vida que latía en sus baldosas; una multitud de personas, haciendo fila para entrar o para salir de las muchas salas cinematográficas, casi, casi, una al lado de la otra, con funciones continuadas y hasta la trasnoche. Lavalle bulliciosa a toda hora, época en que no se entraba a ver la película con gigantes cucuruchos de pochoclos, época en que se esperaba el intervalo y se buscaba entre las butacas y la penumbra de la sala al chocolatinero, con su monocorde tono, "chocolate, palito, bombón,  aero ,manises", siempre que uno estuviera holgado de dinero, de lo contrario se compraba en los quioscos cercanos antes de entrar, que solían ser más baratos.
No existían los días de descanso. La cosa era de lunes a lunes. Con la llegada del fin de semana, se incrementaba el movimiento con el ir y venir de los que se acercaban al Centro desde el conurbano bonaerense. Chicos, adolescentes, familias, novios, paseaban por Lavalle, y si había bonanza económica, después del cine al “Palacio de la Papa Frita”, pizzería “Roma” o “Los Inmortales”.
Si el asunto venía de levante, de parla, de chamuyo con un café en el “Suárez” era suficiente, para los que pintaban canas, “Le Caravell”, con su tradicional caffé all'ìtaliana.
Durante el auge menemista, del salariazo y la revolución productiva, se le vino la noche a la peatonal, a los cines, a la gente; entre 1993 y 1999 fueron cerrando las imponentes salas cinematográficas. Hoy sólo quedan el “Atlas” y el “Monumental”, de un total de 34.  En 2007, en recuerdo a estos cines, el gobierno de la Ciudad colocó placas de granito sobre la otrora entrada, con los nombres y fecha de inauguración y cierre de cada sala. Tal como si se tratara de lápidas. Dan esa sensación, no pueden dar otra. Sólo falta la inscripción Q.E.P.D.
El caminante atento las mira solemne, y le parece una falta de respeto pisarlas, grises, frías, a la que sólo falta el florero con flores de plástico. Va deambulando entre las tumbas –perdón: entre las lápidas; perdón: entre las placas–  del “Trocadero” (1914-1998) hoy paseo de compras; del “Ambassador” (1941-1998) hoy Ambassador Factory Oulet, único que dejó intacto el edificio; cine “Sarmiento” (1940) hoy un bingo; por último, para salir del cementerio, el caminante se detiene para escuchar el responso que la Iglesia Universal del Reino de Dios le brinda al cine “Iguazú”.
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Imagen: Placa recordatoria del cine "Ambassador" (Foto G.S.).
Nota tomada del sitio Buenos Aires Sos.

23 sept 2012

La fuente de Mihanovich




 (De Oscar Félix Haedo)

Mientras la controversia en torno de la obra futura de la tucumana (1) adquiría estado público, en el barrio de Belgrano colocábase una fuente en medio del silencio periodístico, quebrado por una revista de escasa circulación que informaba sobre la actividad marina del donante –Nicolás Mihanovich–, justificando el uso de delfines y caracoles como motivo artístico.
“Al señor Joaquín Sánchez, jefe de la sección Belgrano, debe la localidad gran parte de sus modernos adelantos. Si los afirmados, las arboledas, la higiene en general, han sido debidamente atendidos, no lo ha sido menos la obra de embellecimiento edilicio, y por eso puede Belgrano ostentar el hermoso paseo de la Barranca, que se destaca con verdores ondulantes y graciosas sinuosidades hasta la vía del ferrocarril, dominando desde sus alturas al majestuoso Plata. Las dos principales y escarpadas calles de que ha sido dotado este paseo se encuentran coronadas, en la cuchilla de la lomada sobre cuya falda se desarrolla aquél, por dos obras de esculturas debidas a la generosidad particular. Una es el busto en mármol del prócer de la Independencia que da su nombre a la localidad, donado por el señor Antonio Santa María, y la otra es una bellísima fuente de mármol dolomítico amarillo del Azul, sobre basamento de granito de Tandil, debida al escultor señor Arduino.
”El valor de esta obra, que pasa de seis mil pesos, ha sido sufragado por el señor Nicolás Mihanovich, el acaudalado dueño de la más grande flota de vapores de Sudamérica, y cuya mansión señorial es una de las que más concurre a hermosear la parroquia de Belgrano.
”El nombre del generoso donante, grabado en la dura piedra de la fuente, será recordado siempre por el vecindario, máxime cuando tan poco acostumbrados estamos a ver actos de desprendimientos semejantes.
”Tiene la fuente 4 y ½  metros de altura desde la superficie superior de las gradas de granito, o sea unos cinco metros, éstas comprendidas.
”A excepción de los cuatro delfines del cuerpo central, que son de mármol blanco, todo lo demás es de mármol amarillo del Azul; habiéndose empleado 30.000 kilos del mismo, reducidos por la escultura, una vez concluido el trabajo, a cerca de 15.000.
”El todo está coronado por una castaña de bronce dorado con juego de agua de 22 cm. de ancho en la esfera y 0,38 en su conjunto.
”Se han empleado en la fuente 32 bloques de piedra, de los cuales 4 han sido colocados en la base que sostiene la pileta grande; 4 en dicha pileta; 5 en los escollos colocados dentro de la misma, que sostienen las conchillas, donde derraman el agua los delfines y cada una de las cuales está formada de un solo bloque.
”El paraguas tallado de una sola pieza, que cubre a los delfines, así como la base de la aguja, que desde aquél se levanta, la aguja misma y el final de ella, constituyen el resto de las diferentes piezas que se han empleado en la construcción de la fuente.
”En  toda su altura, sobre su eje, reina una cañería interior con sus ramales correspondientes para los juegos de agua.
”La obra se terminó a los cuatro meses de estipulado el contrato entre el escultor señor Arduino y la comisión de vecinos que corrió con todo lo referente a la ejecución de la misma, eficazmente ayudada por el señor Sánchez”(2).
La misma publicación reproducía los proyectos del arquitecto italiano Víctor Meano sobre el palacio del Congreso Nacional en vías de ejecución, con profusión de planos, fotografías y dibujos; en una de las láminas reproducíase la futura Plaza del Congreso remodelada, luciendo sobre la avenida Entre Ríos cuatro fuentes similares a las ubicadas en la Plaza de la Victoria; empero, el proyecto no pasó de tal.(3)
Con la fuente, Belgrano contaba con un motivo artístico decorativo.
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(1) Se refiere a la escultora Lola Mora. (N.de la R.).
(2) Revista La ingeniería, órgano oficial del Centro Nacional de Ingenieros. Nº 11. Nota “Edilidad”, por G. S. Bs. As., 15/6/1901. Juan Arduino nació en Milán (Italia) en 1858 y falleció en Buenos Aires (28/4/14).
(3) Revista La ingeniería, Nº 50 – 51, Bs, As., 30/6/1900.
Imagen: La fuente de Mihanovich, emplazada en las barrancas de Belgrano.
Tomado de Las fuentes porteñas, libro de Oscar Félix Haedo, Bs. As., 1978.

22 sept 2012

Carta en tercetos a Jorge Luis Borges





(De Francisco López Merino)

Me acuerdo, amigo Borges, de la tarde en que fuimos
a pasear por el barrio donde vivió Evaristo
Carriego, aquel muchacho "casi genial y tísico".

Nuestro andar se cansaba por esa calle Honduras
que estaba silenciosa bajo un cielo de lluvia
y tenía los muros húmedos y ninguna
muchacha sonriente. También me impresionaron
las gastadas banderas de la calle Serrano
que flameaban apenas sobre los techos bajos.

Evoco nuestra charla de esa "tarde cualquiera".
Macedonio Fernández habló con voz de ausencia
y era el recién venido de su novela inédita.

Digo los tangos viejos que duermen en sus discos
y escucho a usted que lee "Mis primas los domingos".
(Sabe bien que no tengo jardín, pero es lo mismo).

Pienso en su hermana Norah: me regaló una flor
dorada y menudita que le envió Juan Ramón
en una carta clara como un agua con sol.
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Imagen: Calle Honduras desde Gascón hacia el este,  en el año 2012 (Foto rubderoliv).

¿Por qué llamamos La Floresta a nuestra tierra?




 (De Carlos Davis)     

La historia del barrio comienza hace varios siglos.
Fue el 4 de junio de 1588 cuando Juan Torres de Vera y Aragón le otorga una especie de chacra a Juan García de Talovejo. Poco después entrega otra porción a Gaspar Méndez. Sobre parte de estas tierras se formará el barrio de La Floresta. El 17 de febrero de 1609 las extensiones descritas pasan a ser propiedad de Mateo de Ayala.
El 13 de mayo de 1808 Norberto de Quirno y Echandía adquiere 1200 varas de frente al riachuelo por una legua de fondo.
El 22 de octubre de 1855 Faustino Ximenez y José Bergalo obtienen escritura de dominio de una quinta demarcada por las actuales avenida Rivadavia, Segurola, avenida Gaona y Concordia.
Sobre el origen del nombre de nuestro querido barrio pocas son las dudas que existen...
Al parecer vivimos en un terruño llamado La Floresta ya que así se denominaba una especie de quiosco o de bar que situado en las cercanías de la estación (Bahía Blanca y Chilecito), servía de recreo para los viajantes que venían  en  tren  desde  la  zona céntrica de nuestra ciudad...
Apoyando esta afirmación pasamos a reproducir el texto de un aviso publicado en un diario de la época unos días antes de que llegara el primer tren: “Tenemos el honor de anunciar al público que hemos establecido en este bello quiosco un café restaurante donde comenzará el servicio desde el día 29 del corriente en que se inaugura el ferro-carril . Prescindiendo de la mesa de refresco para 200 personas destinadas al ´tren de honor´, podrá servirse por separado a las personas que vayan de paseo a esta última estación del ferro-carril. ´La Floresta´ irá ofreciendo todas las comodidades apetecibles que por la premura del tiempo nos ha sido imposible preparar para los que busquen favorecernos. Los precios son los mismos que en el pueblo.(Soldati y Manggiani)”.
Un 12 de enero de 1854 dio comienzo la instalación de las primeras vías del Ferrocarril del Oeste que iba a unir la Plaza del Parque (hoy Lavalle) con la estación ubicada en las inmediaciones del quiosco "La Floresta".
 Con  respecto al primer viaje realizado el 29 de agosto de 1857 se cuenta: "Cubiertas de flores partieron a la una de la tarde ambas locomotoras, ´La Porteña´ y `La Argentina`". Viajaron desde el actual Teatro Colón hasta la estación Floresta (extremo terminal del ramal).
El viaje insumía unos treinta minutos. Téngase en cuenta que para cubrir el mismo trayecto en galera se tardaba dos horas, y si el transporte se realizaba en carreta podía demorar cinco o seis. El tendido de la línea férrea tuvo un costo de 6.900.000 pesos.
Luego de refrescarse en el quiosco de “La Floresta”, especie de café –animado más aún en las noches al sumarse la música y las mujeres–, propiedad del señor Soldati, ubicado justo en la mitad de la cuadra del pasaje Chilecito, entre Bahía Blanca y Joaquín V. González), usó de la palabra el señor gobernador, doctor Alsina, y luego los señores Sarmiento y Mitre prosiguieron con dos bellos discursos...
 Por entonces el barrio era ocupado por quintas arboladas, cuya exhuberancia seguramente sirvió para darle nombre al quiosco que más tarde, a su vez, nominaría a la estación de tren y al barrio.
En 1895, "La Floresta" estaba bastante urbanizada. Enrique Lynch ha dejado una imagen referida al barrio: "Floresta era un verdadero pueblecito en el que todos se conocían: calles sin adoquinar, largos alambrados cargados de hiedras y madreselvas y, por aquí y por allá, bosquecillos de casuarias, de eucaliptus. Los puntos de reunión eran como en todas partes, la plaza, la estación y la capilla, humildísima, con un atrio embaldosado entre verjas mohosas en forma de lanza, de las que muchas habían perdido la punta".
La estación Floresta fue renombrada como Vélez Sarsfield el 10/07/1888, en homenaje a la memoria del autor del Código Civil quien residió en una casa quinta de los alrededores. El 10/02/1944 recuperó la denominación con la cual se la conoce actualmente.
  En el año 1973 la vieja estación Floresta fue demolida y otra más moderna fue construida en su lugar por la empresa FEMESA. En 1998 TBA realiza nuevas obras otorgándole su aspecto actual.
Al cumplirse el primer centenario de la llegada del tren a Floresta, “La Porteña” volvió a lucirse, engalanada, sobre las vías de su primer viaje. Una verdadera muchedumbre contempló emocionada su paso, al tiempo que su poderoso silbato los saludaba victorioso.
En la actualidad la estación Floresta se ve moderna y concurrida, aunque en poco tiempo más quizá su fisonomía cambie nuevamente. Un proyecto del gobierno nacional busca soterrar el trayecto Once-Liniers. Esto hará que el tren se desplace bajo nivel, eliminando los peligrosos y molestos cruces de barreras.
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Imagen: Escudo del barrio de Floresta.
Nota tomada de la página digital Barriada.

Café de Marco, precursor y revolucionario




(De Horacio Spinetto)

En 1801en la esquina noroeste de las calles San Carlos (Alsina) y Santísima Trinidad (Bolívar), Pedro José Marco inauguró su café. El local ofrecía servicio de confitería y botillería. Además, según indicaba un cartel ubicado en su fachada, también contaba con villares, con v en vez de b, como solía escribirse en la época.
Las bebidas sin alcohol más comunes eran el café, la leche, el chocolate, el candial o candeal, una bebida a base de trigo, y los refrescos de horchata y naranjada. El té, habitualmente no se tomaba en los cafés, se compraba en las boticas como hierba de uso medicinal. 
El “café y leche”, era servido en grandes tazas, hasta desbordar su capacidad, llegando su contenido hasta el plato. El azúcar, por lo general sin refinar, se servía en una pequeña medida de lata, colocada en el centro del plato y cubierta por la taza; el parroquiano daba vuelta la taza, volcaba en ella el azúcar, y el mozo le echaba café y leche.
Los días de lluvia dificultaban mucho el andar de los peatones, pues las calles porteñas, en su mayoría de tierra, solían inundarse. Con el deseo de facilitar la circulación de sus clientes para volver a sus casas finalizada las tertulias, el Café de Marco tenía un servicio único en los establecimientos comerciales de la época: un coche de alquiler, de cuatro asientos, esperando en la puerta del café.
Considerando su emplazamiento privilegiado, a un paso del Cabildo y de la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo), y cerca del Fuerte, el Café de Marco fue lugar obligado de cita para varias generaciones de políticos. Sentados a sus mesas los revolucionarios Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Juan José Castelli, Domingo French, Antonio Beruti y Bernardo Monteagudo estuvieron forjando sus sueños de libertad, en días previos a los sucesos que finalizaron el 25 de mayo de 1810, al constituirse el primer gobierno patrio.
El deán Gregorio Funes, que como todo saavedristas era habitué del Café de los Catalanes, que ocupaba la esquina nordeste de las calles Catedral (San Martín) y Cangallo, sostenía que al Café de Marco iban muchachones perdidos y sin obligaciones que seguían a Moreno, como Francisco Seguí, Lucio Norberto Mansilla o Julián Álvarez.
A partir de mediados del siglo XIX, y con la epidemia de fiebre amarilla, el público del café, en general perteneciente a la alta burguesía, al mudarse hacia los nuevos palacios levantados en el barrio norte, dejó de frecuentarlo y el local entró en una progresiva decadencia hasta que finalmente cerró en el año 1871.
En relación al nombre del café hubo diferentes versiones. En algunos libros de memorias de la época, se lo nombra como Café de Marcos, otros lo recuerdan como Café de Marcó y Miguel Cané en su libro Prosa ligera, lo evoca como Café de Mallcos. Un ejemplar del Telégrafo Mercantil en el que se da cuenta de su inauguración, nos remite al apellido de su dueño, Marco, sin acento en la o. Y es el mismo propietario, en la rogatoria que enviara al virrey Cisneros en 1809, quien no le adjudica nombre, pues se refiere al local como la casa de café en la calle que va del colegio a la Plaza Mayor (actual calle Bolívar).
Pedro José Marco, por la misma época tenía otro café, más modesto, y en este caso en sociedad con Antonio F. Gómez, que era quien lo atendía. Este local, del que se desconoce el nombre, quedaba en la esquina de Perú y San Carlos (Alsina). Era frecuentado por una clientela más bohemia, formada por cantantes, músicos y actores del vecino Teatro de la Ranchería, y comerciantes, changadores y carreteros que trabajaban en el Mercado Viejo, también llamado Mercado del Centro, ubicado justo frente al café.
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Imagen: Dibujo de Pablo Caressa.

21 sept 2012

El Bajo de la Recoleta




(De Ricardo de Lafuente Machain)
   
Entre el camino del  Bajo y el río se extendían zonas más o menos vastas, según la fuerza de las crecientes, tan variables como frecuentes y rápidas.
Allí señoreaban las lavanderas mientras realizaban su tarea en los pozos de la playa, que les servían de  bateas.
Su trabajo era animado por cantos, bromas, gritos y peleas, sin contar las corridas e insultos cuando, por cualquier circunstancia, un chiquillo, una persona distraída o mal intencionada o algún perro, llegaba a pisar la ropa que se asoleaba sobre las toscas, obligándolas a rehacer, por lo menos, una parte del trabajo.
Según fama que nadie discutía, allí se comentaban todos los secretos de las familias porteñas, y a esto se refieren los conocidos versos: “Quien quiera saber de vidas ajenas,/ que vaya a las toscas con las lavanderas/ que allí se murmura de la enamorada,/ de la que es soltera, de la que es casada,/ que si tiene mantas y tiene colchón/ o cuja labrada con su pabellón”.
Pasando el Pobre Diablo, hacia la derecha, comenzaba la arboleda “del Bajo” propiamente dicho, donde se escondían algunos ranchos. Por ahí, a fines del siglo XVIII, se estableció un puesto de parada para las carretas que venían de los pagos de la Costa, con grandes protestas por parte de los vecinos que tenían quintas en la Recoleta.
Recurrieron éstos al Cabildo, quien trató el asunto y no hizo lugar al pedido de remoción, considerando que era un mal necesario, y sería peor llevarlo a otro sitio, por lo cual no había más remedio que tolerarlo.
Esos terrenos, sin destino fijo, se utilizaban para los más variados destinos. Así, en 1842, el gobernador Rosas ordenó se enterrara en ese lugar a tres indios chilenos que fueron fusilados en el cuartel de Cuitiño.
Cuando aumentó la población de la parte alta, mucha gente, más o menos vagabunda, buscó refugio en los terrenos del Bajo, cuya zona recibió el nombre popular de “Tierra del Fuego”. Después, el ferrocarril y la urbanización volvieron a desalojarlos, desplazándolos hacia el bosque de Palermo, de donde el progreso también los sacó.
Entre los ocupantes de los ranchos primitivos, era muy conocido un inglés que se decía soldado de Beresford durante la invasión de 1806, el cual atraía visitantes con relatos de ese acontecimiento militar, y lo refería con prodigalidad de anécdotas y detalles.
En dicha parte se veía un precioso grupo de ombúes, “árbol que por lo haragán e inútil nos representa…, fanfarrón y plebeyo”, según dicho de Sarmiento, resto tal vez de los que dieron nombre a la chacra originaria del capitán Valdez e Inclán y de doña Gregoria de Herrera.
Por allí cruzó más tarde el Ferrocarril del Norte y quedó instalada la estación Recoleta, que rodeó de jardines. En su proximidad hubo una “montaña rusa” que alcanzó gran éxito entre la gente menuda y algunos que ya no pertenecían a ella.
En los terrenos inmediatos, hacia Palermo, se formó la quinta del canónigo doctor Santiago Figueredo, rector de la Universidad, y después, en el mismo sitio, hacia 1861, se inauguró el Buenos Aires Cricket Club, cuyos socios, casi todos ingleses, para facilitar el acceso al mismo, arreglaban personalmente los pantanos próximos, suscitando con esto comentarios y bromas, hasta en los periódicos.
Más tarde, en el mismo lugar, se construyó la primera casa para la máquina del servicio de aguas corrientes, obra ampliada con las bombas y filtros que proveyeron de agua potable al vecindario de la Capital, en reemplazo de los antiguos pozos y aljibes caseros. También terminaron ellos con los carritos aguateros, tan típicos de las calles porteñas, que distribuían a domicilio el agua del río, vendiéndola por canecas.
A propósito de aguateros, parece haber sido este gremio un buen aliado de Eros, pues se citan casos de enamorados a quienes sus futuros suegros no miraban con simpatía, que se valieron del traje y la tarea de los aguateros para comunicarse con la interesada sin despertar sospechas.
Se cuenta que, en su origen, se anunciaban a los clientes con un estridente pregón, prohibido luego por la autoridad, la que ordenó su substitución por una campanita de bronce, para que lo hicieran en forma menos ruidosa. No obstante lo conveniente de la medida, se le opuso resistencia, y sólo pudo imponerse después de disputas y grescas.
Debíase esto, en parte, a que los muchachos, siempre prontos para cuanto importe bromas, y encontrar el lado humorístico de las cosas, perseguían a los aguateros, preguntándoles: ¿quién está en capilla?, aludiendo con esto a la costumbre de pedir limosna callejera para el sufragio del alma de los condenados a muerte, pues en esa circunstancia, los peticionantes recorrían las calles haciendo sonar la campanilla. Los aguateros, fastidiados con la burla, provocaban incidentes. Pero como todo tiene fin, el público se acostumbró y dejó tranquilo al gremio.  
El Bajo terminaba en la playa, amplia en épocas de sequía, donde durante las bajantes  quedaban numerosos peces muertos, atrayendo bandadas de gaviotas que los devoraban, después de aproximarse describiendo rápidas curvas y certeras picadas para apoderarse de ellos.
También servía en esa época como teatro para animadas guerrillas de pilletes o rabonas de muchachos, prácticos en tirar con la honda o en arrojar piedras, de donde no faltaba alguno que se retirara con un chichón, lastimadura o, por lo menos, con la ropa desgarrada.
Las crecientes, por su parte, deparaban otras sorpresas, pues traían camalotes arrastrados por las aguas del Paraná, y sobre ellos, viajeros involuntarios, animales de toda especie, que luego eran motivo de sustos y cacerías, como sucedió con un tigre, que llegó hasta la plazuela de la Recoleta, donde le dieron muerte.
El suceso hizo vivir las impresiones de una cacería en la “jungle”, desarrollada en un arrabal de Buenos Aires, con el pintoresco final de un pleito respecto a la propiedad de la piel del tigre, sostenido por quienes se atribuían el mérito de su muerte y no pudieron establecer sus derechos de común acuerdo ni mediante una memorable gresca que no hizo sino enredar más el asunto entre los protagonistas de la jornada cinegética, cuyos incidentes recuerdan numerosos cronistas narrándolos según su fantasía.
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Imagen: Esquina de Vicente López y José Evaristo Uriburu, Recoleta (Foto de Adolfo Bioy Casares tomada circa 1960)
Nota extraída del libro El barrio de la Recoleta de Ricardo de Lafuente Machain).

17 sept 2012

Asociación Amigos del Tranvía




(De Aquilino González Podestá)

Nuestra institución funciona y crece día a día pues desde siempre hemos aplicado la ley de la perinola. Pero en nuestro caso, usamos una perinola un tanto especial, pues en todas sus caras dice todos ponen.

El nacimiento de la Asociación Amigos del Tranvía y Biblioteca Popular “Federico Lacroze” (entonces: Asociación Amigos del Tranvía) surgió como consecuencia de dos aspectos relativos a este modo de transporte.
El tranvía, desterrado de las ciudades argentinas a lo largo de la década del 60, había dejado recuerdos imborrables en sus usuarios y toda una historia de más de 100 años de servicios por investigar y divulgar.
Asimismo, mientras ciertos fuertes intereses habían logrado engañar y convencer a la población argentina acerca de su supuesta obsolescencia, en otras latitudes las virtudes del tranvía eran redescubiertas por su condición de sistema no contaminante, cómodo y económico, comenzando a reinstalarse en varias ciudades.
Es así como un grupo de conocedores y aficionados a estos temas decidieron fundar esta agrupación, lo cual tuvo lugar el 16 de julio de 1976, con el fin de rendir el justo homenaje que se le debía a este vehículo, avanzando sobre los temas históricos, preservando lo que se pudiera, y cimentando y promoviendo esa nueva corriente “neotranviaria”.
Desde entonces, la Asociación viene desarrollando una intensa labor en pos de alcanzar estos objetivos. Asimismo, las palabras que encabezan esta sección y que provienen de quien preside la institución desde su fundación, resumen el modus vivendis de los entusiastas que la conforman, todos voluntarios que aportan en la medida de sus posibilidades el tiempo y el esfuerzo que requiere la concreción de estas metas.
Esta actividad abarca los más diversos rubros, involucrando no sólo a los miembros de la Asociación, sino también a entidades públicas y privadas de la cultura, las artes y las ciencias; a la prensa en todos sus medios y, sobre todo, al público, que ha apoyado y sigue apoyando el desenvolvimiento de la institución.
No cabe duda que, luego de estos más de tres décadas de vida, el esfuerzo y la dedicación de los Amigos del Tranvía fue dando sus frutos, pues la figura de este vehículo ha quedado definitivamente rescatada del olvido.
Mediante diversos emprendimientos se hizo posible que los más grandes pudieran reencontrarse con su imagen, que los más pequeños lo conociesen, y que todos en definitiva supieran que, por más que en los  60 se hubiesen empeñado en hacernos creer que todo estaba terminado para el tranvía, la actualidad mundial sigue dando muestras de su evolución y vigencia en casi 400 ciudades.
Pero no ha sido fácil la tarea. Muchos fueron los escollos que se encontraron y no menos los muros que hubo que derribar en el camino. Sin embargo, el tesón de estos “tranviófilos” fue determinante para el logro de todos los objetivos fijados en la fundación, y aún más. Día a día se van sumando nuevos desafíos y concreciones, fruto de las ideas y el aporte de los asociados.
Entre otras cosas, la concreción de proyectos como el Tramway Histórico de Buenos Aires (THBA), ha permitido que desde 1980 hayan paseado gratuitamente más de 1.000.000 de viajeros, dotándose a Buenos Aires del único museo de transporte urbano que no tenía.
Ello ha posibilitado, por ejemplo, que nuestros tranvías se conviertan en escenario de varias producciones cinematográficas y televisivas, como han sido “El Hombre del subsuelo”, “Alfonsina” (especial de TV), “Pobre mariposa”, “Tango desnudo”, “La peste” , “Estela Canto, un amor de Borges” y “La fuga”, además de conocidas publicidades (tanto nacionales como, aunque no parezca, internacionales), así como muchísimos cortometrajes realizados por estudiantes de cine de diversos institutos.
A través de nuestro Tranvía Histórico también se ha convocado a la realización de innumerables concursos de dibujo y pintura (que tienen lugar como actividad principal para celebrar cada aniversario del servicio) en los que miles de concursantes han venido a plasmar en sus obras al tranvía, recurriendo a las más variadas técnicas, como también varios concursos fotográficos, con el auspicio y participación del Foto Club Buenos Aires.
Las acciones comunitarias tampoco estuvieron ausentes en el tramway. La  Asociación organizó en él muchas colectas para colaborar en diversas causas, como la Gesta de Malvinas, las inundaciones en la provincia de Buenos Aires, la Casa Cuna o el hospital Borda entre otras.
En otro orden de cosas, nuestra Asociación se ha dedicado a difundir el quehacer tranviario tanto desde el punto de vista histórico como del actual, mediante múltiples charlas, conferencias y audiovisuales. Estas muestras no sólo formaron parte de los ciclos anuales de conferencias y audiovisuales que conforman otra actividad permanente de la Asociación, sino también en las que tuvieron lugar en muchas otras entidades culturales afines, escuelas públicas o privadas, institutos secundarios o universitarios, tratando de esta manera de ilustrar a un público que abarque todas las edades.
Finalmente, una mención muy especial merece nuestra Biblioteca Popular “Federico Lacroze”, que ha merecido el reconocimiento de la C.O.N.A.B.I.P. y también de la Dirección General del Libro y la Promoción de la Lectura del G.C.B.A., actividad esta última que se ha venido materializando en ciclos llamados: “Un tranvía llamado lectura” realizados una vez a bordo de uno de nuestros coches durante el servicio finsemanal, actividad que nos ha hecho merecedores de un reconocimiento del Reino de España. Con su nuevo carácter de “popular”, la biblioteca abarca toda la gama de necesidades bibliográficas para servir a la comunidad que nos rodea y frecuenta. Por otra parte, tras casi tres décadas de recopilación de material de todo tipo sobre transporte urbano, tema que le dio nacimiento, es hoy una de las más completas del país, atesorando colecciones y ejemplares incunables de incalculable valor.
Toda esta labor ha sido coronada con la distinción de Entidad de Bien Público, que refuerza aún más el compromiso que la Asociación Amigos del Tranvía y Biblioteca Popular “Federico Lacroze” tiene con la comunidad, concretado en estos y nuevos emprendimientos que se están proyectando.
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Imagen: Tranvías en la esquina de Boedo y Carlos Calvo en la década del 40.
Texto tomado de la página web de la Asociación Amigos del Tranvía.

14 sept 2012

Leopoldo Marechal




(De Enrique Espina Rawson)

Alrededor de veinte años le llevó a Leopoldo Marechal concluir su “Adán Buenosayires”. No tuvo éxito, ni casi repercusión, salvo algunos juicios críticos, como el de Julio Cortázar y Rafael Squirru. Cada obra tiene su tiempo. El de Adán Buenosayres, pese a todo, no termina de llegar, y al día de hoy, a pesar de los años, la novela, tal vez la más importante de nuestras letras, no ha logrado la consagración total largamente merecida. Sí, de la crítica. Es que no era fácil, ni acaso lo sea nunca, entender ese lenguaje entreverado, a veces hermético, otras humorístico, plagado de claves referidas a antiguos compañeros, de simbolismos judíos y católicos, de códigos arrabaleros y de arrebatos místicos.
Si no es difícil ver en el astrólogo Schultze a Xul Solar, y a Jorge Luis Borges en Luis Pereda “fortachón y bamboleante como un jabalí ciego”, otros pasajes, opulentos y deslumbrantes son casi inabordables para la lectura ocasional. Da la sensación, a veces, de una obra que contiene varias obras, integradas por error en un mismo volumen bajo un mismo título.
El “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia”, con pasajes enigmáticos y otros de un humorismo delirante, y en el que se ha querido ver una parodia de la Comedia de Dante Alighieri, es quizás el más popular de los capítulos de la obra. Los relatos del campo bonaerense, ubicados en Maipú, revelan, además de la inigualable maestría de la escritura, un profundo conocimiento del medio y las costumbres locales, que después volcaría en su obra de teatro “Antígona Vélez”, recreación de la tragedia griega trasladada a la llanura argentina.
Salvo el itinerario a Cacodelphia, que se inicia por los entonces desolados aledaños a puente Saavedra y hasta los que solía llegar Borges en sus homéricas caminatas, el barrio de Adán Buenosayres es Villa Crespo, y donde, en un momento cumbre del relato, ángeles y demonios pelearían por su alma frente a la iglesia de San Bernardo.
Casitas modestas, mercerías de barrio, alguna cantina, baldíos, empedrado en algunas calles eran todo el ornamento de la vasta zona mencionada en tantos poemas populares, y que dio nombre al popular personaje de “El conventillo de la Paloma”, de Vacarezza.
Porque antes, Villa Crespo, el barrio de Celedonio Flores y el mismo Alberto Vacarezza, había sido zona de guapos. Borges consigna en “Evaristo Carriego”, un fragmento de un curioso tango, del que no menciona el título y que acreditaría este aserto. Aquí va: “¿Dónde están aquellos hombres y esas chinas,/ Vinchas rojas y chambergos que Requena conoció?/ ¿Dónde está mi Villa Crespo de otros tiempos?/ Se vinieron los judíos/ Triunvirato se acabó…”.
Marechal, (1900-1970) se vincula en sus inicios como poeta con los grupos vanguardistas de "Proa" y "Martín Fierro", relacionándose con Borges, Güiraldes, Brandán Caraffa, Pablo Rojas Paz, Raúl González Tuñón, y tantos otros ya clásicos de nuestras letras.
Viaja a Francia en 1926 y en 1929, y allí convive con los artistas argentinos que integraban el llamado “grupo de París”: José Fioravanti, Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Raquel Forner, Lino Eneas Spilimbergo, Antonio Berni, y es en esos años que comienza su “Adán Buenosayres”, que será publicado recién en 1948.
Su adhesión al peronismo lo distancia de sus antiguos compañeros, generalmente enrolados en la oposición, y se atribuye a estos desencuentros el silencio posterior sobre su nombre y su obra.
La producción de Marechal abunda en títulos, desde “Odas para hombre y mujer”, libro de poesías que logró el Primer Premio Municipal de 1929, pudiendo citarse en este género “Cinco poemas australes” y “Heptamerón”. En novelas, “El banquete de Severo Arcángelo” y “Megafón o la guerra”, apasionantes.
Además de la ya citada “Antígona Vélez”, produjo para teatro “La batalla de José Luna”. Ambas fueron llevadas a la ópera por el músico Juan Carlos Zorzi, y estrenadas en el teatro Colón en la década del 90.
Leopoldo Marechal uno de los nombres insignes de nuestras letras, murió en Buenos Aires. Su escritura, que es estudiada desde hace años en nuestro país y en el extranjero, ha dado lugar a numerosos trabajos y ensayos, que hablan de la creciente valorización que su obra suscita en las nuevas generaciones literarias.
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Imagen: Leopoldo Marechal, en una foto del año 1965.
Material tomado del sitio Fervor x Buenos Aires.