23 mar 2011

El primer ferrocarril argentino


(De Susana Boragno)

El 29 de agosto de 1857 se iniciaba una etapa importante: la incorporación de un nuevo medio de comunicación y transporte, el primer ferrocarril argentino. Fue un punto de quiebre, una bisagra en la economía y en los beneficios sociales que gestaban  y la aparición de uno de los mayores instrumentos de cambio del siglo XIX. Resultó ser para el país una transformación inmediata y vertiginosa.

Las primeras reuniones se realizaron en Corrientes 537, en la mansión del gran anticuario Manuel José de Guerrico. Ahí se reunía  lo más conspicuo de la sociedad porteña. Sarmiento llamó a esa casa el Club Argentino de París y en el diario El Nacional, Juan Carlos Gómez la nombró como el Club de los Pelucones en clara alusión a sus miembros conservadores.
Ahí se gestaron, después de la caída del gobierno de Rosas, las ideas de un nuevo proyecto de país, y entre las densas nubes de humo de tabaco que ennegrecían las estatuas y los cuadros de la gran colección de su dueño, un 17 de septiembre de 1853 se fundó la Sociedad Camino de Hierro de Buenos Aires al Oeste. En esa casa nació su bisnieto, Ricardo Güiraldes, escritor que heredó de la familia la estancia “La Porteña”, ubicada en San Antonio de Areco, cuyo nombre evoca a la primera locomotora.
F. Llavallol, F. Balbín, B. Larroude, M. Miró, D. Gowland, M. J. de Guerrico, N. de la Riestra, A. Van Praet, E. Ramos y V. Basavilbaso impulsaron y propusieron al Estado de Buenos Aires la instalación de un ferrocarril. El 12 de enero de 1854, después que la aprobara la Legislatura de Buenos Aires, el gobernador Pastor Obligado promulgó la Ley de Concesión del primer ferrocarril en territorio patrio, anticipándose al presidente de la Confederación J. J. Urquiza, que ambicionaba unir con vías Rosario-Córdoba, proyecto que recién pudo concretarse en 1870.
Estos visionarios firmaron la escritura de concesión a nombre de la Empresa y los estatutos se aprobaron por el mismo documento del 20 de febrero de 1854. La Ley de Concesión decía: “El camino deberá arrancar en dirección de una de las siguientes calles: Potosí (Alsina), Victoria (Hipólito Yrigoyen), Federación (Rivadavia), Piedad (Bartolomé Mitre) y Cangallo (Tte. Gral.Perón)”.
Las disputas inmobiliarias ejercían mucha presión para determinar el lugar de la estación de cabecera, motivo por el cual las reuniones se hacían en secreto y así el 19 de agosto de ese mismo año una disposición permitió ampliar el número de las calles posibles para el "arranque del camino de hierro": Cuyo (Sarmiento), Corrientes, Parque (Lavalle), Tucumán y Temple (Viamonte).
La Sociedad solicitó un lugar para establecer la estación cabecera. Según el plano catastral, los terrenos dependientes de la Estación del Parque, con la firma de Felipe J. Arana, habían pertenecido a Teresa y Petrona Arquibel (sic), Cayetano Cardoso, Mariano, Juan, Escolástico y Marcos Cuestas, Mauricia Abaca de Troncoso y Manuel Linch (sic) y estaban comprendidos entre las calles Cerrito, Tucumán, Libertad, Viamonte (hoy Teatro Colón).
Según el primer proyecto de trazado de las vías partirían de la Estación Central, proseguirían por la calle del Temple hasta Junín y de ahí en una curva suave irían hacia la Estación Once de Septiembre, en la entonces Centro América (avenida Pueyrredón) y Corrientes, para continuar luego con dirección oeste.
El trazado definitivo partía de la Estación del Parque, cruzaba la plaza homónima ante la queja de los vecinos que alegaban la invasión a sus calles y plazas. Este tramo poco tiempo después fue resguardado con una importante verja traída de Inglaterra, y cuando se extendió el tramo hasta Once (1882), se colocó una parte en plaza Once y otra circundando el Colegio Santa María y el Hospital Municipal, en el pueblo de San Isidro.
El tendido seguía luego por Lavalle, que actualmente permanece ancha hasta Callao, por el antiguo paso de las vías, después se orientaba en curva y contracurva por los hornos que pertenecían al señor Bayo (por la también llamada curva de los Olivos, de los Jesuitas o cortada Rauch), hoy Santos Discépolo. Tomaba Corrientes en línea recta hasta las proximidades de Centro América, dibujando una curva hasta Cangallo y, ya definitivamente, seguía en dirección oeste. A la altura de la calle Ecuador estaba la estación Once de Septiembre, que funcionó en ese lugar hasta el 31 de diciembre de 1882. Continuaba hasta Almagro, donde había un simple apeadero a escasos 50 metros de la calle Medrano, límite por entonces del Partido de Flores. Esta estación cesó de funcionar el 15 de junio de 1887 y fue demolida en agosto de 1903.
Venía después la Estación Caballito, ubicada a la altura de la calle del mismo nombre, hoy Federico García Lorca. El edificio era pobre, de madera y cartón con plataformas angostas para ascenso y descenso de pasajeros.
En el pueblo de Flores la primera estación estaba situada a la altura de la calle La Paz (Caracas) en los terrenos pertenecientes a la señora Inés Indart de Dorrego. Cinco años después, por diferencias con los propietarios, se construyó una segunda estación, 250 metros más al oeste, a la altura de la calle Sud América (Artigas) en tierras adquiridas por la Municipalidad local a Ramón Romero.
Dejada atrás la estación Flores, y a la altura del kilómetro 9,983, finalizaba su recorrido. Allí se encontraba la Estación y Kiosco de la Floresta, entre las calles Esperanza (J. V. González)  y otra sin nombre que se denominaría “de la Capilla” (Bahía Blanca), donde hoy está la Iglesia de la Candelaria.
Según los planos (1860) la estación Floresta era de madera y tenía, además, un tanque asentado sobre pilares que se utilizaba para aprovisionar de agua a las locomotoras en su viaje de regreso a la ciudad.
Según un plano general de planta, el otro tanque de agua estaba situado en la Estación del Parque, a metros de la salida del ramal, del lado derecho. El ferrocarril necesitaba agua filtrada para el uso de las locomotoras, porque el agua salobre de los pozos dañaba los caños de sus máquinas. Para ello se llevaron cañerías desde la costa del río de la Plata, a la altura del bajo de la Recoleta, frente a la quinta de Samuel B. Hale hasta la estación cabecera. Esta toma se considera la primera instalación de agua corriente en Buenos Aires.
El kiosco: Los primeros concesionarios fueron los señores Soldati y Margiani y abrió sus puertas el día del viaje inaugural, el 29 de agosto de 1857.
Se sirvió un refrigerio a los 200 pasajeros del “tren del horror”, agasajando de esta forma a las autoridades, a los visionarios, a las personas destacadas y a los periodistas que retrataron tan buen momento, ante la “mirada” de las dos locomotoras: “La Porteña” y “La Argentina”.
En tan importante emprendimiento ferroviario participaron el ingeniero Verger (preparó los primeros planos) y el ingeniero Mouillard (de origen francés, que niveló las zonas del camino y solucionó los cruces con arroyos, cañadas, etc.). Después apareció un nuevo contratista que terminó la obra, el ingeniero Guillermo Bragge (en algún plano aparece su firma), quien ya tenía la experiencia de haber construido la primera línea ferroviaria en Río de Janeiro.
El ferrocarril abrió nuevos caminos y resultó ser una etapa de cambios; trajo enormes beneficios sociales y económicos. Estos primeros años fueron decisivos para proyectar un  nuevo país que hoy no ha podido superar su etapa recesiva.
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Bibliografía:
Oliveira César, Lucrecia: Los Guerrico, Bs. As., Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, 1998.
Shickendantz, Emilio y Rebuelto, Emilio: Los ferrocarriles en la Argentina 1857-1910.
Bordi de Ragucci, Olga: El agua privada en Buenos Aires 1856-1892, Bs. As., Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, 1997.
Schvarzer, Jorge y Gómez, Teresita: La primera gran empresa de los argentinos: El Ferrocarril Oeste (1854-1862), Bs. As., Fondo de Cultura Económica, 2006.
Gamboa, Luis, Pinto Perinetti, Raúl y Ruz, Julio C.: Historia de los ferrocarriles argentinos, Talleres Gráficos de los Ferrocarriles del Estado, Santiago de Chile, 1947.
Museo Nacional y Centro de Estudios Históricos Ferroviarios: Un viaje desde el Parque a la Floresta en el siglo XIX (Planos antiguos en la historia ferroviaria), 1974.

Ilustración: La Estación del Parque. El frente sobre Cerrito y Tucumán. (Foto ACF).
Nota tomada de la revista Historias de la Ciudad, Nº 43, Bs. As., 2007.

21 mar 2011

¡Maldita yuta!


(De Germán Cáceres)  

La historieta policial argentina se desarrolla en el país (sobre todo en Buenos Aires) y también en el exterior (preferentemente en Nueva York).
Según Trillo y Saccomanno, el primer detective porteño que apareció en historieta fue Carlos Norton (1932), con guión de Jacinto Amenábar y dibujos de Roberto Bernabó. Provenía de un folletín radial y se ubicaba en la pauta deductiva del género.
 Lo siguió Vito Nervio (1945) -del cual ya se escribió en este blog-, de Emilio Cortinas (dibujo) y Mirco Repetto (guión). Luego lo continuaron Alberto Breccia y Leonardo Wadel. Constituyó en su momento un acontecimiento el que un detective argentino viviera exóticas y bien tramadas aventuras en el extranjero, sobre todo en Francia.
La original Sherlock Time (1958) representó otra estupenda contribución de Alberto Breccia, cuyo dibujo cargado de sombras se amalgamaba con el guión de Héctor Germán Oesterheld, curiosa especie de policial de ciencia ficción que ubicaba la acción en San Isidro y en Buenos Aires.
Pero Richard Long (1963) es el gran logro de la dupla. Esta historieta unitaria de sólo dieciocho cuadros expone en un prodigio de síntesis narrativa una amarga historia de amor y crimen, en la cual todo se arregla con dinero, el supremo valor de la existencia. Un relato durísimo de Oesterheld que no hubiesen dudado firmar Richard Stark o David Goodis. El grafismo de Breccia se torna aquí vanguardista y renovador, con técnicas de collage y gran preocupación por la textura. Esta propuesta de Breccia se acentúa en Un tal Daneri (1974), con textos de Carlos Trillo, donde Buenos Aires adquiere un alucinante clima de pesadilla. Míseras historias de fracasos e incomprensiones, con finales crudos y desesperados, se encargan de señalar el destino trágico de los seres humanos.
El guionista Ray Collins representa una de las mayores aportaciones al género. Se pueden nombrar valiosas historietas suyas como Chinatown, A quemarropa y Sharks y Vargas, con dibujos de Enio, Jesús Balbi y Clemente Rezzónico, respectivamente; pero su punto más alto fue Precinto 56 (1963), que se desarrolla en Nueva York y consta de tres versiones en cuanto al dibujo: José Muñoz, Ángel Fernández y Gustavo Trigo.
Este último historietista exhibió un dibujo de calidad y rebosante de alegría en ¡Marc! (1971), con textos de Osvaldo Lamborghini. El protagonista parisino combate a bandas internacionales en ambientes extravagantes dentro de una veta que debe mucho al James Bond de Ian Fleming.
Otra excelente inventiva gráfica desarrolló Gustavo Trigo en Serie Negra (1976), que al principio dibujó Horacio Altuna. El texto correspondió a otro importantísimo baluarte de la historieta policial: Guillermo Saccomanno. Este guionista menciona constantemente sus fuentes culturales a través de citas.
Alack Sinner (1974) está ambientada en Nueva York y sus autores son dos argentinos (Carlos Sampayo -guión- y José Muñoz -arte-) que la realizaron en Italia para la revista Alterlinus. Tomó como modelo el hard-boiled norteamericano, en sus vertientes literarias y fílmicas, pero fue mucho más allá porque el elemento sociológico se convirtió en el centro de interés.
Savarese (1978), de Robin Wood (texto) y Domingo Roberto Mandrafina (arte), narra las aventuras de un inmigrante siciliano que llega a ser agente del F.B.I. El protagonista lucha contra la mafia y los episodios suelen finalizar con violentos tiroteos.
Pero la historieta que pinta la cruda verdad del trabajo de la policía es Evaristo (1984), guionada por Carlos Sampayo y con dibujos de Francisco Solano López. Localizada en Buenos Aires, otorga convicción a la pintura de ambientes y personajes. Ello deviene de los comentarios sobre la realidad nacional que Evaristo formula a través de titulares de diarios. Pero lo que se impone es la verosimilitud de los procedimientos policiales: nada de mágicas hazañas, de deslumbrantes deducciones; sólo seguimientos, delaciones, testimonios, la ayuda de soplones, confesiones. No debe dejarse de lado que el protagonista está inspirado en el célebre comisario Evaristo Meneses. Se ha criticado su machismo y una prepotencia -limpia su pistola mientras interroga- que lo emparienta con actitudes fascistas, características personales que Sampayo respetó en su afán verista. Las historias son ágiles, modernas, con escaso texto y abundantes elipsis, que privilegian lo visual. El guión recurre a raccontos, numerosos cuadros mudos y a un montaje cinematográfico que el estilo potente y rústico de Solano López recoge robusteciendo la acción.
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Ilustración: Cuadro de la historieta Evaristo. Dibujo de Francisco Solano López. 

19 mar 2011

Las primeras fotografías periodísticas del país


(De Andrea Cuarterolo)

Desde los orígenes mismos de la fotografía en la Argentina a mediados del siglo XIX, los motivos de las vistas de la ciudad captadas por las lentes de los fotógrafos han sido recurrentes: los edificios históricos, símbolos del poder, y aquellos lugares que desde siempre han sido escenario de los principales hechos políticos y populares del país.
No es de extrañar, entonces, que los nueve daguerrotipos con vistas de la ciudad que se encuentran en el Museo Histórico Nacional y que constituyen las imágenes fotográficas más antiguas que se conservan, cinco de ellas tengan como motivo la Plaza de Mayo, dividida entonces en dos (Plaza de la Victoria y 25 de Mayo) por la Recova vieja, y los edificios que la circundan.
Las vistas no eran comunes en la etapa del daguerrotipo. El elevado costo de este primer proceso fotográfico determinó que los daguerrotipistas se volcaran principalmente al retrato que les aseguraba un mayor ingreso. Las limitaciones tecnológicas, por otra parte, hacían imposible congelar la acción, por lo que muy pocos profesionales se aventuraban a captar hechos o sucesos con valor documental.
Sin embargo, dos de estas vistas al daguerrotipo del Museo Histórico Nacional constituyen los antecedentes más antiguos que se conservan de un acontecimiento periodístico. La primera de ellas, tomada el 11 o 12 de setiembre de 1852 por el daguerrotipista norteamericano Charles De Forest Fredricks, muestra a los batallones correntinos frente al Cabildo. Estas fuerzas encabezaron un movimiento revolucionario que produjo la secesión de Buenos Aires de la Confederación Argentina. Lamentablemente los batallones son apenas perceptibles en la imagen, debido al daño que la placa sufrió durante un intento de limpiarla con un  paño.
La segunda placa, tomada el 23 de abril de 1854 desde los altos de la Recova, muestra un nutrido público reunido en la Plaza de la Victoria en torno a la Pirámide de Mayo y frente a la Catedral el día de la jura de la Constitución del Estado de Buenos Aires. Una vez separada de la Confederación, Buenos Aires decidió darse una constitución propia que, aprobada el 8 de abril, reconoció la soberanía interior de la provincia. Recién en 1861, cuando las tropas de Mitre vencieron a las de Urquiza en la batalla de Pavón, Buenos Aires se reintegró a la Confederación. Lamentablemente se desconoce al autor de la placa, así como también si fue por encargo oficial o por propia iniciativa que el fotógrafo decidió, aquella mañana, plantar su cámara en la azotea de la Recova para registrar ese momento histórico.
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Imagen: Batallones correntinos frente al Cabildo después del movimiento del 11 de setiembre de 1852. Daguerrotipo de Charles De Forest Fredricks. (16 x 21,5 cm). Foto propiedad del Museo Histórico Nacional.
Texto tomado de la revista Historias de la ciudad, Nº 34, diciembre  2005.

16 mar 2011

El primer capocómico



(De Osvaldo Tettamanti)

Nació en el siglo XIX, el 24 de agosto de 1876, dentro del ámbito de una acaudalada familia que vivía por entonces en la aristocrática avenida Alvear de la ciudad Buenos Aires. Don Reynaldo, su padre, era el director de la Penitenciaría  Nacional y su abuelo fue el primer cónsul de Austria en la Argentina.
El joven Florencio iba a ser la oveja negra de la honorable familia Parravicini. Su sola presencia predisponía a escucharlo. Improvisador nato, dio al humor de su época un sello inconfundible y personal que lo convirtió en capocómico inimitable y paradigmático.
Lo expulsaron de todos los colegios a los que asistió. A los 14 años, por convicción, o por contradecir a los suyos, se sumó a los revolucionarios radicales de 1890 que bregaban por destituir al presidente Miguel Juárez Celman. Dos años más tarde, sus ímpetus lo llevarían a comprometerse con un nuevo levantamiento radical.
Para mayor desgracia de su familia, Florencio recibió a los veintidós años una considerable herencia que se encargó de dilapidar, sin hesitar un minuto, en los principales casinos y cabarets de Europa.
En cuanto se hallaba sin dinero hacía cualquier cosa por conseguirlo: así fue profesor de patinaje artístico, domador de leones, corredor de automóviles, tirador profesional... En esta última actividad conoce a Rosita Tejero, que fuera su amiga y compañera durante varios años, con la que llevaba a cabo un show -atrevidísimo para la época- en el que Parra la iba desvistiendo a medida que apuntaba y acertaba a ciertos botones que le sostenían el vestido. 
En esos años es cuando incorpora el seudónimo Flop con el que intentó no ofender a su familia...
También fue aviador. Sí, Flop tuvo el brevet número dos y llegó a presidir el Aero Club Argentino durante dos períodos. Para el año 1927  fue elegido concejal de la ciudad de Buenos Aires, en representación de la gente de teatro. Ocupó esa banca todo el tiempo que duró la democracia: el golpe del 6 de septiembre del 30 lo corrió como a don Hipólito. Parra desempeñó muchas actividades, pero siempre se las arregló para que todas estuvieran matizadas con innumerables amoríos.
Cierto día lo llamaron para inaugurar la sala del teatro Roma. César Tiempo recuerda así ese momento:
“Del Varieté pasa al teatro Roma, situado en la calle 25 de Mayo entre Corrientes y Lavalle. El empresario le ofrece un sueldo suculento, preanuncio de las siderales remuneraciones que percibirá más adelante y la dirección de la compañía.  Cuando se entera el público del Varieté de la actitud de Parravicini, su gran ídolo, primero quiere incendiar el barracón y después resuelve trasladarse íntegramente al Roma, dejando desierto el local de la calle Rivadavia. Tan desierto quedó que a los poco días tuvo que cerrar sus puertas para siempre. Parra se convirtió en el as del género libre. Toda la ciudad hablaba de él, incluso su familia, tan avergonzada de la nefasta notoriedad del benjamín, que resolvió irse al campo. Su compañera ya no era la Tejero sino la por entonces famosa Pepita Avellaneda que cantaba a dúo con el bufo crepitantes canciones picarescas acompañándose de la guitarra. Parra no sólo crea tipos e inventa historias cada vez más escatológicas, sino que escribe piezas como Los tres infiernos, que espeluznaban a los más desaprensivos. La prensa fustiga al caricato que llega en sus demasías a límites inconcebibles, anticipándose a los excesos del teatro de hoy…”
La fama adquirida en el Roma hace que un grande de la escena nacional, Pepe Podestá, lo llame para integrar su compañía en reemplazo, nada menos, de Pablo Podestá que se había separado por desavenencias familiares.
Llenar el enorme vacío que dejaba Pablo -entonces conocido mundialmente- se transformó en uno de los desafíos mayores a los que podía ser sometido Parravicini. Sin embargo salió airoso de la empresa.
Vendrían nuevos éxitos para su carrera: en el desaparecido teatro Apolo de la calle Corrientes protagoniza  El Panete, Panete Conscripto, Melgarejo y Urutaú. En 1907 forma su propia compañía y debuta con su obra Fruta Picada, paradigma del género humorístico.
“Yo amo el teatro profundamente. La más cara aspiración de mi vida ha sido hacer teatro serio”  se lo escucha decir. Pero Parra en serio es inconcebible.  “Así no quieren verme, se ríen hasta cuando me emociono. Creen que todo es intención en mí… Ah!... la intención del público… Me destroza los personajes. Eurípides en mis manos resultaría un Muñoz Seca. Imagínese hasta que extremos llega. Payró tiene en su obra una frase oportuna pero brava.  Le opuse reparos 'Usted la dice'- me contestó don Roberto. Y la dije... Todos vieron allí un exceso irreverente de Parravicini. Así siempre. Ni ciñéndome al libreto escapo al tilde de colaborador de autores. Y llueven entonces las censuras. ¡Estoy cansado de cargar con el sambenito de la grosería!”
Florencio Parravicini dejó en el recuerdo sus monólogos La lección de anatomía, El descubrimiento de América y el Nuevo Cañón, entre otros. Para el cine participó de la primera versión fílmica de Los muchachos de antes no usaban gomina,  La vida es un tango, Hasta después de la muerte...
Una vida intensamente vivida que, tras haber alcanzado la fama y el éxito terminó trágicamente para transformarse -casi- en un mito popular.
El 25 de marzo de 1941 Florencio Parravicini puso fin a su vida disparándose certeramente en el parietal derecho. Víctima de un cáncer incurable no quiso terminar sus días en un hospital. En su casa de la calle Bustamante, entre sus ropas, un papel manuscrito pedía perdón a su esposa por la drástica decisión y la justificaba: “Ya no tengo fuerzas para vivir”.
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Foto: Florencio Parravicini en el filme Los muchachos de antes no usaban gomina. (Cartel de cine).
Nota tomada del periódico Desde Boedo, marzo de 2011.

Los barrios de Buenos Aires en la cartografía oficial


(De Ángel O. Prignano)

La primera división por barrios de la ciudad de Buenos Aires surgió de la necesidad que tenían los españoles de reprimir el contrabando. Una forma de hacerlo –pensó el gobernador Miguel de Salcedo en 1734- era poner un territorio bien delimitado a cargo de una persona de confianza para que entendiera “de celar el modo de vida de los vecinos”. Así creó ocho cuarteles o barrios y designó un comisario en cada uno de ellos. Además mandó que se pusiera nombre a cada calle y se las señalizara con tablillas de madera, condición imprescindible para confeccionar registros censales periódicos. Esos barrios fueron los Del Alto, Santa Lucía, San Juan, El Retiro, Barrio Recio, Del Hospital, La Merced y San Nicolás, para los cuales se designó comisarios a Luis Navarro, Pedro Zamudio, Bartolomé Montaner, Juan de Zamudio, Matías Solana, Juan de la Palma, Miguel de Esparza y Tomás de Monsalve.
Treinta y cinco años después, por Real Cédula del 8 de julio de 1769, quedó oficializada la primera división eclesiástica con la creación de seis parroquias: San Nicolás, El Socorro, La Concepción, Montserrat, La Piedad y La Catedral. La había propuesto el obispo Manuel Antonio de la Torre y, según Alfredo Taullard, fue la primera división parroquial efectiva de Buenos Aires. En 1778 corrían los días del virrey Vértiz y la ciudad fue organizada administrativamente en seis cuarteles, cuyos territorios coincidieron prácticamente con el de las parroquias antes mencionadas. Y en 1794, con el virrey Arredondo, se definió una nueva división en veinte barrios numerados correlativamente.
Después de otras segmentaciones, llegó el momento en que debió definirse las jurisdicciones del Registro Civil, creado en 1884. Así, con la incorporación de los partidos provinciales de San José de Flores y Belgrano a la ciudad recientemente federalizada, quedaron establecidas diez divisiones territoriales formadas por Catedral al Norte, Catedral al Sur y Montserrat (1ra.); San Miguel, San Nicolás y El Socorro (2da.); El Pilar y La Piedad (3ra.); Balvanera (4ta.); San Cristóbal (5ta.); La Concepción (6ta.), San Telmo (7ma.), San Juan Evangelista y Santa Lucía (8va.); San José de Flores (9na.) y Belgrano (10ma.).
Todas estas particiones territoriales en el casco fundacional de Buenos Aires y sus alrededores, las posteriores llevadas a cabo en Flores y Belgrano, más las que se pusieron en práctica a lo largo del tiempo, tuvieron como objetivo primordial ejercer el control de la población, ya sea por la autoridad civil, militar o eclesiástica.
La expansión de aquella primera ciudad hacia los suburbios conllevó la formación de pequeños grupos urbanos que James R. Scobie identificó como vecindarios, no como barrios ni parroquias. A mi modo de ver, estos vecindarios siguen vigentes para los vecinos de estos días; se restringen generalmente a la calle o la manzana donde viven y tal vez hasta no más de dos o tres cuadras a la redonda. Adrián Gorelik, por su parte, también se refiere a “vecindarios, núcleos tan próximos a veces como separados por barreras infranqueables, materiales y sociales.” El barrio, según este autor, es la “reconversión pública” de esos espacios “sobre la expansión cuantitativa de los sectores populares al suburbio, de un territorio identitario, un dispositivo cultural mucho más complejo en el que participa un cúmulo de actores y de instituciones públicas y privadas, articulando procesos económicos y sociales con representaciones políticas y culturales.”
Hacia fines del XIX la nomenclatura ya estaba bien definida en los barrios más tradicionales, como Palermo, Flores, Belgrano, La Boca, Barracas y otros que no han perdurado, pero el ministro del interior tuvo la peregrina idea de cambiarla dos días antes de la finalización de ese siglo. Para ello firmó un decreto que, además, dispuso su vigencia a partir del alumbramiento de la nueva centuria. Resulta interesante recordar qué decía el diario La Nación sobre este asunto en su edición del 4 de enero de 1901: “Hágase justicia: el ministro del interior no habría suscripto el decreto de la nueva división del municipio, á no haberle sido sugerido tal pensamiento por el ilustrado y elocuente director de la oficina demográfica de la capital. (...) De modo que, de acuerdo con la cuadrícula proyectada por los principales funcionarios de la ciudad de Buenos Aires, se decidió que (...) la vieja sede de los virreyes del Plata quedaría dividida en catorce barrios, cuyas denominaciones, calcadas de las londinenses, van á convertir el mapa del municipio en una parodia de la rosa náutica de los vientos. Porque cuidado que hay designaciones extravagantes! Recordamos habernos ocupado de ellas en otra ocasión, pero hoy que están consagradas oficialmente no podemos resistir el deseo de que nuestros convecinos sepan donde viven en el siglo XX: el barrio de Flores ha perdido su bello nombre para llamarse West-Centre, el aristocrático barrio del norte, se denomina North-East, mientras los habitantes de las villas Catalinas y Mazzini, pertenecerán al sonoro West-End...” Si bien esta nomenclatura no prosperó, el intento de imponerla se inscribe dentro de la idea de “modernidad” que manejaban los funcionarios de entonces.
A principios del siglo pasado comenzaron a diseñarse nuevos proyectos de división racional del municipio y la cartografía de la ciudad de Buenos Aires reflejó algunas de las denominaciones actuales y otras que se han perdido: Almagro, Barracas, Belgrano, Boca, Caballito, Coghlan, Constitución, Corrales, Chacarita, Flores, Floresta, Liniers, Nueva Pompeya, Núñez, Once, Palermo, Recoleta, Retiro, Saavedra, Vélez Sarsfield, Villa Alvear, Villa Centenario, Villa Crespo, Villa Chicago, Villa del Parque, Villa Devoto, Villa Gral. Lamadrid, Villa Gral. Urquiza, Villa Lugano, Villa Malcom, Villa Mazzini, Villa Mitre, Villa Modelo, Villa Ortúzar, Villa Pueyrredón, Villa Real, Villa Riachuelo, Villa Sáenz Peña, Villa Santa Rita y Villa Versalles. Un plano publicado en 1912 consignaba estas nomenclaturas e indicaba claramente la importancia de los barrios de Barracas, Boca, Belgrano, Palermo y Flores, que fueron señalizados con caracteres destacados.
El 26 de octubre de 1925, el ministro del Interior José P. Tamburini creó una comisión de representantes delegados para que preparara y propusiera “una división del Municipio que se acerque, en lo posible, al deseo de lograr una identidad de límites para todas las actividades administrativas.” El resultado fue publicado en 1928 y sugirió la demarcación de 15 divisiones y 77 secciones, estas últimas equiparables a muchos de los barrios actuales.
Con todo, tres décadas más tarde la entonces Municipalidad de Buenos Aires aún no podía identificar claramente la cantidad de barrios que existían en la ciudad porteña. El Plan Regulador de fines de los años cincuenta, cuyo propósito era proyectar racionalmente aquellas obras que la ciudad necesitaba para reformularse, reconocía la presencia de “44 barrios aproximadamente”. El hecho de que los propios funcionarios desconocieran el número exacto resulta, por de pronto, sumamente curioso, dado que la acción del plan recaería en grado sumo sobre esos sectores. Cabe preguntarse si había conciencia de la unidad “barrio” en los órganos políticos de la ciudad o se estaba gestando recién en esos años.
Lo concreto es que hacia fines de la década del ‘60 afloró la necesidad de registrar dichas jurisdicciones definiendo sus contornos en forma precisa y pretendidamente invariables. La decisión se encuadró dentro del proyecto –fallido- de descentralización imaginado durante el gobierno militar del general Onganía, que propició la sanción de las normas legales necesarias tomando como referencia a las sociedades de fomento. Así, el entonces Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires expidió, con fecha 11 de junio de 1968, la Ordenanza N° 23698 que señaló cuarenta y seis barrios porteños.
Posteriormente se conoció la Ordenanza N° 26607, promulgada el 21 de abril de 1972 por el mismo cuerpo legislativo, que dio límites estrictos a igual cantidad de barrios luego de modificar los deslindes de algunos de ellos. Más adelante, ese número fue elevado a cuarenta y ocho con la inclusión de Puerto Madero, anteriormente una zona portuaria, y la restitución de Parque Chas, que ya existía como barrio en la legislación de 1972 pero por Ordenanza N° 27161 de 1976 había quedado sumido caprichosamente en la Agronomía. Es la división que rige en estos días. Por último, la ley 2329 sancionada por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires el 10 de mayo de 2007 modificó los límites de seis barrios: Retiro, La Boca, Barracas, Flores, La Recoleta y Nueva Pompeya. Los cuatro primeros agrandaron sus territorios a expensas de los dos últimos, ello con el único fin de adaptar los perímetros barriales a los de las comunas recientemente creadas.
No pasemos por alto el desatinado proyecto del intendente del último gobierno militar, Guillermo del Cioppo, que intentó una parcelación de la ciudad en 149 barrios. En diciembre de 1982 emitió una ordenanza que subdividía algunos de los barrios preexistentes e introducía nuevos nombres, pero no tuvo aplicación y la reforma quedó trunca por la resistencia de los porteños y la protesta de las entidades vecinales, cuyas acciones fueron ampliamente difundidas por los medios periodísticos de entonces. 

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En tren de hallar una clasificación de los barrios reconocidos oficialmente, se distinguen palmariamente tres generaciones o familias. La primera está conformada por los “barrios originarios”, cuyos territorios se aproximan a las jurisdicciones parroquiales que vimos antes, más las que se fueron creando posteriormente, ya sean nuevas o surgidas por subdivisión de las antiguas. Esas parroquias eran Catedral al Norte, Catedral al Sur, San Juan, La Concepción, El Socorro, San Telmo, Montserrat, Santa Lucía, San Juan Evangelista, La Merced, El Carmen, La Piedad, San Nicolás, Balvanera, San Cristóbal, Santa Cruz y La Recoleta. Parte de esta nomenclatura no subsistió en los barrios actuales, pues algunos tomaron nueva denominación y otros terminaron encerrados en jurisdicciones vecinas. Los que han mudado nombre fueron La Concepción, que cambió a Constitución, Santa Lucía a Barracas, San Juan Evangelista a La Boca y El Socorro a Retiro. Los que quedaron dentro de otro barrio fueron Catedral al Norte, La Merced y La Piedad en San Nicolás, Catedral al Sur y San Juan en Montserrat (o Monserrat), El Carmen en La Recoleta y Santa Cruz en San Cristóbal.
La segunda familia está formada por Flores y Belgrano, que llamo “barrios principales” porque nacieron como pueblos-cabecera de los partidos de campaña homónimos. El primero surgió espontáneamente con la división de la tierra, a principios del siglo XIX, y el segundo a mediados de la misma centuria por vía de expediente oficial tomando parte del territorio del anterior. Los dos fueron generadores de barrios.
La tercera descendencia agrupa a los “barrios periféricos”, que brotaron y crecieron al amparo de los transportes públicos, los loteos y las actividades industriales, mercantiles y religiosas en tierras de los ex partidos provinciales de San José de Flores y Belgrano. Los núcleos urbanos que venían desarrollándose en distintos puntos de aquellas comarcas se convirtieron posteriormente en los barrios de Agronomía, Almagro, Boedo, Caballito, Coghlan, Colegiales, Chacarita, Floresta, La Paternal, Liniers, Mataderos, Monte Castro, Nueva Pompeya, Núñez, Palermo, Parque Avellaneda, Parque Chacabuco, Parque de los Patricios, Saavedra, Vélez Sarsfield, Versalles, Villa Crespo, Villa del Parque, Villa Devoto, Villa Gral. Mitre, Villa Lugano, Villa Luro, Villa Ortúzar, Villa Pueyrredón, Villa Real, Villa Riachuelo, Villa Santa Rita, Villa Soldati y Villa Urquiza.
Los tres grupos configuran los 46 barrios homologados por la ordenanza de 1972, a los que después se sumaron Puerto Madero y Parque Chas, según ha quedado dicho. En cada uno de ellos se fue generando entre los vecinos un peculiar sentido de unión para fines específicos, mayormente relacionados con la ayuda solidaria, la vida en comunidad, la integración social y la búsqueda de soluciones a los problemas edilicios.
Ello quedó corporizado a partir de fines del siglo XIX en las agrupaciones de colectividades, las asociaciones de socorros mutuos, las cooperativas, los sindicatos obreros, las sociedades de fomento, los clubes atléticos y deportivos, los centros culturales, las bibliotecas populares, las hermandades religiosas y, años más tarde, las juntas de estudios históricos, los centros de jubilados, las asambleas populares y los comedores comunitarios. Estas sociedades barriales consiguieron que el Estado diera respuesta a múltiples requerimientos en materia de urbanismo, seguridad, asistencia social e higiene pública, como así también contribuyeron a la expansión de las actividades recreativas, deportivas y culturales en cada jurisdicción.
De este modo se distanciaron del casco histórico porteño y de las corrientes populares que allí se generaron: se vivía en el barrio y la excursión al Centro se convirtió en una aventura de fin de semana. En tal sentido, debo coincidir con Luis Alberto Romero: “En el barrio, en fin, se acuñó una cultura popular específica de los sectores populares, diferente de la de aquellos trabajadores heroicos de principio de siglo, y distinta también de la del ‘centro’, en relación con la cual a menudo se definía.” Fue así como las sociedades barriales confirieron a cada barrio un claro e indubitable perfil determinante.
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Ilustración:  Estatua de El Pensador de Rodin; al fondo el Congreso Nacional (Foto tomada del blog destinia.com). 
Este texto fue tomado del libro Barriología y Diversidad Cultural, Buenos Aires, CICCUS, 2008.

14 mar 2011

Andanzas del arroyo Vega


(De Ricardo Ostuni)

La tradición quiere que un antiguo poblador ribereño le haya legado el nombre. La revista Fray Mocho publicó en 1912 la fotografía de un centenario ombú sombreando el rancho del Viejo Vega a las orillas del arisco arroyo, conocido también como San Martín y Blanco Encalada. En el plano de Buenos Aires publicado por Adolfo Sourdeaux en 1850 aparece trazado el curso del Vega: nace en la zona de La Paternal por la convergencia de diversos zanjones de desagüe de Villa Urquiza, Belgrano y Chacarita; atraviesa en diagonal las actuales calles Chorroarín y Donato Álvarez hasta Holmberg; allí tuerce hacia Juramento en dirección de Estomba por donde zigzaguea hasta Mendoza y Superí. En este cruce su cauce retoma por Juramento hasta Conde y luego, en sesgo, hasta Freire y Echeverría desde donde regresa en dirección de Blanco Encalada. De allí sigue una línea más o menos recta hasta Húsares y Monroe para desembocar en el Río de la Plata, al norte de la Ciudad Universitaria, por cinco salidas de 4,80 metros de altura. Su cuenca tributaria abarca unas 1.600 hectáreas.
A cauce abierto fue un arroyo peligroso por sus desbordes, que solían arrastrarlo todo a su paso. En 1869, la Corporación Municipal aprobó la apertura de una zanja que permitiera dar la salida a las pestilentes aguas estancadas luego de las inundaciones. Recién quince años más tarde se dispuso nivelar el terreno y practicar desagües a lo largo de su recorrido, tarea que estuvo a cargo del ingeniero Armando Saint-Yves. En las memorias del intendente Bollini (1890/92) puede leerse sobre el primer intento de canalización que no llegó a concretarse: “…me di cuenta del peligro que para el lugar y para las aguas corrientes ofrecía el Arroyo Vega que desemboca en el río a corta distancia del punto de toma. Concreto es su malísimo estado, causado por el desagüe de las fábricas instaladas en el Bajo Belgrano. Pretendí llevar a cabo la canalización, para nivelar y facilitar su desagüe pues por él corren las aguas pluviales de una gran extensión de la Capital de la parte limítrofe de la Provincia de Buenos Aires. Como no se entregara por el gobierno la draga solicitada, nada se hizo. Ordené enseguida se cortasen los caños de las fábricas y se desconoció la medida pues no existe ley en qué apoyarla… A pesar del tiempo transcurrido, de mis reiterados pedidos y de las quejas del vecindario, nada se ha resuelto que no sean consejos y recriminaciones de la Municipalidad que es la primera que ha hecho notar el peligro para el vecindario y que nada hacen por falta de autoridad…”
Su curso estaba poblado por misérrimos  caseríos. En Blanco Encalada entre Miñones y Artilleros se encontraba el almacén y despacho de bebidas “La Miseria”, en obvia alusión a su imagen. Cerca de allí, sobre la misma calle Artilleros, sobre una de las márgenes del puente “El Aburrido”, se levantaba “El Palacio de Cristal”, sarcasmo con el cual se conocía un conventillo de latón en cuyos dos pisos y en treinta habitaciones, vivía un conglomerado de familias rusas e italianas.
Recién en 1912, después de las grandes inundaciones del año anterior –donde el agua sobrepasó el metro y medio de altura por sobre el puente de Cabildo y Blanco Encalada –, comenzaron las primeras obras de canalización y desagües, que estuvieron a cargo del agrimensor Luis Gotusso, del Departamento de Obras Públicas de la Municipalidad. Las obras se llevaron hasta la calle Migueletes en la zona conocida como “La vuelta del Pobre Diablo”, ensanchándose la calle Blanco Encalada desde avenida Del Tejar hasta las vías del ferrocarril. El proyecto original contemplaba convertir aquella arteria en una hermosa avenida que “diera un nuevo impulso al valor, al comercio y a la comodidad además de embellecer notablemente una parte no pequeña de la parroquia…”, pero la mayoría de los vecinos no estuvieron de acuerdo. De todos modos sobre la calle Blanco Encalada se colocaron siete puentes para peatones en los cruces con Cramer, Vidal, Moldes, Amenábar, Obligado, Cuba y Arcos. Eran puentes de hierro con un sistema de pivote que permitía girarlos y colocarlos paralelos a las veredas.
Las obras de canalización del Vega siguieron a ritmo muy lento. En 1915 una comisión de vecinos presidida por el señor H. Heuss se entrevistó con el intendente Arturo Gramajo reclamándole la exoneración del pago del 40 % del afirmado de la calle Blanco Encalada porque la zona no había mejorado su desventajosa situación en los días de lluvia. En todas las Memorias municipales hasta 1933, se advierte la preocupación por la insuficiencia de los trabajos realizados.
Todavía por 1934 un buen trecho del Vega, desde su nacimiento hasta Olazábal y Zapiola, corría a cielo abierto. El entubamiento se concluyó en 1941 pero ya se sabía de la necesidad de nuevas obras. En 1936 se había previsto la construcción de un conducto aliviador que arrancaría en Amenábar y Sucre y otras obras complementarias que no se realizaron. En 1985 se produjo una de las lluvias más extraordinarias de que se tenga registro en la ciudad: cayeron cerca de 400 milímetros en algo más de 24 horas. La calle Blanco Encalada se convirtió en un verdadero río cuya fuerte correntada destrozó vidrieras y arrastró vehículos a su paso. El crecimiento edilicio superó todos los cálculos realizados en 1936 para el entubamiento definitivo del arroyo.
El arroyo Vega tiene, además, su anecdotario. El 18 de mayo de 1934 el ingeniero de Obras Sanitarias de la Nación don Francisco Terrone realizó una visita de inspección al conducto. A unos 500 metros de su desembocadura, sobre  una de las paredes se veía una construcción. Era una compuerta de unos ochenta centímetros de lado, herméticamente cerrada, que no formaba parte de la obra original. Efectuada la denuncia del hecho, la policía localizó en un galpón situado en Monroe y Húsares el acceso a dicha compuerta. La propiedad era de don Alejandro Orezzolli (alias “Churrinche”), uno de los cuidadores de caballos más prestigiosos de los años 20. Hombre de don Benito Villanueva, solía hacer en su quinta llamada “Unión Nacional”, memorables asados políticos.
Presumiblemente la construcción se habría utilizado para la entrada de mercadería contrabandeada por el río, aunque don Alejandro Orezzolli declaró que la casa la había adquirido en recién en 1932 y nada sabía del asunto. Como es de suponer, el tiempo se encargó de aletargar la investigación y todo quedó como una de las tantas anécdotas lugareñas.
Aún hoy, cuando las lluvias son muy intensas, el arroyo suele causar problemas. Al momento de escribir esta nota (1), el Gobierno de la Ciudad está encarando la construcción de un canal aliviador a lo largo de la calle Monroe, para poner fin a las conflictivas andanzas del Vega.
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(1) Año 1999.

Foto: El arroyo Vega en su cruce con la calle Húsares.
Nota tomada de la revista Historias de la ciudad, Nº 1, setiembre de 1999.

Inmigración, lustrabotas, fotógrafos y vendedores de globos


(De Mario Tesler)

La cantidad anual de inmigrantes que a partir de 1857 ingresaba a la República Argentina, por el puerto de Buenos Aires, era ya considerable. Para fundamentar esta afirmación es necesario tener en cuenta dos aspectos: por aquellos años el país denunciaba signos pero no resultados de transformación y en Buenos Aires, donde se encontraba buena parte de la población, permanecía la imagen y el proceder propios de gran aldea; el otro se refiere a la no existencia de emigrantes en cantidad anual significativa, o sea en relación al número de ingresados.
Pero el flujo inmigratorio cobra impulso y se alza a partir de 1873, luego se transforma en corriente tempestuosa desde 1887. El país acusa un desborde de difícil control. El número anual de emigrantes es un índice revelador: el retorno obligado es el símbolo de la esperanza frustrada.
No se había previsto una inmigración tal, aunque las esferas gubernamentales la anhelaran. Como idea se había aceptado su conveniencia, limitada siempre a los hombres de origen europeo, en cambio no se llegó a prever lo necesario para su incorporación. Como no se estaba organizado para la empresa de recepción y adaptación, se promocionó y admitió el ingreso, luego se dejó a los recién llegados librados a su propia suerte.
La asimilación del extranjero a la agricultura fue la esperanza de quienes obviaron elaborar una política en esta materia, acorde con las posibilidades del país real. No se advirtió el inconveniente de las grandes extensiones destinadas a la cría de ganados, ni al latifundio como enemigo. El inmigrante no contaba con tierras ni con útiles de labranza y las colonias agrarias sólo dieron posibilidades a una cantidad limitada. En ese entonces Buenos Aires acelera su macrocefalia, con el aporte de quienes no quieren hacer fuerte a la nación.
Los países europeos por cuestiones sociales, intolerancias religiosas y políticas, reciben con beneplácito los resultados de esta situación. La carencia de oportunidades, la discriminación y la persecución de los hombres por su creer o por su pensar, determinó la emigración a este país; un número elevado lo hizo animado por el irresistible encanto que despertó la aventura en sí misma, la tentadora propuesta de un rápido enriquecimiento.
Los resultados aún hoy sorprenden: entre 1860 y 1890 el crecimiento demográfico de la República Argentina fue en proporción superior al de los EE.UU.
El país comienza a transformar su fisonomía y en Buenos Aires nace el proletariado urbano, como consecuencia del proceso de industrialización. En 1830 el país contaba con 6 fideerias y 35 zapaterías, 23 años después en 1853 esa cantidad se incrementa a 19 fideerías y 697 zapaterías. Las casas de carruajes eran 2 en 1853 y en 1887 sumaban 84. En cuanto a las destilerías de licores, de las 4 existentes en 1853 nos encontramos con un total de 98 en 1887.
En este contexto y por distintas razones, prolifera una actividad poco explotada en razón de los escasos requerimientos; antes había sido emprendida con espíritu de aventura, sin perjuicio de algún rédito monetario. Hasta se podría decir que se trataba de cierta afición, que en muchos casos obligó a emprenderla de manera itinerante. Me refiero a la del fotógrafo, al establecimiento industrial y comercial dedicado a la explotación del daguerrotipo y luego de la fotografía.
Hasta la presencia masiva de inmigrantes, la foto no dejó de ser una exclusividad para determinados grupos de la vida social. El inmigrante fue un consumidor de este nuevo medio. Para los marginados en la vieja estructura social, me refiero al indio incorporado de hecho, al gaucho domesticado, a los negros y mestizos y a los pobres en general, limitados a una elemental subsistencia, la fotografía siempre estuvo al margen de sus intereses. Si la imagen de ellos fue fijada se debió a lo atrayente del tema, como documento gráfico y no por solicitud de los fotografiados.
El inmigrante venía con diferentes conocimientos, otras aspiraciones y, además, necesitaba mantener vínculos de comunicación con los suyos, con los que quedaron en el lugar de origen. Para informar, para entusiasmar, para fanfarronear y a veces, desgraciadamente, para engañar, la fotografía representó un medio difícil de reemplazar por la comunicación epistolar: entre ellos, los inmigrantes, el índice de analfabetos era elevado y los semianalfabetos no escaseaban.
De los establecimientos industriales existentes en la ciudad de Buenos Aires, por el año 1887, el número de casas de fotografías era de 27. Las estadístitas consultadas registran alrededor de 94 diferentes actividades con una cantidad inferior de establecimientos y sólo 39 con mayor número. Cuantitativamente el alcance era significativo, aunque esto no comprende la importancia de los mismos ni el número de operarios que en ellas se desempeñaban.
Atendiendo a otras razones, generadas en la transformación casi espontánea de la Gran Aldea y su incorporación al conjunto de las ciudades en vías de industrialización, aumentó lo que se denomina la mala vida porteña, más una cantidad de malos hábitos; éstos sin estar inscriptos en ella comprenden un espacio periférico, están circunscriptos: el consumo de alcohol y tabaco son dos ejemplos.
De Europa nos afecta una onda expansiva que irradia machismo. En un medio ya predispuesto, se impone entre los hombres prejuicios hacia pequeños menesteres vinculados con el aseo personal y con la vestimenta. Por propensión ya manifiesta, las primeras víctimas se encontraron entre los malevos, guapos y cuchilleros criollos. El resto de la sociedad no fue inmune ni lo procuró.
En algunos casos este comportamiento fue estimulado por sus beneficiarios y por otros que, en razón de sus necesidades, efectuaban las tareas mal vistas: me refiero al lustrado del calzado, que da origen a los salones de lustrado, con sus lustradores de calzado, y a los lustrabotas ambulantes y, a veces, cuentapropistas.
La cantidad de salones de lustrado de calzado no le fueron en zaga a los establecimientos dedicados a la fotografía: en el cuadro de actividades laborales de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1887 aparece un total de 21 establecimientos.
Con la transformación social en Buenos Aires, el aumento de la población y su desarrollo industrial, aparecen los barrios, las plazas, los parques y algunos lugares para el sano esparcimiento. Los trabajadores sólo disfrutaban de ellos un día a la semana y, casi siempre, limitado a unas pocas horas: para los ocupados en relación de dependencia la jornada alcanzaba en muchos casos a 14 horas. Lo contrario ocurrió con los lugares llamados de perversión, pues eran frecuentados por la noche.
El día domingo será entonces para las familias cristianas creyentes día de guardar,  pero para todos los niños humildes significó la única posibilidad de pasear, tomados de las manos de sus padres o con sus abuelos. En este dilatado período es cuando aparece el vendedor de globos y juguetes.
Pero socialmente estas tres actividades no fueron clasificadas de igual manera. Alguna documentación de la época lo refleja: junto a otros, los lustradores de calzado fueron agrupados bajo la denominación genérica de industrias y artes manuales y los fotógrafos como profesiones liberadas. En cuanto a los vendedores de globos y juguetes no figuran especificados o bien están incluidos entre los varios.
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Foto: Llegada de inmigrantes al puerto de Buenos Aires (Foto:AGN).

13 mar 2011

Florencio Sánchez y la cortada Carabelas


(De Diego Ruiz)

La cortada era, desde mucho antes del cambio de siglo, un amable y protector paraje para los nocherniegos y para los muchachos llenos de sueños y dotes artísticas pero de bolsillos flacos, cuando no raquíticos. Nació como zona de carga y descarga de carros del Mercado del Plata, allá por 1856, y como todo aledaño a este tipo de comercio pronto se pobló de boliches y fondas de buena comida y precios accesibles; primero para los puesteros, que tenían prohibido cocinar adentro del recinto, y luego para todo transeúnte que quisiera embuchar un chupín o una buseca por pocos centavos para mantener unidos alma y cuerpo. Sobre la vereda del mercado habían estado la fonda de Motto y la conocida como Los pajaritos y, ya en el siglo XX, se alzaba la taberna de Mario que, preferida por malandrines y compadritos, dio en muchas ocasiones tema para la crónica policial. Por la vereda este estaba el hotel y restaurante Antiguo Volta, casi sobre Sarmiento, donde solían alojarse actores y cantantes líricos –tanto italianos como españoles– de gira en nuestro país; el San Bernardo, años más tarde reducto del Malevo Muñoz como antes lo fuera de Carlos Pellegrini y Paul Groussac; el Croce di Malta, preferido por los periodistas de La Patria Argentina, La Prensa y La Nación; el Benjamín, aguantadero de mitristas que recibían, de vez en cuando, la visita de su líder y el Doria, único bodegón que permanecía abierto toda la noche. Sobre Cangallo, frente a la cortada, el Americano –que también supo llamarse Conte– donde solía comer José Ingenieros mientras aguantaba los pechazos de Charles de Soussens, era un local de mayor categoría que hasta orquesta tenía. Allí estrenó José Luis Roncallo, en 1905, el tango El choclo que le había alcanzado Ángel Villoldo y que, para disimular, bautizaron como “danza argentina”... Pero volviendo a la zona más proletaria, por allí andaban, luciendo sus melenas anarquistas, Alberto Ghiraldo, Rodolfo González Pacheco, Tito Livio Foppa, José de Maturana, los dibujantes Cao y Milo Zavattaro, que también era periodista y..., luchador grecorromano. Todos eran trasnochadores pero uno se llevaba las palmas: un muchacho siempre vestido de negro que muchas veces pasaba toda la noche en el Doria escribiendo cuartilla tras cuartilla sobre formularios de telegrama: Florencio Sánchez, que por esa época vivía en Lanús y ejercía la profesión de canastero. Vuelta a vuelta venía a Buenos Aires para vender su producción y, con lo obtenido, recorría todo el espinel de bares y peñas que lo contaban entre los suyos bebiendo como un cosaco y desparramando su ingenio. Tarde ya y con pocos centavos en el bolsillo, rumbeaba para la cortada y tras varios cafés escribía las obras con las que fundó, en gran medida, el teatro nacional.
Florencio, como tantas de nuestras glorias, era en realidad uruguayo. Nacido en Montevideo en 1875, participó a los veintidós años en una de las revoluciones de Aparicio Saravia pero, decepcionado, desertó y pasó a Brasil, donde tomó contacto con el movimiento anarquista y escribió su primera obra, Cartas de un flojo, donde reflejaba su desencanto con la política “tradicional”. De regreso en Montevideo inició una intensa militancia, creó un grupo “filodramático” –como se decía entonces– donde esbozó los temas que más tarde desarrollaría en sus dramas y dio una serie de conferencias que, a la larga, causaron que la policía le dictara orden de captura y Florencio pasara a Rosario. Allí fue secretario de redacción del periódico La República, dirigido por Lisandro de la Torre, y cuando estalló la huelga de la refinería de azúcar, en 1901, no sólo fue delegado del Comité de Huelga sino que redactó sus comunicados. Cuando ya es Director del periódico, los trabajadores entran en conflicto con la patronal y Florencio..., se puso al frente de la huelga, por lo que quedó en la calle. No tuvo mejor idea que fundar otra hoja, La Época, y escribir la obra Gente honesta, donde ponía overo al dueño del diario. Conclusión: el dueño de La República consiguió hacer prohibir la obra y Florencio fue apaleado en plena calle, por lo que decidió rumbear a lugares menos insalubres y se vino a Buenos Aires. Aquí trabaja como canastero –según se ha dicho– mientras era uno de los puntales de La Protesta, la más importante y longeva publicación anarquista que vieron estas playas. En 1906 empieza a echar buena cuando le dan un puesto en la Oficina de Identificación Escopométrica que había fundado Juan Vucetich y se instala en La Plata, y en 1909 es designado por el presidente del Uruguay como comisionado a Europa para evaluar la conveniencia de que su país participara en la Exposición Artística proyectada en Roma. Florencio se dio allí la gran vida, con los anticipos por la representación de sus obras en Europa pero el mal de la época, la tuberculosis que arrastraba desde años atrás, lo estaba esperando en el Hospital de Caridad de Milán donde ingresó por una bronquitis y murió el 7 de noviembre de 1910, con sólo treinta y cinco años.
A pesar de su bohemia Florencio nunca sufrió miseria personal, pues su trabajo manual y sus sucesivos empleos le permitieron subsistir decentemente. Venga esto a cuento por lo relatado acerca de los formularios de telegrama en que escribía sus obras, rapiñados en el Correo Central que por esa época estaba en Corrientes y Reconquista. Cuenta Silvestre Otazú, gran periodista y –según creemos– el primer historiador del barrio de Boedo, que en esa época el papel utilizado en las redacciones de los diarios era de pésima calidad, áspero y basto, mientras que el de dichos formularios era suavemente satinado, lo que los convirtió en preferidos de escritores y periodistas hasta que el director de la repartición, para terminar con el saqueo, imprimió en su dorso algunos artículos de la Ley de Correos y Telecomunicaciones. Así pues, ¿quién podría tirar la primera piedra? Seguramente ninguno de los contertulios de una peña que frecuentaba Florencio en Corrientes 922, un café de la cadena La Brasileña al que concurrían Roberto Payró, Vicente Martínez Cuitiño, Nemesio Trejo, Horacio Quiroga, Enrique García Velloso, Gregorio de Laferrère, Alfredo Palacios, los ya nombrados Ingenieros y Soussens. Y una pléyade de escritores y periodistas que muchas veces sólo tenían unos centavos para un “completo” por todo alimento. Un joven poeta de Palermo, concurrente asiduo, tuvo un día la ocurrencia: “debemos ser inmortales, porque vivimos sin comer”. Su nombre era Evaristo Carriego y la idea tuvo tanto suceso que pronto el café pasó a ser conocido como “el de los Inmortales”.
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Imagen: La cortada Carabelas y el Mercado del Plata en 1936 .
Nota tomada del periódico Desde Boedo, marzo 2011.

12 mar 2011

Asombro, historias y carnavales


 (De Gabriela Sharpe)

Permitan los vecinos de Boedo que una oriunda de San Telmo eche una  mirada al barrio. Nada nuevo esta cronista va a decir para ustedes, sabedores de historias y quimeras.
La idea empezó al escuchar FM Boedo, de la que vaya a saber por qué avatares de la vida soy fanática, y los conductores del programa “En ayunas”, mañaneros de Boedo, enfurecidos, ese es el término apropiado, al leer el cable de la agencia Telam, en el cual daba a entender que el corso de Boedo tuvo mucha asistencia de gente porque tocaban los Auténticos Decadentes. “¡No, no y no!”, fue la respuesta contundente de los periodistas, quienes enfatizaron en que el corso de ese barrio concentraba gente por sí solo, que era una tradición, que era parte del barrio, y más.
Con la curiosidad de saber si esto era así realmente, la  cronista se propuso hacer la nota del cierre del carnaval, se tomó el subte y se bajó en la estación Boedo de la Línea E.
Con todos los sentidos alertas y la paciencia suficiente para soportar lo inevitable: la espuma, por dar un solo ejemplo, emprendió viaje.  De la boca del subte salió a la esquina de Álvaro Yunque y Homero Manzi, más conocida como San Juan y Boedo.  Y estas dos placas ya la dejaron perpleja.
El que viene de otro barrio, en este caso de San Telmo, donde tuvo lugar la fundación de la ciudad, donde está emplazado el casco histórico,  se asombró al ser recibida por dos placas, que hicieron las veces de presentación.  Acá está, este es Boedo.
Para que uno crezca con identidad, es esencial inculcar desde chico lo más básico, la historia del lugar donde vive: lo barrial; con los años llegará la otra historia.  Pero esa, la primera, marca. Lo hace a uno querer algo, en este caso, ni tan poco ni tan mucho, como el barrio.
Esa sensación de falta me dio al llegar a Boedo y ser recibida con parte de su cultura.  Y en ese momento a esta cronista le cayó la ficha,  que en San Telmo, las placas brillan por su ausencia.
El corso, los aerosoles con espuma, las murgas, “el carnaval que perdió 35 años de silencio”, la alegría, la gente, quedaron en un segundo plano.
Y lápiz en mano, espuma en los ojos, mojado el papel, no podía parar de escribir lo que decían las placas, de las que sólo pudo ver algunas; la alegría del corso impidió ver el resto. Por ejemplo, no sin asombro, anoté: “Aquí estuvo el Circo Politeama Anselmi, que se destacó a principios del siglo XX y a partir de 1926, Cine Los Andes, en el que actuó Gardel”, hoy funciona Coto; la placa donde estuvo la Editorial Claridad, en Boedo 837; el “Trianón”, desde 1940, los creadores del auténtico sándwich de pavita.
Pero lo que más me llamó la atención fue la placa colocada en el frente del café “Margot” en la que se lee “Placa a Orlando Lacava creador de la carroza ganadora de la fiesta de la primavera, 1980”, o esta que dice: “Héctor A. González, hombre de Boedo y custodio de su identidad.  Creador del Espacio de Teatro Boedo XXI”.  Disculpen la ignorancia de la que esto escribe, no conozco a estos personajes, pero obviamente Boedo sí y los reconoce de esta manera.
No perder la historia es de una dignidad sublime. Felicito al barrio por cuidar tan bien a sus habitantes.
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Imagen: Chapa que recuerda a la Editorial Claridad en Boedo 837 (Foto rubderoliv).