20 nov 2014

Los paraguas y el 25 de Mayo



(De Silvia Long-Ohni)

 25 de mayo de 1810. Una lluvia persistente. Cintas celestas y blancas. Una plaza, la Plaza de la Victoria, hoy Plaza de Mayo, repleta de mujeres con faldas anchas y miriñaque y de hombres elegantes y compuestos. Un escenario cubierto de paraguas. Una postal estática, obra del artista Ceferino Carnacini realizada en 1938 que ilustró los billetes de la segunda mitad del siglo XX y que ha servido para crearnos la idea de la fundación de la Patria, pero, ¿qué tan fiel a la realidad es esa imagen que hoy sigue siendo parte de nuestra memoria histórica?
Sí se sabe que ese día llovía en Buenos Aires. También se sabe que las damas de esa época no usaban faldas anchas con miriñaque ni ceñidas a la cintura pues la moda vigente era el estilo imperio: vestidos livianos de muselina con el corte debajo de los senos. ¿Y la profusión de paraguas que son casi los protagonistas de esta escena? ¿Había paraguas en esta parte del mundo en 1810?
Curiosa pregunta que tiene también una curiosa respuesta.
Mucho antes de que el hombre conociera el paraguas existió el parasol o quitasol, y así puede observarse en un relieve en el que el rey de Asiria, 700 años a/C, va, al frente de sus soldados, cubierto con este artefacto que también fue de uso entre los griegos, etruscos y romanos. Pero fueron los persas los que asimilaron este objeto y lo convirtieron, poco a poco, en el paraguas que, de manera aproximada, es el que hoy conocemos.
Sin embargo, este aparato, al menos hasta mediados del siglo XVII, era enteramente desconocido en la mayor parte de las naciones europeas. Hubo de ser un hombre, un londinense llamado Jonás Hanway, nacido en 1712 quien, por sus actividades comerciales había recorrido muchos países y, entre ellos, Persia, donde conoció y apreció los buenos servicios del paraguas, el que lo introdujo en Londres.
Fue el primer hombre que se paseó por las calles de esa capital llevando paraguas alrededor de 1750, atrevimiento que le acarreó toda suerte de burlas y mofas de las personas mayores así como agresiones directas de la muchachada que no se abstenía de arrojarle todo tipo de verduras, de huevos y de otros proyectiles semejantes sin lograr que el hombre abandonara su determinación, aunque comprendiera que, para sus conciudadanos, esto de usar “sombrilla”, cosa de mujeres, no podía menos que causar rechazo.
Más allá, los dueños de carruajes de alquiler aseguraban que los paraguas arruinarían su negocio y, por cierto, se plegaban al mal trato. Pero el tal Jonás siguió firme en la suya y hasta se atrevió a asegurar: “Pronto será popular”.
Poco tiempo después, los dueños de posadas y cafés londinenses de cierta categoría acostumbraron a tener uno de estos objetos para cubrir a sus clientes desde la puerta hasta el carruaje. Y en poco tiempo más, el mentado paraguas, también formó parte de la vida en algunas casas particulares de personajes de alto rango, pero puede decirse que sólo 30 años después, es decir cerca de 1780, vino a generalizarse su uso en la capital británica.
Generalizarse es tan sólo una manera de decir, porque hasta esa fecha se trataba de un objeto bastante costoso y, a tal punto hacía a las diferencias, que por aquellas latitudes solía decirse que había tres clases de gentes: los dueños de un carruaje, los que se podían permitir el lujo de un paraguas y los extremadamente pobres.
Por fin, aceptado y adoptado el paraguas en Inglaterra, su uso se extendió a los otros países europeos y, más tarde, a América, donde, por mucho tiempo, continuó siendo un objeto de lujo.
Y entonces, ¿es veraz la imagen de ese 25 de mayo de 1810 inmortalizada por Carnacini? ¿Era posible esa inmensa profusión de paraguas en la Plaza de la Victoria? Seguramente, no, pues si bien había paraguas en Buenos Aires, los había solamente para los ricos en tanto que el resto, el común, se cubría con capotes.
Prueba de esta excepcionalidad es el paraguas que se conserva en el Museo Histórico Nacional y que perteneciera a un funcionario del Cabildo de 1810. Se trata de un paraguas colonial, grande, de tela marrón, cuyo mango es de marfil y que lleva grabado un escudo con el perfil de Fernando VII.
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Imagen: "El pueblo quiere saber de qué se trata", óleo de Ceferino Carnacini.