(De Felipe Pigna)
La niebla desconcierta, inhibe y es un tema de conversación
que sobrevive a su disipación. Los que padecen particularmente los fenómenos
climáticos, los millones de trabajadores que truene, llueva o granice deben
salir en busca de los pésimos medios de transporte que los llevarán hacia sus
empleos, dejan de prestarle tanta atención a estas cosas, no es que se
acostumbren, sólo tratan de no sumarle una angustia más a las que deben
sobrellevar como pueden todos los días. Aquella mañana de invierno otra vez la
niebla se había adueñado de Buenos Aires y aquel vagón sucio ya venía atestado
desde su salida en Temperley y se siguió llenando desafiando todas las leyes de
la física y violando todas las leyes que “protegen” a los usuarios de los
medios de transporte público. El tema entre muchos de los sufridos pasajeros
era el inminente debut de la selección nacional en el próximo campeonato
mundial de Uruguay y los crecientes rumores de un golpe de Estado que
terminaría con el gobierno del “peludo” Yrigoyen. Aquel desvencijado interno 75
de la línea 105 de Compañía de Tranvías Eléctricos del Sur había salido a las 5
de la mañana de aquel 12 de julio de 1930. Era el popularmente llamado “tranvía
obrero”, allí iban hombres, mujeres y también muchos niños que oficiaban de
aprendices haciendo las peores tareas en talleres y frigoríficos. Por aquel
Riachuelo que ya por entonces era el desagüe de todos los desperdicios de la
industria que lo rodeaban y que le daban su clásico aspecto denso y negro,
venía cansinamente la chata petrolera “Itaca II” que con sus sirenas le avisaba
al encargado del puente levadizo, el español Manuel José Rodríguez de 68 años,
que vaya levantándolo para darle paso. El hombre hizo lo de siempre, encendió
las luces de peligro para evitar que algún tranvía intentara cruzar en ese
momento y puso en marcha el mecanismo para que el puente comenzara a elevarse.
Al frente del tranvía venía su motorman, un italiano de 31 años llamado Juan
Vescio.
Habían pasado unos pocos minutos de las seis cuando el tranvía
cruzó la última curva, aquella que les avisaba a los pasajeros que viajaban de
memoria que estaban a punto de cruzar el puente sobre el Riachuelo. El
encargado del puente que estaba por cobrar una efímera notoriedad recordará:
“En ese momento me pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor
frío. Me asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces de
las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente. Medio
desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue
inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía
escucharme; creo que tampoco tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como
una tromba y lo vi caer al vacío en forma espectacular, hasta que se hundió
completamente en el río; en ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas
y se sintió claramente el ruido del impacto con el agua. Después todo fue
silencio. Un silencio aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras
personas que también habían presenciado la escena y empezamos a planear el
auxilio, a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro”.
De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio
Benadasi, José Hohe, Buenaventura Arlia, y Gabina Carrera.
Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un
mecánico italiano que viajaba hacia su empleo en la Compañía General Frabril y
le contaba a no de los cuatro cronistas apostados por el diario “Crítica” en el
lugar de los hechos: “Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del
lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba
repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi
las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. De repente sentí
una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en
el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el
vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano
izquierda. La cuestión es que sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta
que me sacaron”.
Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los
56 cadáveres estuvieron a cargo del personal policial y de buzos del Ministerio
de Obras Públicas, curiosamente dos griegos, Anastaxis Fotis y Antonio
Splaguñías quien relató que “Cuando abría la puerta interna estaba cerrada y me
costó abrirla, pero cuando lo hice se vinieron encima varios cadáveres
amontonados. Me di cuenta de que estos últimos habían tratado de romper los
vidrios para escapar, pero seguramente en la confusión no tuvieron tiempo y se
ahogaron enseguida.
El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El
autor del principito, Antoine de Saint-Exupéry escribió dolido en su diario:
“He escuchado una terrible noticia. Yo, que tantas veces crucé la Patagonia con
vientos cruzados, me imagino el terror que habrán sentido los obreros que han
caído al Riachuelo en el vagón del tranvía en que viajaban. En medio de la
bruma, el conductor no advirtió que el puente había sido abierto para dejar
paso a un barco. El diario "Critica" afirma que el culpable es el
gobierno, por no mantener suficientes controles”.
Muchos apuntaron al joven motorman Vescio acusándolo de
impericia, pero el juez de la causa el Juez Miguel L. Jantus determinó que se
trató de una falla mecánica debida a que el comando que accionaba el freno
encontraba defectuoso debido al desgaste producido por el uso. El fallo
confirmaba que Vescio era una víctima más del sistema, que dejaba cuatro hijos
y a su viuda embarazada. La responsabilidad era compartida: absoluta
negligencia de la empresa propietaria que no tenía entre sus hábitos el control
mecánico de sus unidades destinadas a simples obreros, y ausencia absoluta de
control por parte de un Estado ausente.
Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y
cronistas de todos los medios. A todos los conmovió profundamente la noticia
que entre los muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los que se
dolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba responsables más allá de
los visible, de lo evidente, qué se preguntaba por qué tenía que estar allí ese
niño, porqué este pibe, como tantos otros, tenía que salir a trabajar a las
cinco de la mañana. En nombre de muchos, aquel entrañable Raúl González Tuñón
escribió en la quinta edición de Crítica de aquel 13 de julio de 1930: “Uno de
los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad.
Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del
tranvía. Nadie lo reconoció en el momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién
sabe si ese chiquilín no tiene más familia que una abuelita vieja, a la que
debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese cuerpecito
liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese
bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro
una milanesa, seguramente sobre de la comida del día anterior. Esa sándwich era
el único almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo,
ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el
prestigio de arrancar más de una lágrima”.
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Imagen: Recuperando de las aguas el tranvía caído al Riachuelo.