25 nov 2013

Cielo de agosto


 (De Inés Tropea)

 Los barriletes parecían atados al cielo como pájaros en libertad condicional. Los muchachos apostaban al ganador, mirando desde la vidriera del café que daba justo  frente al  baldío de " La Quemada".
"La Quemada" era el parador de los pibes de Villa Santa Clara y, siempre en agosto, el cura de la capilla organizaba una competencia de barriletes que culminaba con mate cocido y facturas para todos los asistentes, y un par de zapatillas para el ganador.
A nadie le pasaba desapercibido el acontecimiento porque la gente se juntaba en el baldío, los chicos de la villa se mezclaban con los del pavimento, y el barrio adquiría el color de las fechas patrias. Ese domingo, el sol estrenaba la futura primavera con el ardor propio de los principiantes. La tarde empezaba a ensoñarse en aquella hora de la sobremesa en la que nadie se resignaba a hacer la siesta.
Cada año, los barriletes trepaban  por una escalera invisible hasta acomodarse en un pedacito de cielo, pero hoy, que no había viento, se empeñaban en quedarse detenidos a mitad de camino para derrumbarse de pronto como un avión en una inevitable picada.
La cosa se ponía difícil. Sin siquiera una brisa había que ser muy hábil para remontar los esqueletos empapelados y coludos. Los que ya lo habían logrado, tenían esa mirada característica de la vanidad de los triunfadores. Los otros intentaban carreritas, les alivianaban el peso, les ponían y les sacaban cola, discutían entre sí, pero muy pocos conseguían empinar sus cometas en el aire.
Al cabo de empeñosos esfuerzos, uno a uno fue abandonando los intentos y se fueron sentando sobre las piedras para no perderse el espectáculo.
Era fantástico mirar hacia arriba y ver pedacitos de papeles de colores prendidos con alfileres en una página celeste, como las figuritas de un álbum. Ningún barrilete se balanceaba, todos se mantenían alineados a la misma altura, detenidos por una especie de techo invisible que les marcaba la longitud del vuelo.
¿Cómo elegir un ganador? ¿Cómo repartir un sólo par de zapatillas entre doce?
La gente empezó a juntarse en las esquinas. Las vecinas, que a esa hora salían a barrer la vereda, estaban apoyadas en los palos de las escobas, mirando hacia arriba.
Los muchachos que habían apostado a sus favoritos, salieron del bar y se acercaron a los otros.
 Jamás había sucedido algo parecido: la inmovilidad de los barriletes le confería a la escena un aspecto fantástico; parecía que el viento se había detenido para siempre y que el cielo terminaba ahí nomás, en el extremo del hilo desovillado.
El murmullo se fue acallando poco a poco hasta que el silencio creció como una caricia en las bocas, sostenido por el asombro.
Por un instante, la tierra y el espacio se acercaron. Un burbujeo del aire se apelotonó debajo de nuestras axilas y de las suelas de los zapatos, y pujó hacia arriba, levantándonos suavemente. La distancia comenzó a crecer sin vértigo debajo nuestro y fuimos sintiendo cómo nuestros pies se alejaban del suelo e íbamos remontándonos, lentamente, hasta alcanzar casi la altura de los postes de luz.
Cuando empezamos a rozar con nuestros cuerpos las colas de los barriletes izados, flotando en el espacio como estatuas voluptuosas, el borde de los techos y las terrazas, allá abajo, nos parecían acomodados como baldosas en una vereda gigantesca; y los jardines se iban achicando hasta perfilar pequeñas islas verdes.
No sé cuántos éramos allá  arriba, pero creo que estábamos todos. Tampoco sé bien cuánto duró aquello, hasta que empezó esa brisa que movió el aire con un empujón hacia abajo  y fuimos descendiendo suavemente: los chicos con los barriletes en las manos, las vecinas con las escobas, los muchachos del bar y el cura, con el par de zapatillas debajo del brazo.
No hubo ningún pibe que se llevara las Pampero, pero el mate cocido y las facturas alcanzaron para todos, porque nadie tenía ganas de comer ni de tomar nada.
Nos quedamos hasta la noche en "La Quemada", mirándonos unos a otros, y esperando a que alguien se atreviese a decir la primera palabra. 
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Imagen: Preparando los barriletes.
Tomado de la página Quemá esas cartas.

22 nov 2013

Del bandoneón


(De Luis Alposta)

Con respecto a la llegada del bandoneón a nuestro país, todos coinciden en decir que fue un marinero de ultramar quien lo introdujo.
Augusto P. Berto sostenía que ese marinero fue Thomas Moore, "El Inglés". Otros, en cambio, argumentan que fue un brasileño conocido como "Bartolo", allá por 1870. Están también los que dicen que en 1865 José Santa Cruz fue a la Guerra de la Triple Alianza llevando un bandoneón pequeño.
Pero lo que sí es seguro, es que en 1890 ya sonaban en Buenos Aires varios bandoneones, que dieron origen a la primera generación de bandoneonistas, encabezada por el legendario Sebastián Ramos Mejía, recordado como "El Pardo Sebastián".
Después, en las primitivas formaciones instrumentales del tango, partiendo de los primeros tríos, ha sido la flauta la que le cedió su lugar al bandoneón. El que este último instrumento haya tenido cuna en Sajonia no ha sido impedimento para que llegara a consustanciarse con nuestra música en poco tiempo, al extremo de constituirse en su más genuina expresión. Y fue así cómo con la paulatina desaparición de las traviesas y picarescas fiorituras de la flauta, el tango fue perdiendo su originario carácter retozón y bullanguero, adoptando entonces una modalidad temperamental severa y cadenciosa.
Y ha sido el bandoneón, sin duda, el artífice de esa radical transformación anímica, que contribuyó a forjarle al tango un carácter quejumbroso y sentimental. 
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Imagen: "Bandoneonista", pintura de Ricardo Carpani.

21 nov 2013

"Leoplán", la publicación argentina que marcó una época


(De Martín Visuara)

"Leoplán” fue una de las revistas argentinas pioneras a la hora de compaginar ficción con notas de actualidad. A fines del año 1934, Ramón Sopena fundó un espacio que habría de existir hasta 1965. Primero apareció con frecuencia quincenal y después de los años 50 y hasta su cierre la revista fue mensual. Fue una de las revistas de mayor influencia sobre varias generaciones, se definió desde la tapa como un “Magazine Popular Argentino” como una verdadera declaración de principios. Así acercó autores clásicos rusos, franceses y norteamericanos al gran público al mismo tiempo que incluía material periodístico de algunos de los mejores escritores argentinos de los años veinte en adelante. “Leoplán” además solía publicar novelas completas e ilustradas. Desde “Los tres mosqueteros” de Dumas, pasando por “Anna Karenina” de Tolstoi o la hoy inocente y olvidada “La cabaña del Tío Tom” de Harriet Stowe.
La revista, dedicada a la incipiente clase media de mediados de los años ’30, abarcó tres décadas de entregas, llegando a publicar 700 ediciones. Los relatos estaban ilustrados con dibujos o fotogramas de películas en donde las estrellas del cine representaban a los personajes de las historias. Un verdadero semillero de periodistas como lo fueron en su momento Enrique González Tuñón, Ignacio Covarrubias, Carlos Duelo Cavero y Adolfo R. Avilés entre otros alternaron su trabajo con los nuevos que dieron sus primeros pasos en el mundo de las publicaciones como Horacio de Dios, Miguel Bonasso y Sergio Rubén Calé. Miguel Brascó, por su parte, tenía a su cargo la dirección del suplemento de humor que se editaba con la revista. También la revista contó con colaboradores extranjeros como el escritor Erskine Johnnson, quien hacía sus crónicas desde Hollywood. Mientras que desde París hacía lo mismo el crítico André B. Lartigau entre otros.
La revista “Leoplán” marcó una época en la cercanía con el lector. Ramón Sopena creó, diagramó y le prestó especial atención a las cartas que los lectores remitían a la revista. De ellas surgieron muchas de las secciones que le dieron un estilo definido a la publicación. Las consultas y preguntas que hacían los lectores como ¿Qué diferencias hay entre trajes oscuros y claros? ¿Cómo combinar calcetines con corbatas? ¿Cómo utilizar el sombrero? fueron el origen de novedosas secciones como el “Consultorio del hombre elegante” o “Si tiene un tiempito…bástese a sí mismo” dirigida a las reparaciones que podían surgir en el hogar. Trabajos a realizar y consejos útiles a la hora de enfrentar estos problemas por los hombres y mujeres de la primera mitad del siglo pasado.
También, y entre los inventos de Ramón Sopena para su revista, estaban las muy recordadas secciones “Arquitectura racional” y “Vida rural”. La primera daba una singular visión casi anticipatoria en donde se abogaba por la cordura a la hora de las nuevas viviendas, los espacios verdes en la época pre-ecológica, con indicaciones sobre la conservación de los espacios históricos y de la concepción modernista del barrio. “Vida rural” estaba casi dedicada a aquellos lectores de “Leoplán” que vivían en las lejanías de los suburbios y en donde podían muy bien convivir pequeñas huertas con vida más sana. Secciones que le dieron un perfil y que marcaron un sello de identidad de la revista. Secciones que en definitiva relatan  un tiempo hoy lejano pero que le hablaba a ese nuevo ciudadano de los años treinta y cuarenta que comenzaba a surgir en la gran ciudad que quería  ser Buenos Aires. “Leoplán” también cobijó a un escritor proveniente de la editorial Hachette: Rodolfo Walsh, amante del ajedrez y de la novela policial, publicó sus primeros cuentos como “Los nutrieros”; “La sombra de un pájaro” y “Tres portugueses bajo un paraguas”  en la revista “Leoplán”. Diez años más tarde, la tira Mafalda de Quino, dibujo creado para una campaña publicitaria de lavarropas, tuvo su bautismo ante el gran público en las páginas de “Leoplán” iniciando una carrera que aún hoy resuena en todo el mundo. Una revista cultural, con tapas a color y con 170 páginas en riguroso sepia al comienzo, para pasar luego al blanco y negro, bastaron para que al poco de andar se transformara en una revista esencial de información general y que con sus grandes aportes literarios marcó, durante una larga época, el panorama editorial de la Argentina. “Leoplán” ocupó durante muchas décadas la referencia de este tipo de publicaciones en toda América Latina.
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Foto: Uno de los números de la revista “Leoplán”. (tomado de www.todohistorietas.com.ar)
La nota fue tomada de la página  Magazine D-Revistas.

Buenos Aires, la fábrica de arquitectura


(De Mario Sabugo)

En el principio, había sido una fantasía arquitectónica: La fábrica de Tangos, propuesta en “Nuestra arquitectura”; era un intento de formalizar aquella idea de Ramón Gómez de la Serna, que soñaba con una suburbana fábrica, a la cual irían los doloridos y desengañados de la fauna porteña, para que se les hiciera un tango. El proyecto se basaba en una combinación de edificios de la historia de la ciudad, los construidos, los proyectados e incluso los demolidos. Contrastaba, adrede, las tramas universales de los tiempos recientes con los oropeles del siglo XIX, o bien la prepotencia del neoclásico con la humildad de las casas bajas con el patio.
Pues bien, resulta que al fin algo que uno barruntaba que iba a suceder, tarde o temprano, se presenta y confirma, plenamente, que la fantasía de la que hablábamos más arriba no era más que un recuerdo confuso de lo que Buenos Aires ofrece a cada paso.
Paséese usted por la zona de Plaza Lavalle y, de golpe, fíjese en la cuadra de Libertad al 500…¡Allí está! La cuadra que mezcla más violentamente todas las épocas, las alturas, los estilos, las intenciones… y sin embargo es un conjunto consistente, porteño.
De izquierda a derecha, la escuela Roca (neoclásico, de Carlos Morrra), el edificio de oficinas (minirrascacielos vidriado de los ’70), el Instituto Libre de Enseñanza Secundaria (racionalista de los ’30-’40), el Conventillo del Arte (ecléctico, principios de siglo), y un bloque que, derivado de la regular codificación de la Diagonal Norte, da la vuelta y se asoma a nuestra cuadra. Abajo, a la izquierda, el Petit Colón.
Sin embargo, hay una unidad que (como dirían los académicos), se refuerza con la variedad. Variedad de épocas y de alturas.
Parecería  que la unidad viene dada por cuatro elementos: primero, la división parcelaria, que ha mantenido una repartición más o menos equivalente de los frentes, lo que permite un reparto equilibrado de los mismos. Segundo, que todos han aceptado, en general, contribuir a su manera a la composición del conjunto  y ninguno, por ejemplo, ha retirado su frente de modo que interrumpa la continuidad de las fachadas. Tercero, todos los edificios son de calidad constructiva y estilística. Cuarto, que todos y cada uno han sido fieles a un momento: han seguido el espíritu de su época y han hecho el estilo que les aparecía como conveniente. Ventaja adicional: con la plaza enfrente, se puede ver el conjunto y gozar de los saltos, de la variedad que va de uno a otro. Ventaja ésta de la perspectiva que no está a disposición de la mayoría de nuestras cuadras.
Y los saltos de una parcela a otra no se realizan impunemente: vea usted, si se acerca un poco más, cómo la escuela Roca incrusta una cornisa, alevosamente, contra el núcleo vertical de hormigón del minirrascacielos.
Claro está que uste conoce ideas similares: el barroco latinoamericano (Carpentier), la ciudad análoga (Rossi). Pero en Libertad al 500 está la posibilidad real de ver y tocar una cuadra transhistórica, prototipo de la arquitectura de Buenos Aires. Y frente a la cual se pueden hacer jugosas reflexiones sobre nuestro estilo, no el de 1880, ni el de 1970, sino el de ambos y sobre un modo de producción colectivo, que es el urbano por excepción, el que define a las ciudades.
Ramón soñaba con la Fábrica de Tangos cerca de la ciudad, pero ahora usted puede descubrir cómo nuestro mercado negro de estilos, Buenos Aires, es, Toda Ella, una gran fábrica de arquitectura.
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Imagen: La escuela "Presidente Roca" vista desde la Plaza Lavalle, en una antigua postal. (Tomado de la página web arcón de buenos aires.)
Nota del libro La ciudad y sus sitios de Rafael E. J. Iglesia y Mario Sabugo.

20 nov 2013

Una nueva máquina de soñar



(De Mónica López Ocón)

Luego de la privatización criminal que hemos sufrido los argentinos, reconforta saber que aún nos queda algo propio. En efecto, si hemos de creerle a la Academia Argentina de Letras, existe un “habla de los argentinos” que es inmune a los embates del inglés y sobre la que ni siquiera el mismísimo Aznar (para decirlo en términos lingüísticos, una mala traducción de Bush al español) podría dictar un embargo.
Preventivamente, no obstante, la Academia ha tenido la precaución de salvaguardar nuestra habla nacional en un diccionario de reciente aparición: el “Diccionario del habla de los argentinos”.
Suele decirse con frecuencia que para un escritor su lengua es su patria. La connotación nacional de este diccionario demuestra que no son sólo los escritores los que habitan en la lengua aprendida en la infancia, sino que a todos, como decía Italo Calvino, “la lengua nos lleva en ella como un útero materno”.
No se trata, como bien se aclara en el prólogo, de un diccionario de “argentinismos” (algo así como un diccionario de palabras que sufren una artrosis deformante que las aleja de los cánones anatómicos del español de España), sino de un diccionario que “registra usos léxicos diferenciados de los de la Península, en vocablos y en acepciones. Es decir, un diccionario contrastivo, cuyo elemento diferencial sería el ‘Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española’: voces y usos del español argentino diferentes del español peninsular”. En términos concretos esto significa que es capaz de consignar familias enteras de palabras que no tienen abolengo y que, como tantos argentinos, están en la calle: “chanta, chantapufi, chantún” y expresiones que parecen hechas a medida para describir la actitud de los políticos respecto de la inundación de Santa Fe como “hacerse el chancho rengo”.
Este diccionario, como todos, es muchas cosas a la vez: una especie de campo de refugiados donde las palabras marginadas de la oficialidad lingüística se preservan de la muerte y, también, un segundo grito de independencia respecto de la corona española. Existe todavía algún trasnochado que otro que cree que Fernando VII no ha muerto y que sostiene que “los argentinos hablamos mal” porque no lo hacemos como en España o que dice “suponte” en vez de “suponete” en la certeza de que la conjugación española le asegurará un lugar de privilegio si no en el Cielo, por los menos en la mesa de Mirtha Legrand.
En este sentido, el “Diccionario del habla de los argentinos”, como todos, constituye una reivindicación política. No es casual que los diccionarios, al igual que las gramáticas, nacieran en el proceso de formación de los estados nacionales. Ahí están Don Sebastián de Covarrubias y Orozco y el señor Nebrija para confirmarlo.
Finalmente, como todos, también este diccionario es un objeto que nos libera de la “angustia de infinitud” (Roland Barthes dixit) al ofrecernos un número finito de voces que nos produce la ilusión –falsa, como todas las ilusiones– de que el inabarcable mare mágnum de la lengua puede guardarse en una caja. Y es, además, “una máquina de soñar; al engendrarse, por así decirlo, a sí mismo, de palabras en palabras” (nuevamente R.B.).
Puestos a soñar, entonces, sería bueno soñar para el término “argentino” acepciones más felices que las que hoy llevamos casi todos en el diccionario de la memoria nacional, acepciones que no consignen solamente lo que nos han quitado, sino también lo que nunca podrán quitarnos. Por ejemplo: “argentino: dícese de la persona que lo ha perdido casi todo, pero que aún mantiene el privilegio de que al pronunciar ciertas palabras le quede en la boca el lejano y entrañable sabor de la leche materna”.
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Foto: "Diccionario del habla de los argentinos" editado por la Academia Argentina de Letras.                        

17 nov 2013

Eloísa Cartonera, diez años pariendo mucho más que libros


(De Mariana Kruk)
  
Llegué la tarde de un miércoles a Aristóbulo del Valle triple 6, tal cual me dijo Alejandro Miranda que anotara, cuando telefónicamente me pasó la dirección para realizar esta nota. No sé si se trató de una cuestión de cábala o superstición, lo que sí sé es que será imposible olvidar esa dirección y no precisamente por la particular numeración rodeada de cuentos. Esa esquina es, me animo a pronosticar para todos aquellos que la visiten, inolvidable.  En ese rincón de La Boca, dándole la cara a la doce, funciona hace ya varios años, Eloísa Cartonera.
Estaciono la bici adentro. Alejandro me convida con una galletita de miel casi al mismo momento en que me saluda. Unas personas están como yo, de visita en el local, son holandeses. Al rato me entero de que se conocieron con quienes ahora son sus anfitriones (y los míos) la noche anterior, en un bailable de Constitución. “La Osa”, quien trabaja ahí hace ya 7 años amamanta a Fede, su bebé de apenas un mes, mientras tanto planea con su pareja la cena de la noche. Washington Cucurto, ese tipo que me hizo maravillar novela tras novela, está ahí, pintando libros con su nena. La pared está llena de repisas con libros listos para ser vendidos; hay  también fotos colgadas donde se puede ver a diferentes artistas que han pasado por el reducto. Arriba de las mesas armadas con caballetes hay otra pila de libros a medio terminar. Suena cumbia paraguaya. Alejandro, quien ya lleva cinco años trabajando en el proyecto, me pregunta si quiero sacar fotos o grabar la charla, le digo que no llevo nada de eso, y me reprocho para mis adentros. No puedo hacer mucho más que tratar de disimular mi asombro y ponerme a pintar con ellos. El clima que se respira ahí adentro es algo magnánimo, pienso que de eso habla realmente la nota que jamás podré reproducir en palabras.
Diez años atrás, allá por un 2003 que trataba de asomar la cabeza tras la crisis y era cascoteado por todos lados, Cucurto tenía un sueño: aceitar la cuestión editorial, la circulación de las obras, que no fuera tan engorroso ni costoso editar un libro. Nació entonces Eloísa Cartonera. El nombre viene a cuento de una mujer que en su momento supo enamorar al artista plástico Javier Barilaro. Con el tiempo, Eloísa se convirtió en una Cooperativa de trabajo que tiene por único fin hacer libros, lograr que sea más accesible la publicación de los mismos, que los autores puedan ser leídos y que las personas puedan leer, levantar la bandera de lo que verdaderamente importa a fin de cuentas en un libro: su contenido.
“Cucu”, como oí que lo llamaban todo el tiempo dentro del local y a quien con todo el descaro del mundo también terminé llamando así, me contó que él miraba por esos entonces cómo la ciudad se llenaba de pilas y pilas de cartón por las noches y pensó que bien podría reutilizarse para hacer las tapas de los libros, que le comentó la idea a algunos amigos y lo sacaron carpiendo, opinaban que nadie compraría libros hechos con tapas de cartón y mucho menos pintados a mano, simplemente porque serían “feos”.
Pues bien, los libros de cartón no sólo terminaron siendo recibidos con un éxito total y absoluto desde el principio, sino que además son muy bellos. Como están pintados a mano, no existen dos ejemplares iguales en el mundo, y esto los hace únicos. Las obras que publican son siempre de autores latinoamericanos. Desde escritores que les gustan mucho hasta a aquellos que no conocen tanto. Lo importante es que los libros salgan, que se difundan. Los autores ceden sus derechos, ellos compran el cartón a los cartoneros y muchas veces, son estos mismos quienes terminan pintando las tapas.
Se han dicho muchas cosas acerca de Eloísa, que nació como producto de la crisis y para darle empleo a los cartoneros, es lo que más resuena en los pasillos del mundillo editorial. Pero esto no es totalmente cierto. Si bien es real que nació en un momento de crisis y que los cartoneros proveen el material con el que realizan las tapas de sus libros, el verdadero motor de Eloísa, lo que pujó desde un principio en este proyecto, es el amor por la literatura y el trabajo.
Desde Pendejo de Gabriela Bejerman, el primer libro que editaron, hasta hoy, pasaron diez años, demasiadas cajas de vino vacías que se convirtieron en las tapas de más de 200 títulos, la conformación de una Cooperativa de Trabajo, cientos de manos que se fueron arrimando y colaboraron desde dónde pudieron con esta noble tarea de traer libros al mundo.
El año pasado Eloísa Cartonera recibió el Premio Príncipe Claus (de Cultura y Desarrollo), gracias al que podrán cumplir un gran sueño: comprar una casa y dejar de alquilar.
Hoy por hoy existen más de 50 editoriales cartoneras en el mundo, incluso en países donde no existen los cartoneros. Eloísa es nada más y nada menos que la idea “madre” de todas ellas.
En lo personal, como autora y parte de un proyecto editorial, considero a Eloísa Cartonera como un ejemplo a seguir y también, un orgullo nacional.
Cuando la tarde empezaba a caer me retiré con mi bicicleta, pensando que Eloísa Cartonera me dio una nueva y hermosa excusa para volver a La Boca, ahí nomás, a pasos de la Bombonera, donde los libros tampoco tiemblan, laten.
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Foto: Muestra de algunos de los ejemplares terminados.
Nota tomada del periódico Desde Boedo, noviembre de 2013. 

Kasa Las Estrellas

 

(De Milagros Leiva)

Kasa Las Estrellas es el nombre que se le dio a esta antigua casona del barrio de La Boca. Hasta ahí, todo parece bastante normal. Pero, ¿qué pasa si les digo que la casa es una sinagoga abandonada que fue ocupada y hoy en día se utiliza como sede de diversas actividades culturales? Sí, eso mismo.
La historia cuenta que por mudanzas de barrios y la partida de muchos inmigrantes que participaban en esa comunidad, poco a poco la sinagoga fue perdiendo el protagonismo que había tenido años antes. Después de la muerte del último rabino responsable por el lugar, la casa quedó abandonada y nadie la reclamó aunque legalmente el edificio le corresponde a la AMIA, Asociación Mutual Israelita Argentina. Tras quedar vacía se convirtió en algo así como un escondite, sede de algunas actividades ilegales no muy felices, lejos de ser el lugar sagrado y comunitario que había sido en épocas mejores.
Con el tiempo se instaló allí un grupo de personas que decidió preservar la casa. Fueron ellos los que le dieron el nombre de Kasa Las Estrellas, utilizando la K característica del movimiento Okupa y "Las Estrellas" por los Maguen David -estrellas de David- pintados en las cúpulas de la sinagoga. Se hicieron refacciones para poner  el lugar en condiciones, que tenía un deterioro avanzado y se abrieron sus puertas al público. Comenzaron a realizarse espectáculos de circo, teatro, recitales y varios cursos y talleres a la gorra y así se revitalizó un lugar que estaba perdido.
Aparentemente, la comunidad judía, a pesar de ser los dueños legítimos del edifico, ha manifestado su apoyo a esta iniciativa. Muchos vecinos y hasta descendientes de los miembros participantes en la comunidad de la sinagoga de La Boca se han manifestado a favor de esta ocupación ya que con su trabajo han mantenido el lugar a flote y sumado un nuevo espacio cultural a la ciudad en vez de dejar que el lugar se venga abajo por desinterés.
Visitar la Kasa Las Estrellas es una experiencia movilizante desde la llegada. La casa no tiene timbre, hay que golpear la puerta con un palo de madera que cuelga de la entrada y alguien nos invita a pasar. Luego de atravesar el patio, en la entrada de la casa se pueden apreciar los vitrales con la estrella de David, inscripciones en hebreo y un mural con los nombres de rabinos y miembros de la comunidad que ya no existe. Ojalá que ellos estén orgullosos al ver que esa casa a la que tanto cariño dieron, sigue presente en la vida cultural del barrio y de la ciudad: Kasa Las Estrellas, Magallanes 1265, La Boca.
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Imagen: Kasa Las Estrellas. Foto: Libertinus (http://www.flickr.com/photos/libertinus/)
Nota tomada de la página http://www.eternabuenosaires.com

15 nov 2013

Hermanos de sangre y adoquín


(De Rubén Derlis)

Núñez y Saavedra son los únicos barrios porteños que nacieron siameses. Hasta que el bisturí burocrático de una ordenanza municipal, separándolos, fijó sus límites, les resultaba harto difícil a los vecinos de estos extremos de la ciudad saber con justedad o precisión dónde empezaba uno y terminaba el otro. Aun hoy muchos no lo saben, y llevan más allá de sus fronteras ya delimitadas el inicio o el final de uno u otro.
Pero ambos barrios, sin embargo, poseen características propias, que a lo largo de sus respectivas historias le fue otorgando el vecindario: el color local que cada uno de ellos trasunta en calles y avenidas, y que los hacen lugares únicos, tipificándolos para que no se confundan con otros. Pero si tal confusión se diera y extraviara al meteco, no faltará el natural de uno u otro barrio para hacerle saber que ese sitio es el que es, según da fe su cédula de porteñidad, y avalan, además, sus propios sentimientos. El equívoco pronto será aclarado, porque todo amante de la ciudad, y de su barrio en particular, no ve con buenos ojos ser adjudicatario de una pertenencia barrial que no le corresponde, y mucho menos que se le reste, por equivocación o falta de información, lo que por propio conocimiento sabe que le pertenece. No por desamor al barrio fronterizo, sino por un celoso y arraigado amor al propio.
Núñez y Saavedra, con sus innegables personalidades que testifican quienes son –si se prefiere, ese algo, ese no sé qué que identifica a cada barrrio–, poseen lazos de hermandad imposibles de romper, pues –como se dijo– los dos son nacidos de una misma sangre urbana, la del pater familia Florencio Emeterio Núñez. Esta es una de sus características más notorias, sin menguas de muchas otras. De ahí que al hablar de ambos, al introducirse en las entretelas de sus pasados, al revisar sus anales, el historiador deba por fuerza abordarlos unívocamente, como un todo, hasta llegar al momento en que cada cual respiró por sí solo –previa ablación umbilical– para desarrollarse con autonomía. A partir de entonces, Buenos Aires vio crecer a dos nuevos barrios, sobre unas tierras donde los primitivos lugareños podían avizorar las lejanías sin mucho esfuerzo, en una llanura que ya comenzaba a retirarse porque el progreso irrumpía sin permiso.
De estos recién nacidos, Alfredo Noceti firmó sus respectivas partidas de nacimiento en un libro que aún permanece inédito, a algunos años ya de su muerte física, y que tuve la suerte de leer en su original –por derecho de amistad –, donde este barriólogo de filiación coghlense, puso cuidada investigación ciudadana  y amor porteño sin retaceo en cada una de sus páginas.
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Imagen: Avenida Cabildo, uno de los límites de los barrios de Núñez y Saavedra. (Foto tomada desde el puente General Paz)

13 nov 2013

Desde entonces



(De Natalio Schmucler)

Nací en un yotivenco fulería
con cocinas enfrente de las piezas.
Entraba el agua a todo, si llovía,
como entraban tan solo las tristezas.

A una extraña vecina, "la Meneca", 
que tenía un malvón, al que cuidaba,
le pusieron los muebles en la yeca
porque la pobre, bueno, no garpaba...

Yo era un pibe, ¿sabés?, la vi llorando
y me jodí pa´toda la cinchada;
me entró a fajar la pena, la congoja.

Si ahora mismo, mirá, lo estoy contando
y la oigo broncar a la encargada
y soy aquel malvón, que se deshoja.
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Imagen: Desalojo (Fotografía: www.periodistasenlared.com.ar)

Cayetano Santos Godino, el "Petiso Orejudo"

 


(De Miguel Eugenio Germino)
  
El de Santos Godino fue uno de los primeros casos de un asesino serial, que asoló la sociedad porteña por el año 1912. Del terror colectivo se pasó al asombro cuando se descubrió que el autor de los aberrantes crímenes de criaturas de hasta 5 años era un menor de 15 años, que torturaba a sus víctimas antes de matarlas, confesando que lo hacía por un irresistible impulso de placer interior.
De un hogar marginal de inmigrantes italianos, de familia numerosa, brutalmente violentado por su padre borracho, expulsado de varias escuelas, transcurrió su infancia vagando en la calle, eligiendo como centro de sus correrías los barrios de Balvanera, San Cristóbal y Parque Patricios.
  
INTRODUCCIÓN
 El siglo XX recién se desperezaba, tras el primer Centenario de Mayo, que transcurría en medio de una violenta agitación social. Gobernaba Roque Sáenz Peña (1910-1914), que proyectaría su nombre mediante la ley que intentó detener los fraudes electorales, mientras el interior era sacudido por la rebelión chacarera conocida como “El Grito de Alcorta”. El mundo se encaminaba hacia la primera gran conflagración mundial, auspiciada por la Guerra de los Balcanes. Se hundía el Titanic, el mayor barco del mundo, en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912, durante su viaje inaugural.
Buenos Aires era aún una ciudad baja, de calles abiertas a los vientos, surcadas por un nuevo medio de transporte: “el veloz tranvía” tirado por caballos y que se transmutaría paulatinamente en “el moderno eléctrico”.
Se vivía una llegada de inmigrantes sin precedentes, que alcanzó ese año a 274.000 ingresos. La metrópoli se jactaba de sus 821.000 habitantes, aunque se originó un gran déficit habitacional y proliferaron los inquilinatos y conventillos, con un hacinamiento ciudadano.
Los barrios de Almagro y Parque Patricios se encontraban al borde de la pampa, cuando comenzaban a dibujarse en su damero las primeras viviendas urbanas, entre las grandes quintas loteadas, y de tanto en tanto la chimenea de un horno de ladrillos inflamando el cielo suburbano.
En aquel panorama pueblerino se viviría el horror, entre enero y diciembre de 1912, al aparecer asesinados alevosamente varios niños de entre 2 y 5 años, el último abusado, estrangulado y con un clavo en la sien.

EL NIÑO CAYETANO
Fiore Godino y Lucía Ruffo, habían arribado al país en 1884 procedentes de Calabria (Italia), junto a dos hijos, aquí tendrían otros nueve. Al menor, nacido el 31 de octubre de 1896 en un conventillo de la calle Deán Funes 1158, le pondrían el nombre del mayor fallecido en Buenos Aires, Cayetano.
Fiore, empleado municipal, encargado del encendido de los faroles, era alcohólico, violento y en los últimos años padecía de sífilis. Al regresar por las noches borracho a su hogar sometía a su mujer e hijos a fuertes palizas.
En aquel clima crecería el niño Cayetano, enfermizo, de composición esquelética y talla baja, la asimetría del cráneo y de la cara respondían a defectos originarios; descollaban sus grandes orejas y sus largos brazos desproporcionados a su estatura, sus manos poseían una extraña flexibilidad. Durante los primeros años estuvo al borde de la muerte a causa de una enteritis.
Durante toda su niñez, sufrió el maltrato y los fuertes golpes paternos, quien no comprendía otro modo de morigerar lo que entendía como “naturaleza maligna de su hijo”.
Inaplicado en la escuela primaria, es expulsado sin otra consideración más que “su falta de interés” y su rebelde comportamiento. La calle sería entonces su lugar formativo, anduvo vagando por ellas desde los cinco años.
Cayetano, con su psiquis atrofiada, producto de una vida dolorosa y marginal, privado del mínimo cariño, transita los caminos de la exclusión social más absoluta, que lo sumerge en una infancia de morbosas fantasías y deseos abyectos.
Esta situación nos lleva a una compartida reflexión: ningún niño nace ladrón y menos asesino, sino que el trato familiar, el hábitat de marginalidad y la trama de la sociedad contribuyen, con mayor o menor presión, al cruel camino que transitará en su adolescencia.

LA CATARATA DE CRÍMENES
Entre 1904 y 1911, Cayetano agrede a los niños Severino González y Julio Botte, entre otros intentos frustrados. Experimenta impulsos piromaníacos, se entretiene además matando pájaros domésticos y con otras formas de agresión, como consta en la Comisaría 8ª de Urquiza 550 –entonces la familia habitaba un inquilinato en la calle 24 de Noviembre 623–, por denuncia de su propio padre que explicita: “que su hijo de 9 años es absolutamente rebelde a la represión paternal, solicitando la reclusión del mismo en donde la policía crea oportuno y por el tiempo que quiera…”.
A raíz de esa denuncia el menor es puesto a disposición de la Alcaldía Segunda y posteriormente aislado en un reformatorio de Marcos Paz. Esto solo sirve para agudizar sus graves problemas, de modo que cuando recobra la libertad en 1911 inicia su brutal carrera delictiva.
Entre enero y diciembre del año 1912, ya adolescente de 15 años, consumará sus más alevosos crímenes, e incendios:
En enero prende fuego a una bodega de la avenida Corrientes; cuando llegan los bomberos, colabora con ellos en apagar las llamas. Declarará un año después cuando es detenido: “Me gusta ver trabajar a los bomberos, es lindo ver como caen en el fuego”.
El 25 de enero asesina al menor Arturo Laurora, quien vivía en Cochabamba 1753; el crimen fue consumado en una casa abandonada de la calle Pavón 1541, donde lo encuentran golpeado brutalmente, estrangulado y semidesnudo.
Por la tarde del 7 de marzo le prende fuego al vestido de la pequeña Benita Vainicoff, frente a la vidriera del comercio de la calle Entre Ríos 322. Su abuelo que cruza de prisa la calle para socorrerla es atropellado por un tranvía y fallece en el acto, la niña muere a causa de las graves quemaduras.
En los siguientes meses ocurrirán en la zona otros incendios intencionales no aclarados. Comete el ataque a la niña Carmen Ghittoni, de 3 años, que es salvada por un policía mientras el “Petiso Orejudo” huye precipitadamente.
El 8 de noviembre intenta asesinar al niño Carmelo Russo, de 2 años, a quien un vigilante lo encuentra con los pies atados y semiasfixiado con un cordón que le envuelve el cuello. Godino a su lado, aduce que lo encontró en ese estado y lo estaba desatando; es detenido, aunque finalmente liberado por falta de méritos.
Siempre el modus operandi de Cayetano es el de acercarse a chicos “con cara de otarios” como declarará después, y ofrecerle caramelos, para luego conducirlos a un baldío o a una casa desocupada y atacarlos.
 El 3 de diciembre el menor Jesualdo Giordano de 3 años, jugaba en la puerta de su casa de la calle Progreso (hoy Pedro Echagüe) entre Jujuy y Catamarca. Cayetano lo tienta con caramelos, lo conduce a una quinta de la calle Moreno, donde lo somete, violándolo y estrangulándolo con un piolín y además le perfora la sien con un clavo.
Al día siguiente fue al velatorio del infortunado y le giró la cabeza para ver si aún conservaba el clavo en la sien, además recortó la noticia de los diarios, no sabía leer pero tal vez pensó ver alguna fotografía. El 5 de diciembre es detenido en el inquilinato de Urquiza 1970 donde entonces vivía; ya la policía lo estaba cercando por testimonios de vecinos que habían visto a un joven orejudo de la mano del chico.
Una vez apresado confiesa todos sus crímenes, además de otro ocurrido en 1906, una niña de 2 años que había enterrado viva en un baldío de la calle Río de Janeiro. Llegadas las autoridades, comprueban que en el lugar se había edificado una casa de dos pisos. Sin embargo los archivos policiales registraban la desaparición de la víctima el 29 de marzo de 1906, se llamaba María Rosa Face, que nunca fue encontrada; sus padres italianos habían regresado a su país.
Confiesa además los incendios de la estación de tranvías de La Anglo Argentina de Estados Unidos 3360, de una fábrica de ladrillos de Garay 3129, de un corralón de maderas en Carlos Calvo 3950 y de otro en Corrientes 2777.
Según el prontuario policial: “no demuestra ningún arrepentimiento por sus actos, conserva la mayor lucidez y demuestra satisfacción al narrarlos, es analfabeto, pero sabe firmar y posee buena memoria.”
Salva su vida –entonces regía la pena de muerte– por ser menor de edad. Es conducido a diferentes encierros, primero al Hospicio de Las Mercedes, luego a la Cárcel de Las Heras, para terminar definitivamente en 1923 en el penal de Ushuaia.

SU DETENCIÓN EN USHUAIA
Muy poco se conoce de los 21 años de reclusión de Godino en aquel lúgubre penal, que pasó a conocerse popularmente como “La cárcel del Fin del Mundo”, enclavado en un paisaje rústico y agresivo, y que llegó a albergar a más de 900 presos. Fugarse de allí era morir inexorablemente de hambre y de frío.
En un trabajo de investigación del año 1935, el diputado Ramírez señala: "...después de visitar la cárcel de Ushuaia, de haber observado su funcionamiento, régimen y características, puedo afirmar que ese establecimiento está lejos de reunir las condiciones indispensables para responder al amplio programa de reconstrucción psicológica y profesional que necesita el material humano alojado en sus celdas. Por el contrario, constituye un ambiente moral y físicamente malsano, corrosivo, lleno de riesgos y de peligros; no va más allá de un brutal hacinamiento de hombres…; en la cárcel de Ushuaia todo está dispuesto en contradicción permanente con un régimen correctivo de verdad, científico, humano. Comenzando por su ubicación, por la clase de condenados recluidos, por el régimen de trabajo, por las condiciones sanitarias, por el trato; en una palabra ¡por todo!..."
 En este presidio –construido por Julio Argentino Roca en 1902 y levantado íntegramente por los penados hasta 1920, cuando se dieron por concluidas las obras–, se han roto huesos, se han retorcido testículos y se han sometido a los presos a brutales palizas con cachiporras de alambre.
Finalmente por decreto del presidente Juan Domingo Perón del 21 de marzo de 1947, es cerrado este temido presidio de “Ushuaia, tierra maldita”. Actualmente funciona en el lugar un museo, como atracción turística, junto al también histórico “trencito del fin del mundo”.
Allí pasó Cayetano Santos Godino, el “Petiso Orejudo”, los últimos 21 años de su corta vida de 48 años. En el lugar se lo sometió a una de las primeras cirugías estéticas para reducirle las prominentes orejas, al parecer por atribuirle a ese rasgo el origen de su malignidad.

GODINO Y EL CINE
Allí tuvo tal vez un castigo ejemplar para su dimensión asesina, tan inhumano como su permanencia en el sombrío lugar donde sufrirá el desprecio de sus compañeros de encierro, el maltrato cotidiano, violentado sexualmente, solo, sin amigos, sin visitas, sin cartas. Descarnadamente solo en este vértice tan hostil del mundo y tan lejos de la franja de sus correrías por Balvanera, San Cristóbal y Parque Patricios.
Los detenidos de la sección carpintería tampoco perdonaron el último crimen de nuestro personaje, la estrangulación de un gato que era su mascota, le pegaron tanto que tardó más de 20 días en salir del hospital. Murió el 15 de noviembre de 1944, a causa de hemorragias internas producto de las tantas palizas recibidas, sin confesar remordimientos ni entender tampoco que había sido en el año 1912 el centro de las pesadillas de Buenos Aires.
El cine recoge los testimonios de la vida de Godino en la película argentina del año 2007: “El niño de barro”, dirigida por Jorge Algora.
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Fuentes:
-http://es.geocities.com/abbyss69/aspetiso.html
-http://escenadelcrimen.com.ar/santos-godino/
-http://www.portalnet.cl/comunidad/art-y-relatos-gore.165/953862-biografia-cayetano-santos-
 godino-el-petiso-orejudo.html
-http://www.slideshare.net/Haruka303/caso-petiso-orejudo-santos-godino
-http://www.taringa.net/posts/info/1112959/Cayetano-Santos-Godino.html
-Vallejos Marcelo, Todo es Historia nº 312, julio de 1993.

Fotografía: Pabellón de la cárcel de Ushuaia, donde murió el “Petiso Orejudo”.
Nota y foto tomadas del periódico Primera Página, noviembre de 2013.

10 nov 2013

Copérnico



(De Enrique Espina Rawson)

Esta pequeña calle de Buenos Aires lleva el nombre de un médico, matemático, físico, canónigo católico, diplomático, economista, doctor en derecho canónico y a ratos astrónomo amateur, que nació en 1473 en Polonia, y se llamaba Nicolás Copérnico.
Se lo recuerda exclusivamente por esta última afición de ratos perdidos, ya que a través de ella logró, dando coherencia y unificando distintas y antiguas especulaciones, dar fin a la teoría de un cosmos geocéntrico y abrir paso definitivo a la concepción del universo heliocéntrico.
Esta obra capital, fue publicada en el año 1543, bajo el desabrido título  “Sobre las revoluciones de los orbes celestes”, universalmente “De Revolutionibus”. Es fama que el primer ejemplar fue puesto en sus manos el 19 de febrero de ese año, pocas horas antes de su fallecimiento.
Esta obra había sido terminada años antes, y diversos y poderosos nombres, entre los que no faltaban obispos católicos, le urgían su publicación. Copérnico no era hombre dado a las imprudencias, y vaciló mucho tiempo antes de autorizar su impresión. Sus teorías tanto podían conducirlo a la gloria como al patíbulo. Evitó la incertidumbre con dos cautas decisiones. La primera, dedicar la obra al papa Pablo III, ensalzando las múltiples ventajas con que su sistema beneficiaría la correcta medición del tiempo y las predicciones astronómicas, y la segunda, fallecer -como dijimos- el mismo día que su obra se dio a conocer al público.
En el 2005 un equipo de arqueólogos polacos descubrió sepultados en la Catedral de Frombock unos restos que, según antiguos testimonios, podrían ser de Copérnico. Un pelo, también atribuido al astrónomo, apareció en unos manuscritos. Comparado el ADN entre ambos hallazgos, se estableció que pertenecían a la misma persona. Expertos de la policía, sobre la calavera hallada, confeccionaron un retrato computarizado, y resultó idéntico a un retrato de época de Copérnico. Así fue como, novelescamente, Nicolás Copérnico fue vuelto a enterrar hace pocos días, en solemne ceremonia, en la Catedral de Frombork.
Pero hubo un homenaje casi desapercibido que un grupo de extranjeros realizó a la memoria de Copérnico, significando su nombre como símbolo de patria y de redención. Poco nos cuesta imaginar a este grupo de polacos exiliados, hombres de impermeables y rostros adustos bajo los sombreros, y mujeres sin maquillaje, de caras lavadas, con vestidos pasados de moda y zapatos hombrunos, parados en pesado silencio frente a una modesta placa de la calle Copérnico de Buenos Aires.
Es el año 1943. Polonia ya ha sido destruida, aniquilada y devastada por los nazis primero, y terminada de demoler entre estos y las tropas comunistas después. Un fantasmal gobierno polaco en el exilio languidece en Londres, y grupos de polacos dispersos por el mundo, como este de Buenos Aires, viven pendientes de las informaciones de las batallas que se libran tan lejos de ellos.
El acto ha sido tolerado de mala gana por el gobierno de esos años, de manifiesta simpatía por el Eje, y la redacción de la placa debió ser sometida a múltiples depuraciones. Su lacónico texto, no obstante su objetividad, traduce la esperanza y la fe de un pueblo heroico y combativo.
No hay discursos, casi ni se habla. Ojos enrojecidos leen: “Homenaje al gran artista polaco Nicolás Koperniko en el IV centenario de su muerte. 1543-1943- Instituto Cultural Argentino Polaco- Unión de los Polacos en la Argentina”.
Copérnico limita en Gelly y Obes, y, fatalmente, en Galileo.
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Imagen:  Calle Copérnico (Foto de Iuri Izrastzoff)
Nota tomada de la página web: fervor x buenos aires

Olivari, el blues porteño


De Juan Sasturain)

Justo había empezado a leer a Nicolás Olivari, cuando se murió. Recién caído en Buenos Aires y en la facultad, entre Illia y Onganía, yo era un pibe, tenía veintiún años, y él los últimos sesenta y seis que yo tengo ahora. Lo había descubierto en una edición de La musa de la mala pata de Editorial Deucalión, una colección dedicada a Boedo y Florida donde encontré al otro Tuñón, Enrique, con Camas desde un peso. Después leí El gato escaldado que rescató el Centro Editor, con aquel prólogo programático y provocador que es el equivalente, para la poesía, de lo que fue entonces, para la narrativa, la incitación pugilística arltiana, la tan citada del cross a la mandíbula.
Es obvio que no se leía a Olivari en el ámbito académico, por decirlo así. El veterano Julio Caillet Bois, que teníamos de profesor, no lo incluyó –ni a él ni a Tuñón: Raúl, en este caso– en una antología, preparada para Eudeba, de poetas del primer tercio del siglo XX. Parece mentira.
Pero no, era así. El viejito de pelo blanco, amable y sereno, que aparecía en la contratapa de su libro póstumo de crónicas porteñas, no había sido nunca un escritor cómodo, accesible, compartible sin salvedades. Y mucho menos de muchacho, cuando encarnó lo más saludablemente corrosivo de la vanguardia poética. Así, Olivari, creador múltiple –ya que escribió también cuentos, alguna novela, teatro y radioteatro, crónicas, películas, un tango famoso que grabó Gardel: “La Violeta”–, ha sido un autor temible y temido, difícil de clasificar y sobre todo de manipular críticamente.
Recuerdo que hacia comienzos de los ’70 preparé una antología que nadie me pidió antes, ni publicó después, con un prólogo pretencioso –que he saludablemente perdido– y que por entonces poco era lo que había para leer sobre él: un libro extraño del erudito Bernardo Ezequiel Koremblit: Nicolás Olivari, poeta unicaule (sic), comentarios de Martín Alberto Boneo y –más cerca– una hermosa nota evocativa, un retrato del Olivari final que hizo Paco Urondo, creo que en la primera etapa de La Opinión. Poco más. Al poeta y a los poemas –digo– no había donde leerlos.
Recién hace unos años, cuando El Octavo Loco, con la perspicaz mirada crítica de Ojeda y Carbone, volvió a editarlo en prosa y verso, tras el rescate que significó la re-aparición de El hombre de la baraja y la puñalada en Adriana Hidalgo, el lector pudo volver a encontrarse con “La costurerita que dio aquel mal paso” –un soneto como el de Carriego, pero arrasado de ironía–, “Nuestra vida en folletín”, “Antiguo almacén A la ciudad de Génova” y otras extrañas maravillas, inevitables en la más exigente antología de nuestra poesía contemporánea.
Esa edición cuidada y fervorosa de sus tres primeros libros de poesía, escritos, como los de Borges, a lo largo de aquella década del ‘20 prodigiosa para la lírica argentina, incluye poemas desparejos en calidad, pero uniformados por un inconfundible y poderoso aliento. Es que La amada infiel (1924), La musa de la mala pata (1926) y El gato escaldado (1929) se leen como un único y originalísimo texto poético que no se parece a nada coetáneo. Porque si bien Olivari pertenece a una generación, a una ciudad y a una condición social precisas –que él subraya a menudo–, puesto a escribir rompe con todo, se va de cauce y de causa, patea intencionadamente el tablero. Incluso para el lector que entra sin aviso ni vacuna –o, a la inversa, con prejuicio o preconcepto positivo– suele operar una fuerza centrífuga, una cierta resistencia que impide o dificulta entrarle con facilidad.
 En el esquema con que se describe aquel momento de la poesía argentina, se redunda en la oposición Boedo-Florida, el barrio y el centro. Groseramente, la izquierda y el compromiso social estaban de un lado; la vanguardia experimental y el arte por el arte, del otro. Menos Oliverio y la figura magistral de Macedonio, todo el resto de los que vale la pena acordarse eran (de Borges a Marechal y Molinari) pibes brillantes de veintipico. También tenían esa edad los fronterizos y tránsfugas que no encajaban del todo en el esquema simplista: los mencionados González Tuñón, Arlt y este Olivari, nada menos.
La originalidad de ese grupo entre grupos, que no es tal ni programático, resulta, por muchas razones, de lo más interesante. Su obra da cuenta de una mirada y un “estado espiritual” rico en contradicciones –que son las de la ciudad–, menos sujeto a dogmas y más pegado a la calle, sin redencionismo social a la Carriego, ni el turismo urbano del primer Borges. Lo suyo será el grotesco: el ejercicio de un humor amargo ante la sordidez.
Dijimos alguna vez que Olivari viene de los barcos –la raíz tana es muy fuerte, como en los Discépolo–, pero ya no extraña il paese como el ancestro inmediato que alimentó el grotesco; viene del barrio humilde, pero recala en el asfalto y las luces del centro –itinerario tanguero, sin su carga sensiblera–, pero, sobre todo, viene de la literatura: como Arlt se carga de Dostoievski y alucina fuera de programa, Olivari sale a la calle con la cabeza llena de Villon, de Lafforgue, de Baudelaire, y pinta y cuenta desde esos modelos revulsivos. Con vocación de dandy y marginal, se piensa poeta maldito mientras trajina en la redacción de Crítica, rema con “prosa asmática” bajo la tutela del capital. Ahí están las tensiones básicas –lo individual y lo social– entre el ideal y la miseria, belleza y fealdad, todo a flor de piel y sin resolver. El resultado es una tristeza sin melancolía, el tedio sin atenuantes, la rabia destilada en puteada, escupida y mueca; el poema de versos disonantes, cojos, autoconscientes de su rareza.
Hay una pareja clave en casi todos los poemas: por un lado el yo lírico, la voz cantante –el joven enamorado, el periodista asalariado, el cliente ocasional, el paseante cínico–, y enfrente, con el lector de testigo y a veces de interlocutor, ella en sus tres versiones: la novia inicial que compartió los perdidos sueños adolescentes –el cine de barrio encarna ese universo de deseos insatisfechos, de la pantalla a la butaca– y que deviene la sórdida compañera de la rutina matrimonial; la empleadita, dactilógrafa o modista, sometida y expuesta a un mercado perverso y desigual; y finalmente, abyecta y triunfal, la “puta de dos pesos”, la yiranta, la carne callejera que saltó el cerco de la decencia. La novedad no es el tema sino la mirada al ras, solidaria y cruel a la vez: el poeta comparte con la yira –retórica pero sinceramente a la vez– un mismo horizonte de frustraciones sin salida: “Me gustaría tentar otro destino; / pero ya es tarde, / y estamos clausurados por la desdicha / y por la democracia”. Qué bárbaro.
Nicolás Olivari murió el 22 de septiembre de 1966.
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Ilustración: Primera edición del libro de poemas Pas de quatre, editado por Trenti Rocamora. 
Trabajo tomado del diario Página 12.011)