30 may 2015

Vagabundeo de cabotaje




 (De Rubén Derlis)

Los largos periplos por calles porteñas que incitaban a un sostenido vagabarriar sin ton ni son, paulatinamente se van circunscribiendo –que no aquietándose– , a zonas más restringidas;  la intención de perderse por barrios menos conocidos se va replegando, porque las tabas ya no dan para tanto, hay que hacer posta con más frecuencia de la necesaria entrando a cualquier café que sale al paso, o en el banco de una plaza, si es que su verdor la anuncia en nuestro no fijado itinerario, y tomar aliento, porque hace rato que se ha perdido el paso Pitman  y notamos que empiezan a chirriar los goznes de la vida. 
 Ante esta realidad incontrastable que impide los agotadores cruceros barriales no hay que entrar en pánico, por el contrario, es aconsejable alejar toda idea de desespero, y dado que callejear es parte de nuestra porteñidad, se debe conjugar este verbo en la modalidad  cabotaje: viajar dentro del propio barrio. Y aunque algunos sean de la opinión de no encontrar gracia en ello, (por mi parte digo que tampoco se trata de gracia alguna), a poco que se revisiten lugares conocidos, se habrá de dar con nuevos descubrimientos que de tanto ir y venir por las misma calles nos pasaron inadvertidos: fachadas, árboles, esquinas, perspectivas y tantas cosas más que a lo sumo hemos mirado, pero nunca vimos.
Por lo general creemos conocer el barrio donde habitamos, que acerca de él lo sabemos todo, como si un barrio –el nuestro como cualquier otro– fuera un módulo estático cuando en verdad su dinamismo lo mantiene en permanente transformación (si estos cambios son para bien o para mal, es otro asunto).
¿Fuimos conscientes de la transformación del íntimo espacio que nos contiene? Seguramente no; acaso ni nos dimos cuenta de su continua metamorfosis porque se daba mientras nosotros también cambiábamos; ocupados como estábamos en nuestro cambio, acaso reparamos muy poco del que se operaba en el fragmento urbano que nos cobija. Entonces habría mucho para ver. Pensemos solamente que más allá de quince cuadras a la redonda –que no son pocas–  de la manzana donde habitamos,  casi es territorio desconocido pese a pertenecer al mismo mapa barrrial. Es posible –por no decir seguro– que allí se hayan producidos cambios que ignoramos, algunos de los cuales podrían resultarnos chocantes (la antigua casona demolida para dar nacimiento a un nuevo edificio en altura), o gratos (la esquina de un vetusto local clausurado que ahora luce con un café acogedor gracias al buen gusto de una excelente remodelación). Son sólo dos ejemplos; puede haber más y de distinto tipo; sólo es cuestión de salir a callejear y de asomarnos a los nuevos asombros que nos esperan. Y siempre en el barrio, en nuestro barrio, que no termina en las cinco o seis cuadras a la redonda por las que nos movemos para hacer las compras mínimas o para tomar el colectivo que nos transportará a alguna parte.
Si bien soy un apasionado de los largos cruceros barriales, por imperio de las circunstancias (los años no vienen solos), el descubrimiento de los vagabundeos de cabotaje me ha deparado no pocas sorpresas, frustrantes unas, de sostenida alegría otras, tal como sucede en una ciudad en alocado crecimiento.
De crucero o de cabotaje, lo importante es salir a la calle a calibrar sus pulsaciones, que como quedó dicho, sacudirán nuestra existencia con diversas emociones.
En cuanto a salir a la calle, debo rectificarme y decir: entrar  a la calle, en plena adhesión a lo que sostiene el barriólogo Ángel Prignano  cuando escribe con indiscutible acierto que no se sale a la calle, sino que se entra en ella.
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Imagen: Síntesis del escudo de la Ciudad de Buenos Aires.
Texto tomado de su libro: Códigos de callejero.

Acerca de la grafía Buenos-Ayres



(De Fernando Sánchez-Zinny)

El tema me ha sumido en hondas cavilaciones, tras las cuales debo confesar, sin ambages, que muy poco sé del hecho en sí, aunque esté a mi alcance hacer algunas elucidaciones más o menos pertinentes sobre el tema, lo que no es lo mismo. Desde ya, con entera certeza puedo aseverar algo marginal aunque concreto: no, jamás hubo disposición, ordenanza, o reglamento que dispusiese la forma de escribir el nombre de nuestra ciudad; por lo tanto, todas las variantes en la grafía que se han producido a lo largo del tiempo sólo han sido reflejo de la costumbre en el sector leído de la sociedad.
Lo primero que, según entiendo, debe puntualizarse es que antes de la paulatina normatización de la ortografía española iniciada a partir de mediados del siglo XVIII, merced al influjo del Diccionario de Autoridades y sus anexos, reinaba una notable anarquía en la materia; incluso en textos hoy día clásicos, en una página la misma palabra figura escrita de dos maneras diferentes.
Luego, que, de origen, la Y –“i griega” o “ye”, como se dice ahora– tiene en castellano un sonido ambiguo, a veces vocálico o a veces consonántico, sin que la cosa termine nunca de aclararse. Todavía escribimos –y esto es un obvio anacronismo– “muy”, “hoy” o “hay”, si bien estas son palabras que no admiten variantes y que por lo tanto no crean situaciones dudosas. Pero si escribo rey, ley o buey para representar los fonemas rei, lei o buei, ¿por qué en los plurales no pongo “reies”, “leies” o “bueies”, como sería lógico?
Este ejemplo no es absurdo, aunque lo parezca, y pienso que bastante se relaciona con el caso de Buenos Aires, nombre en el que de entrada los cronistas y memorialistas coloniales dieron en acomodar lo de “Ayres”, posiblemente porque estaba en el espíritu aquel tiempo y acaso, también, por la cercana y omnipresente presencia del guaraní, idioma para el que la inserción de la Y se prestaba sobremanera: Pindapoy, Queguay, Urunday, Gualeguay, Villaguay, Paraguay, Uruguay. Y vamos aquí al asunto de los derivados: un oriental no es un “uruguaio” sino un uruguayo. Si se trata de alguien de Concepción del Uruguay es un uruguayense. E –incluso en portugués– si es de Uruguayana (ciudad o villa propia del Uruguay), será uruguayano, sólo que en éste caso la fonética es, efectivamente, según la teoría indica que debe ser: “Uruguaiana” y “uruguaiano”.
Durante toda la colonia casi universalmente se escribió Buenos-Ayres, lo que no creo que deba llamar la atención, ya que en los documentos oficiales de la época se escribía, asimismo, “virreynato”.
Pasa lo mismo con la cartografía contemporánea, que mayormente no era española sino primero holandesa y más tarde francesa, señalándose que en este último caso la combinación “Ay”, da, precisamente, el sonido “ai”, en tanto que éste, como grafía, se pronunciaría “e”, circunstancia que tal vez explique por qué en los mapas extranjeros haya subsistido el dichoso “Buenos- Ayres”, por muchísimos años, hasta bien entrado el siglo XX.
En el transcurso de la etapa rosista, lo que circulaba era “Buenos-Ayres”, casi sin excepción. Después de Caseros y sobre todo después de la reunificación de 1860, esa forma desaparece abruptamente y apenas si se la ve sobrevivir en publicaciones de las colectividades escritas en sus lenguas, en algunas denominaciones comerciales, sobre todo francesas, y en intentos arcaizantes. ¿Qué ha pasado?
No sé. Si tuviese que atribuir a algo ese fenómeno sería al creciente predominio intelectual de la generación del 37, vuelto canónico tras la caída de Rosas. Porque Echeverría, Alberdi, Mármol, Juan María Gutiérrez, Sarmiento, Mitre, aparte de ser virulentamente antiespañolistas y, por lo tanto, en principio furibundos antiacadémicos, paradojalmente eran partidarios no menos apasionados de uno de los ideales academicistas más característicos, que es el de la unidad y razonabilidad del idioma, posibilidades vistas hasta como un resorte de cohesión nacional. Para ellos había que prescindir de lo medieval y simplificar las cosas, para favorecer la escolarización; el sanjuanino hasta tiene, al respecto, una gramática reformada y cualquiera sabe el ascendiente que sus criterios adquirieron cuando sobrevino la inmediata eclosión normalista.
Finalmente, acerca de esto: que una palabra que en sí designa sólo una cosa determinada se escriba de manera arbitraria, en el fondo no es sino parte de las arbitrariedades de que habla Saussure; digamos: Miriñay. Pero, visiblemente, “Ayres” quería decir aires, y no se vería razón para escribirlo distinto. Me imagino que sería, en ese caso, una cuestión de mesura, de elegancia, de no querer ser “bárbaro”.
Que no medió ninguna disposición gubernamental específica, lo da cuenta  esa iglesia de estilo románico teñido de eclecticismo que está en la avenida Gaona, obra erigida en la década de 1930 y ante cuyo altar he recibido los óleos bautismales: se llama “Nuestra Señora del Buen Ayre”.
Me queda lo del simpático guión intermedio, propio de una época en que se escribía “Estados-Unidos” y “Provincias-Unidas”, obvia referencia a que lo indicado constituye una unidad, cosa muy común en francés, hasta en los apellidos como Lévi-Strauss, Merleau-Ponty o Royer-Collard. Boulogne-sur-mer es, en conjunto, un nombre completo e inescindible que proclama que esa ciudad de Francia es la que es y no la que está en Italia.
Hoy usamos los guiones sólo para referirnos a una unidad formada por elementos que permanecen ajenos entre sí: Guerra Ruso-japonesa, o Pacto Argentino-boliviano; si, en cambio, esos elementos se amalgaman, desaparece el guión: anglosajón, Sudamérica.
Hasta aquí llegué.
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Imagen: Primera página de la "Gazeta de Buenos-Ayres".

23 may 2015

"Queremos volver a tomar el té en 'El Molino'"



(De Gabriela Sharpe)

Hace unos años ya, los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires se congregaron en la esquina de Rivadavia y Callao,  lugar donde se encuentra la mítica confitería El Molino, y realizaron un té simbólico en la puerta de este edificio, cerrado hace ya dieciocho años.
La convocatoria, impulsada por la ONG Basta de Demoler, puso un tema urticante en el centro de la escena: el del patrimonio histórico y arquitectónico de la Ciudad de Buenos Aires, cada vez más devaluado. Juan Martorell, integrante de esta organización afirmó que "En este caso, el de la confitería El Molino, demoler y dejar caer son sinónimos. No hace falta venir con una topadora, sólo alcanza con dejar todo como está, para que este edificio se terminé de caer".
Inaugurada en 1917, fue elegida como lugar de reunión de personajes en la literatura argentina. El escritor Pablo Babini la describe como la confitería que "se llena de viejitos y viejitas a la inglesa que comparten con algunos jóvenes y con los vecinos del Parlamento las tardecitas porteñas..."
Otra visión, más desgarradora quizás, es la que brinda el poeta Rubén Derlis en su libro Guía para vagabarrios: "La politizada Confitería del Molino hace varias sesiones de ambas Cámaras que no da quórum.  Con las cortinas bajas acaso quiera resguardar los fragmentos de una Buenos Aires íntegramente porteña, de la avidez edilicio-mercantilista de los hacedores de shoppings y multicines".
A partir de 1997, año en que cerró sus puertas, hay en danza muchos proyectos, el último es el que busca transformar el edificio  en un Museo de la Democracia, en homenaje al ex presidente Raúl Alfonsín; otros impulsan la expropiación y que quede bajo la órbita de la Secretaría de Cultura y hay legisladores que quieren expropiar sólo el sector de la confitería. Por ahora, lo único cierto, es que está protegida por las leyes del patrimonio de la Ciudad, y no podrá demolerse. Algo es algo.
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Imagen: Confitería del Molino. (Dibujo de época tomado del sitio endlessmile.com/buenos-aires-confiteria-del-molino)

19 may 2015

Acerca de "feites" y "braguetas"



(De Luis Alposta)

En la “Ilíada”, escrita hace dos mil ochocientos años, se mencionan con gran precisión heridas producidas por flechas, espadas, lanzas y piedras. Homero supo reflejar las ideas médicas de los antiguos griegos, demostrando al mismo tiempo conocer las características de este tipo de lesiones. Carlos de la Púa, que parece no haber quedado corto en esta especialidad, nos dice en  “El feite”: “Recuerdo de un amuro ranfañoso,/ luce tajo de guapo, marca rea,/ un feite en refasí, meticuloso,/ que un cacho de nariz le escolasea.”
Y ya que hablamos de feite, recordemos al “terror del hampa”, a uno de los principales protagonistas del crimen organizado, a alguien que, luciendo una cara tajeada, en la ciudad de Chicago en tiempos de la Ley Seca, mojó en sangre a más de cuatro. Me refiero a Scarface o Caracortada. Al que Paul Muni y Al Pacino le dieron rostro en el cine.
Pero los tiempos cambian y ciertas palabras, en ciertos ámbitos, cuando no en todos, se renuevan. Hoy feite, en el vocabulario carcelario o tumbero se le llama al filo. Un cuchillo o cualquier metal con filo es un feite. Y a un feite en la cara se le dice bragueta, palabra a la que, metafóricamente, los internos le dan el significado de cara cortada, de cicatriz en el rostro. Le quedó una “re-bragueta”, se dice.
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Imagen: Al Capone, llamado “Scarface” (Cara cortada), famoso hampón ítaloestadounidense. (Foto tomada de la página biografíasyvidas.com).
Texto tomado de “Mosaicos porteños”, blog  del autor.

17 may 2015

El Congreso de la Nación y su trágica historia


  
(De Silvia Long-Ohni)

Vittorio Meano, nacido en el Piamonte y formado como arquitecto en Torino, llegó a Buenos Aires en 1884 del brazo de su mujer, Luigia Fraschini.
Dos habían sido los motivos que lo trajeran a estas costas rioplatenses. Uno, que, por cuestión de vida o muerte, debía escapar con su amada de la furia de un marido despechado. El otro, más profesional que personal, fue el pedido que le hiciera Francesco Tamburini, también italiano y arquitecto que trabajó en la Casa Rosada y en el proyecto original del Teatro Colón, a los fines de incitarlo a que se presentara en la licitación para el proyecto y realización del edificio del Congreso Nacional, concurso que ganó en 1995.
Vittorio Meano lo pensó como un palacio laico. Eran otros tiempos y la fastuosidad con que Buenos Aires se preparaba para la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo justificaba ese aire de gala que quería dársele a toda obra de carácter público. Casi cincuenta años de obra en total llevó la construcción del monumento edilicio, aunque ya en 1906 había comenzado a funcionar, en parte, como palacio legislativo.
Amarguras también tuvo Meano cuando se hiciera vox populi aquello de “el Palacio de Oro”, sarcasmo con el que las gentes pretendían sentar el supuesto de un negociado habida cuenta de la importante diferencia entre los números del presupuesto inicial y el gasto final. Y no servían como excusa ni las cuarenta mil piedras que recubrían el edificio ni que la araña del Salón Azul pendiera a 75 metros del suelo y requiriera de un complejo aparato especial para poder maniobrarla.
Otra pena antigua también conservaba en su corazón. Había imaginado junto a su maestro, Francesco Tamburini, ese templo de la ópera y del ballet cuya realización habría de llevar veinte años de trabajos, obra a la que Tamburini no pudo ver terminada pues murió siete años antes de la inauguración. Vittorio, seguramente, había imaginado que su tutor tendría la satisfacción de ver en pie su ópera magna.
Y como si los destinos hubieran de calcarse, Meano tampoco pudo ver su gran obra terminada, aunque por razones bien diferentes de las que lo privaron a su maestro en relación al Teatro Colón.
A Vittorio Meano, seguramente un meticuloso obsesivo, le gustaba vivir siempre a pocos pasos de su obra y, por tal motivo, había conseguido vivienda en la calle Rodríguez Peña Nº 30. Ese 1º de junio de 1904, el hombre vuelve a su casa y descubre a su esposa en un trance amoroso con su ayudante, Juan Passera. Posiblemente Meano haya pensado en esos momentos en lo paradójico de la vida y haya recordado, como en un vértigo, aquellos días de 1884 cuando tuvo que escapar con Luiggia a causa de una traición.
No pensó, seguramente, en aquel trance en toda la sabiduría que encierra aquel viejo adagio que reza: “Cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, etcétera…”
Cierto es, los años han pasado, pero Luiggia, por lo visto, no ha cambiado y ahora se repite la secuencia. Furioso, el arquitecto se lanza sobre su ayudante quien, amparado por la oscuridad, manotea un arma y dispara dos veces.
En su propia habitación, viendo a su mujer en brazos de otro, con el corazón destrozado por el dolor y la humillación, con dos balas en el pecho, el gran arquitecto muere.
Passera escapa entre las sombras de una madrugada alerta, pero días más tarde se entrega acompañado por un abogado. Alega entonces que mató en defensa propia y que el arma no le pertenecía.
Miente. La policía comprueba que el arma era de su propiedad y, para mejor, en su cuarto de pensión descubre una buena cantidad de cartas de amor escritas de puño y letra de Luiggia.
El asesino recibe entonces una pena de 17 años de prisión y la infiel, Luiggia Fraschini, es procesada por complicidad y encubrimiento, aunque finalmente logra el perdón a cambio de su compromiso de regresar a Italia.
Mientras, los diarios de la época se hacen el festín y, pasada ya la euforia de la noticia, se suceden las dos comisiones investigadoras, una en 1907, la otra en 1914, en las que participarían Alfredo Palacios, Jorge Newbery y Lisandro de la Torre, destinadas a probar los negociados de la obra del Congreso Nacional y la posible muerte por encargo de Vittorio Meano. Ninguna de las dos logrará descubrir nada. Sólo el interior del Congreso guarda los pasos fantasmales de Vittorio Meano.
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Imagen: Frente actual del Congreso de la Nación de la República Argentina con las esculturas de Lola Mora vueltas a su sitio original. (Foto tomada de escultoralolamora.blogspot.com). 

La presencia estilística





(De David  Álvarez Morgade)

La presencia estilística del gato
por la blanca pared bajo la luna.
(Por la calle gatísima y moruna
transitan los destellos del zapato).

No se si es valedero tu retrato,
gato que tienes soledad gatuna,
ni que tristeza ha de tener un gato
sobre un muro, debajo de la luna.

Como tu serenata no hay ninguna,
pero del compromiso te desato.
(Si los zapatos no te alcanzan una,
maúllas esta noche para rato ...)

(... Y es extraño sentirse como un gato,
Solitario
            En la calle.

                            Con la luna ...)
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Foto: Gato, simplemente... 

16 may 2015

Acerca de un hipotético enroque de capitales



(De Fernando Sánchez-Zinny) 

Voy a contar algo que me es imposible demostrar: ningún testimonio, prueba o documento lo menciona, ni siquiera como chismorreo menor de la historia; no obstante tiendo, en lo personal y moderadamente (es cierto), a suponerle un grado aceptable de verdad, al margen de la verosimilitud  que le da su carácter lógico, único sostén real de lo que sigue, dada –como digo– la inexistencia de elementos que permitan establecer certidumbres.
Se trata de una versión que me ha llegado por tradición familiar y lo explicó: a la muerte de Adolfo Alsina se produjo la diáspora de sus seguidores. Uno, Carlos Pellegrini, dio origen a los conservadores, y otro, Leandro N. Alem, a los radicales; estos son los dos más conocidos y para la narración de los grandes hechos basta con saber de ellos. Pero hubo otros acólitos de Alsina que también hicieron su camino e, incluso, con singular relieve, aunque, por supuesto, muy lejos estuvieran de alcanzar la trascendencia de los mencionados.
Uno de ellos fue Dardo Rocha, del que se sabe, en general, que fue gobernador de la provincia y fundador de La Plata; tuvo su momento y alcanzó a ser una figura política importante. Era activo y hábil era pero fue, además, una figura de suma importancia: político activo y hábil, y eficaz administrador, llegó a competir por la Presidencia de la República con aparente pronóstico de ganador, pero se quedó en el intento, frenado por la  zorrería mucho mayor de don Julio Argentino Roca.Terminó con esto su cuarto de hora y quedó como personaje expectable y de respeto, pero con mínima influencia sobre el curso de los acontecimientos. Rocha fue, en esas circunstancias, el típico derrotado que consigue conservar prestigio: una especie de predecesor preinmigratorio de Arturo Frondizi.
Pues bien, ocurre que en mi familia remota de entonces era “rochista” y lo siguió siendo hasta la muerte del fallido primer mandatario, ya bien entrado el siglo XX, opción que, de paso, aisló a los varones de la política, al habérseles cerrado en las narices, simultáneamente, las puertas del conservadorismo y del radicalismo, y empeñados en no ver en las izquierdas –según el uso de la época– sino restos desleídos del gran enemigo, que había sido el mitrismo. Mi padre recordaba haber acompañado, de adolescente, al suyo a visitar unas cuantas veces a Rocha, anciano de aire caballeresco que amaba dirigir la charla de un puñado de canosos retirados de los ajetreos cívicos.
Se hablaba de política y de cosas viajas. Y de lo notable, hermosa y prospera que era La Plata. Se me ha contado que creía Rocha –y también la generalidad de su grupo– que todo el proceso de federalización de Buenos Aires ciudad y de creación de la Capital Federal, había sido una necesidad imperiosa resuelta con una jugada diestra, pero que, en el fondo, se trataba de una solución anti natura que cuyas consecuencias, tarde o temprano, se mostrarían nefastas o absurdas. Buenos Aires –pensaban– es una, una sola, la ciudad y su campaña, que conforma el resto llamado provincia, y no se puede “separar la cabeza del cuerpo”.
¿Entonces? Pues ahí, precisamente ahí, sería el turno de la maniobra eximia: Buenos Aires volvería a ser la capital de su provincia, de la provincia heroica que fundó la patria y lo dio todo por ella, y La Plata –la niña de los ojos de Rocha– se entregaría a la Nación para ser la nueva capital, propuesta con la que el viejo político  a la vez satisfacía, su devoción porteña y halagaba su egolatría, en cuanto padre de la ciudad de las diagonales, de pronto llamada a mayores destinos. Supondría tener, de esa manera, una reivindicación  histórica que seguramente anhelaba.
Convengamos, en principio la idea no parece descabellada y huele mucho a un tipo de solución de factura anglosajona, pues así se procedió, poco más o menos pero con éxito, en los Estados Unidos, en Canadá y en Australia –y últimamente en Brasil–, donde se eligió erigir ciudades diseñadas ex profeso para ser capitales, en la búsqueda de una falta de antecedentes que garantizase la neutralidad del nuevo foco de poder e inhibiesen los enconos de unas provincias contra otras.
Como me lo contaron lo cuento: Rocha estaba convencido de esto y asimismo su grupo, sin perjuicio de que existiesen en él dudosos acerca de la viabilidad del plan. Por lo bajo decían: “La Plata está demasiado cerca de Buenos Aires y es claro que ningún presidente querría serlo desde una ciudad menor, teniendo a un  paso a la metrópoli inmensa”. Los entusiastas, en cambio, alegaban que la propuesta era compartida, en el fondo, por todos los porteños de origen alsinista, aún los antaño peleados con el rochismo: envueltos en reservas conspirativas afirmaban  que “había trabajos” y citaban nombres que apenas significan hoy algo, pero que seguramente tenían peso en aquel tiempo: Julio Costa, Juan Ortiz de Rosas, Ignacio Irigoyen, José Inocencio Arias –los cuatro fueron gobernadores–,aparte de que el consenso habría abarcado, también, a los finados Alem, Aristóbulo del Valle y el gringo Pellegrini, y al vivo –vivísimo–  orejudo Marcelino Ugarte.
¿Política-ficción? ¿Novela histórica? Posiblemente, pero creo que el relato, extemporáneo y todo, da tela para pensar. Además, confieso que, en ocasiones, se me hace deseable que sí, que un día Buenos Aires vuelva a rehacer la perdida comunidad con sus pueblos, pagos y partidos, y admito que, acaso, algo de tal disposición emocional venga de ese relato preservado por la filiación. Es más, es probable que ese sedimento haya tenido también relación con la simpatía con que, en su momento, vi la iniciativa de Alfonsín de trasladar la capital. No es que me hubiese  convencido de que debía irse a Viedma, nada de eso; simplemente deseaba que se fuese de aquí porque entiendo que su presencia alimenta incesante y malamente la animadversión que nos tienen los provincianos, punto del que nadie habla pero que todos conocemos. Y pienso que ésa es una lamentable pasión, tanto para nosotros como para ellos. ¿Y La Plata? Bueno, está al pelo con sus tilos y su universidad, su museo y su bosque: dejémosla así.
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Imagen: Dardo Rocha.    

La "Paquita", mujer y leyenda de Buenos Aires



(De Héctor Negro)

El poeta José Portogalo la trajo un día “de vuelta del misterio” y ella regresó convocada por el poema. Acuciados por él, nos enterábamos que unas cuantas décadas atrás, una veinteañera muchacha de Villa Crespo había hecho detener el tránsito en aquella Corrientes y Paraná, sencillamente con un bandoneón sobre sus rodillas y al frente de una orquesta típica, la primera dirigida por una mujer. Decían los versos del poeta:
“Yo, Paquita Bernardo, regreso del misterio/ bien tupido de olvido, entre cenizas/ y yuyo con el polen de mariposas muertas…” (del libro “Letra para Juan Tango”). ¿Acaso eran muchos los que sabían o recordaban aquello? Mil novecientos veintiuno. Café  “Domínguez”, Corrientes y Paraná, detrás del bandoneón de Francisca Bernardo, su hermano Arturo en batería, Miguel Loduca en flauta; en los violines Alcides Palavecino y un adolescente llamado a dar mucho que hablar por sus condiciones: Elvino Vardaro.
Y en el piano, otro “pibe” que iba a entrar en la historia del tango, que alcanzamos a disfrutar muchos de nuestra generación: Osvaldo Pugliese. “Orquesta Paquita”, ¡gran revuelo en la Corrientes angosta! ¿Qué historia había detrás de esta muchacha tan singular? Convoquémosla nuevamente con el prodigio del verso que luego nos brotó por ella: “Hoy te busqué Paquita, en el recuerdo/ de un Villa Crespo ausente que te lloró hace tiempo. / Y regresó tu sombra desvelada,/ doblada sobre el fuelle./ Y se quedó en mi verso./ Hoy pregunté Paquita, qué misterio/ te puso entre las manos/ la sonora tibieza/ del bandoneón que respiró en tu pecho/ y que vos perfumaste/ como una rosa enferma”.
Había nacido en Villa Crespo el 1º de mayo de 1900, cerca del más tarde famoso “Conventillo de la Paloma”. Sus padres la enviaron –casi niña– a estudiar piano, pero un día encontró un bandoneón al alcance de sus manos; desde que lo puso en sus rodillas no pudo dejarlo y lo estudió con el maestro José Servidio (a quien pertenecía). Más tarde perfeccionó su técnica con Pedro Maffia y con don Enrique García. Se largó a tocar en los patios del barrio, en fiestas familiares; después lo hizo en Sindicatos obreros y hospitales, en funciones de beneficencia. Esas primeras incursiones la foguearon como para que se animara a ese ruidoso debut del Café “Domínguez”. “Y volviste, Paquita, igual que cuando estabas,/ a encender un milagro con fuego de leyenda. /A mirarnos con esos, tus ojos de muchacha, / donde aleteaba el sueño que quisiste que fuera./ Y volviste, Paquita Bernardo, con el tiempo/ que nunca conocimos, pero que igual nos llega./ Y trajiste  aquel aire de malvones y cercos/ que los últimos patios de tu barrio respetan…” En el mismo Café “Domínguez”       estrenó su tango “Floreal”, que luego grabara Juan Carlos Cobián. Alternaba por entonces sus actuaciones allí, con presentaciones en el famoso Café “La Paloma”. Después llegó a “La Glorieta” de Villa Crespo y a “La Terraza” del Balneario Municipal. En esos escenarios dio a conocer su vals “Villa Crespo” y sus tangos “Cachito” (grabado luego por Roberto Firpo) y el que más tarde se titularía “La enmascarada”, con versos de Francisco García Jiménez y que grabaría posteriormente Carlos Gardel. En 1923 viajó a Montevideo, donde actuó en la Confitería “18 de Julio” especialmente contratada. Allí estrenó su vals “Cerro divino”, dedicado al Cerro de Montevideo. Más tarde  –siempre al frente de su orquesta– se presentó en el teatro “Smart”, en los últimos días de 1924. En un concurso de tangos realizado por entonces en el teatro “Gran Splendid”, fue distinguido su tango “Soñando”, al que grabaron luego Carlos Gardel y la orquesta de Roberto Firpo.
“Y volviste en el verso febril de Portogalo./ Niebla de tu memoria que soltó el Maldonado./ Y en la luna dispersa que reparten los charcos/ del mismo Villa Crespo que regresa en los tangos…”
Hasta su palco del Café “Domínguez”, llegaron para compartir un lugar en su orquesta Francisco De Caro, José Martínez, Carlos M. Flores y muchos otros autores prestigiosos que le hacían llegar sus obras. En un homenaje tributado por Blanca Podestá al maestro Amadeo Vives en el teatro “Smart”, fue acompañada en el piano por Enrique Delfino. Su bandoneón desplegaba tal vez desde allí sus últimos acordes. Y 1925 se la llevó para siempre, un 14 de abril, toda muchacha, con la edad del siglo.
Su salud y sus energías pagaban de ese modo tan cruel el tributo de una pasión inclaudicable. Sus restos se incorporaron al polvo silencioso que su barrio prolongó más allá del también hoy sepulto Maldonado, en una tumba de la Chacarita a la que aún siguen llegando flores. Nosotros la seguimos convocando en la inapelable plegaria de los versos, al igual que aquellos de Portogalo. Y a veces, en el milagro de los versos, logramos regresarla, mitad muchacha, mitad leyenda, como queriendo repetirle: “Podemos ya reírnos del dolor y la ausencia/ Y soltar estas ganas de trampear a la suerte, / para ser inmortales y cantar por tu vuelta […]/ Subamos por Corrientes/ Juguémosle a la vida/ otra vez, tu moneda…"
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Imagen. La bandoneonista y compositora Paquita Bernardo.
Texto y foto tomados del blog del poeta Héctor Negro.

1 may 2015

El 25 de Mayo de 1810: dos siglos después




(De Miguel Eugenio Germino)

No siempre la historia revela espontáneamente sus secretos. Aquella postal del 25 de Mayo de 1810 que recorrió por casi dos siglos las aulas escolares, las facultades y cenáculos, y los torrentes de palabras que nutrieron millones de páginas de libros, revistas y folletos, ocultaron bajo un manto nebuloso errores, omisiones y hasta falacias del pasado. Es deber del investigador honesto desmitificar y desentrañar la verdad histórica de aquel momento de la América Profunda, despojándose de toda ventaja sectorial, económica y política. Reflexionaba sabiamente el escritor uruguayo Eduardo Galeano en su concisa y clarificadora alegoría El Elefante: “…estaban los tres ciegos ante el elefante. Uno de ellos le palpó el rabo y dijo: —Es una cuerda. Otro ciego acarició una pata del elefante y opinó: —Es una columna. Y el tercer ciego apoyó la mano en el cuerpo del elefante y adivinó: —Es una pared. Así estamos: ciegos de nosotros, ciegos del mundo. Desde que nacemos, nos entrenan para no ver más que pedacitos. La cultura del desvínculo nos prohíbe armar el rompecabezas.”

ANTECEDENTES
Desde el inicio de las invasiones españolas en 1492 —el mal llamado descubrimiento—, los pueblos originarios no dejaron de resistirse al invasor. Ya en 1493, en la isla que Colón denominó La Española, la bella Anacaona (Flor de Oro) y su esposo el cacique Caonabó encabezaron la primera rebelión, con los consabidos costos para sí mismos y para los conquistadores. Siguieron otros muchos alzamientos con la represalia de sangrientas matanzas; nunca los invasores respiraron tranquilos. En 1723 se produce el gran levantamiento de Los Comuneros, que nace en Paraguay y se extiende hacia Corrientes. En 1750 surge otro movimiento tendiente a restaurar el destruido Imperio Inca, y 30 años más tarde, el 4 de noviembre de 1780, se registra la más intensa y prolongada rebelión producida en la Colonia, protagonizada por José Gabriel Condorcanqui (Tupac Amaru). Una nueva sublevación de tobas y matacos sucede en Jujuy, y el 1º de enero de 1804 triunfa en Haití la primera revolución emancipadora de Latinoamérica. El 25 de mayo de 1809 se reaviva la llama revolucionaria en Chuquisaca (actual Bolivia); la sublevación estalla en la Ciudad Universitaria y en ella se destaca el joven estudiante tucumano, de 19 años, Bernardo de Monteagudo (1789-1825), tal vez el más radicalizado líder de la causa revolucionaria americana y quien proclamara: “Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia.”
Hartos de los abusos de la autoridad colonial, los pueblos originarios se rebelan nuevamente en La Paz, el 16 de junio de ese mismo año de 1809. En ambos casos el virrey Cisneros reprimió el alzamiento con inusitada saña. Conjuntamente llegaban de Europa al Río de la Plata las ideas de la Revolución Francesa de 1789, traídas por viajeros, contrabandistas y corsarios, todo lo que viene a completar el clima insurreccional.

LA CONCEPCIÓN HISTÓRICA DE MAYO
 La oportunidad de sacudir el yugo colonial se vislumbra con la noticia de la caída a manos de Napoleón del último bastión del poder español en la península. Depuesto Fernando VII, se formó un fantasmagórico Consejo de Regencia, al que los patriotas de Buenos Aires no se sentían obligados a someterse. Es así que, aunque prometiendo fidelidad a un monarca sin trono, un grupo de jóvenes ilustrados, que venían conspirando desde las invasiones inglesas, encomiendan a Juan José Castelli y Martín Rodríguez la exigencia a Cisneros de una urgente convocatoria a cabildo abierto, el que se concretaría el 22 de mayo. Pero era difícil conformar entonces un ser nacional aglutinante de toda la población, y allí es donde se origina la primera cortina de inexactitudes que tiñeron el relato de la emancipación. Para esos días la población de Buenos Aires, de apenas unas 40.000 almas, era muy heterogénea: criollos, españoles, frailes, mercaderes, peones, negros, mestizos, indios y gauchos. Algunos de ellos estaban enrolados en los cuerpos militares que se habían creado durante las invasiones inglesas, como los Patricios, Arribeños, Montañeses, y Peninsulares, que llegaron a totalizar unos 8.000 efectivos. Pocos eran los privilegiados que habían cursado estudios superiores en el extranjero o en la Universidad Jesuita San Francisco Xavier de Chuquisaca, tales los casos de Moreno, Castelli y Monteagudo. Esta diversidad social dificultó la conformación de un ser nacional. Según el historiador Felipe Pigna, aquel 25 de Mayo constituyó un espacio temporal plagado de errores forzados y falencias, del que surge una pregunta: ¿Por qué se sostuvo durante tanto tiempo la tendencia a enseñar una historia distorsionada y opaca? No cabe duda de que fue el propio investigador, temeroso o atado a compromisos, el responsable de contar únicamente “la historia oficial”. Fue el caso de los “grandes historiadores”, ubicados en una posición privilegiada dentro de la escala social. Así explicó la Revolución de Mayo la erudita Generación del 80, en una línea de análisis que fue conformando desde entonces una versión liberal de la historia. Si bien el relato no pretendía desmerecer de ningún modo la importancia de aquella gesta emancipadora, sí anteponía intereses coyunturales de determinados grupos, en colisión desde el primer momento de la conformación de la Primera Junta.

LOS HECHOS
 La historia oficial, la más erudita o la más simple, habla de un día lluvioso y destemplado, de paraguas, de cintas celestes y blancas, y de una plaza colmada por todo el pueblo que pretendía saber de lo que se trataba. Pero ¿quiénes conformaban el pueblo entonces? ¿Dónde estaban los indios y los gauchos aquel 25 de mayo? ¿Dónde estaban los esclavos, los peones y los matarifes? ¿Y dónde los negros y los mestizos? ¿Fue realmente masiva la concurrencia a la plaza? Cisneros no convoca de buena gana al Cabildo, un año atrás había reprimido a sangre y fuego las intentonas de Chuquisaca y La Paz, pero ahora Castelli y Martín Rodríguez lo estaban intimando a hacerlo sin demora. El día 21 de mayo fue ocupada la Plaza de la Victoria por más de 600 hombres armados con pistolas y puñales, encabezados por Domingo French y Antonio Beruti, que entonces se agrupaban en la Legión Infernal, algo similar a lo que en el siglo XX se denominaría subversión. Apenas pudo calmarlos Saavedra, entonces jefe del Regimiento de Patricios, cuando les prometió apoyo a sus reclamos. El día 22 amaneció caldeado: de los 450 invitados a la sesión del Cabildo sólo pudieron entrar 251, ya que los muchachos de la Infernal se encargaron de aplicar el “derecho de admisión”, no mediante las míticas cintitas de color indefinido, sino esgrimiendo convincentes cuchillos, fusiles y trabucos. A pesar de ello, Cisneros y los suyos pudieron maniobrar. El obispo Lué y Riega, jefe de la iglesia local, llevó la voz cantante: “Aunque hubiese quedado un solo vocal de la Junta Central de Sevilla y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como al soberano.” A lo que Castelli replicó en irónica y encendida arenga: “Si el derecho de conquista pertenece al país conquistado, justo sería que la España comenzase por darle la razón al reverendo obispo abandonando la resistencia que hace a los franceses. Los americanos sabemos lo que queremos y adonde vamos”. Igualmente, la presidencia de la nueva junta recayó en el mismo Cisneros, lo que no era más que una burla. Belgrano entonces juró que si a las tres de la tarde del día siguiente el virrey no renunciaba, lo arrojaría por la ventana de la fortaleza. Finalmente triunfó la cordura, una compacta delegación se apersonó ante el Virrey y forzó su renuncia indeclinable. El 25 nace la junta que todos conocen, con el resguardo formal de los derechos de Fernando VII, un ardid patriótico para ganar tiempo, aunque nadie pensaba que Don Fernando retornaría al trono. La revolución había triunfado. Y Belgrano por su parte definía en cuatro palabras el proyecto: equidad, justicia, industria y educación, aunque el tiempo marcaría otros rumbos.

CÓMO CONTINÚA LA HISTORIA
 “Las grandes fortunas en pocas manos —creía Mariano Moreno— son aguas estancadas que no bañan la tierra”. Para no mudar de tiranos sin destruir la tiranía, había que expropiar los capitales parasitarios amasados en el negocio colonial. ¿Por qué buscar en Europa, al precio de desolladores intereses, el dinero que sobraba adentro? Del extranjero había que traer maquinarias y semillas, en vez de pianos Stoddart y jarrones chinos. El Estado, creía Moreno, debía convertirse en el gran empresario de la nueva nación independiente. La revolución, sostenía, debía ser “terrible y astuta, implacable con los enemigos y vigilante con los espectadores”. “Gracias a Dios” —suspiran los mercaderes de Buenos Aires—, Mariano Moreno, el demonio del infierno, ha muerto en alta mar. Sus amigos French y Beruti marchan al destierro y se dicta orden de prisión contra Castelli. Cornelio Saavedra mandaba a recoger los ejemplares de El Contrato Social, de Rousseau, que Moreno había editado y difundido y advertía que “no hay lugar para ningún Rebespiere (sic) en el Río de la Plata.” Moreno y Castelli, eran dos: una pluma y una voz. Un Robespierre que escribía, Mariano Moreno, y otro que hablaba. “Todos son perversos”, decía un comandante español, “…pero Castelli y Moreno son perversísimos”. Mientras tanto, Juan José Castelli, el gran orador, estaba preso en Buenos Aires. “La revolución, usurpada por los conservadores, sacrifica a los revolucionarios. Se descargan las acusaciones: Castelli es mujeriego, borracho, timbero y profanador de iglesias. Agitador de indios, justiciero de pobres, vocero de la causa americana. Está prisionero, no puede defenderse. Un cáncer le ha atacado la boca. Es preciso amputarle la lengua. La revolución queda muda en Buenos Aires.” Así grafica Eduardo Galeano los primeros momentos de la emancipación. Era necesario cambiar un sistema colonial por otro que no afectara el orden social, para que quedara como letra muerta el Plan Revolucionario de Operaciones diseñado por Moreno, muerto sospechosamente en alta mar. Más tarde también son dejados a un lado San Martín y Artigas. El gaucho continuará siendo gaucho en su desgracia, el indio perseguido y confinado, tal como reflexiona Adolfo Pérez Esquivel: “En el 2010 el país va a celebrar el Bicentenario de la Revolución de Mayo, ese grito de libertad…; el interrogante es ¿para quién?: si para una elite de privilegiados o si ese grito de libertad, de nacionalidad, es para todos. Evidentemente, si vemos esto a 200 años, no ha sido para todos, porque los indígenas fueron discriminados y les están quitando las tierras hasta el día de hoy, los están reprimiendo, no les permiten crecer como pueblo, los tienen sometidos y dominados. Lo mismo que hicieron los conquistadores. Entonces uno se pregunta: ¿Qué ha pasado en estos 200 años de nacionalidad, de democracia, de democraduras –como dice Eduardo Galeano-, que supimos conseguir? ¿Qué es lo que pasa que hay ciudadanos de primera, de segunda, de tercera y de cuarta? ¿De qué democracia estamos hablando?”
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Fuentes:
-Galeano, Eduardo. Memoria del fuego II, Catálogos, 2004. -http://educared.org.ar/infancianred/pescandoideas/archivos/2… -http://vuelosdegaviota.escribirte.com.ar/9863/25-de-mayp-de1810 -http://wiki.taringa.net/post/info/4049418/el-lado-oculto-del-25-de…
 -Periódico Primera Página, nº 107, mayo de 2003. -Pigna, Felipe. Diario Clarín, domingo 25 de mayo de 2008. -Puiggrós, Rodolfo, La época de Mariano Moreno, Partenón, 1949.

Imagen:
Nota tomada del periódico Primera Página.

Del "Variedades" al "Casino"

 

(De Diego Ruiz)

Le toca a este cronista acercarse al “Variedades”, que ocupó un solar de la calle Esmeralda hoy convertido en estacionamiento. ¡Y qué solar lleno de historia, caramba! Estamos hablando de la esquina sureste de Corrientes y Esmeralda, que allá por 1870 era propiedad de Emilio Castro, gobernador de la provincia de Buenos Aires y que, según Alfredo Taullard (en Historia de nuestros viejos teatros), fue adquirido con malas artes por José Gregorio Lezama que construyó el teatrillo “Variedades”, inaugurado el 25 de mayo de 1872. Este señor Lezama merece un párrafo aparte: es sabido que el Parque Lezama era su quinta y  por él lleva su nombre, pero en general se desconoce que poseía grandes extensiones de tierra en la Provincia, como el actual partido de Lezama, e incluso un “terrenito” sobre el Riachuelo que abarcaba gran parte del fondo de Barracas, Parque Patricios y Pompeya en el cual funcionó la primera quema de basuras allá por 1870. Por otro lado, en la Gran Guía Kunz de 1886 es posible detectar grandes cantidades de propiedades a nombre de este señor, con el rubro de “inquilinatos”, o sea conventillos, por lo que al cronista le parece que la vieja frase “más rico que los Anchorena” hubiese debido ser “más rico que Lezama”, si no fuera porque este antiguo proveedor del Ejército (del ejército argentino, uruguayo, paraguayo y del que se cruzase, aún durante la guerra que envolvió a dichas naciones) cultivó tan bajo perfil que apenas aparece en los libros de historia. Eso sí, aparece entre los primeros en la “suscripción popular” que le compró la casa de la calle San Martín al general Bartolomé Mitre cuando éste dejó la Presidencia, antigua sede del diario “La Nación” y hoy Museo Mitre.
Pero, volviendo a nuestro tema, el “Variedades” contaba con buffet y mesas desde las cuales  se podía disfrutar el espectáculo y beber cerveza y otros mejunjes. Actuaron allí compañías francesas y españolas de zarzuela, opereta y danza, agregando Taullard que en su sala se representó por primera vez Carmen cantada en castellano. La cuestión es que en 1890 Lezama le vendió la propiedad al empresario Emilio Bieckert, que contrató al arquitecto alemán Fernando Moog para construir un hotel y un teatro. Moog, que también proyectó el Mercado de Frutos de Avellaneda y el Banco Alemán Transatlántico (de la esquina noroeste de Rivadavia y Reconquista), levantó el hotel “Royal” –luego hotel “Roi”– con entrada por Corrientes 782 y el teatro “Odeón” en Esmeralda 357, inaugurándose el conjunto en 1892. En la esquina del Hotel se alzaba el bar “Royal Keller”, años más tarde confitería “Cabildo”, que contaba con un subsuelo en el que Enrique Lepage hizo la primera proyección cinematográfica el 28 de julio de 1896, y dos décadas más tarde sirvió de lugar de reunión a los jóvenes del grupo Martín Fierro. El cronista ya ha glosado, hace años, la gloriosa trayectoria del “Odeón”, del que Celedonio decía que “se manda la Real Academia”, y en el que dieron conferencias Antonio Posada, Georges Clemenceau, Anatole France, Vicente Blasco Ibáñez, Jean Jaurès y tantos otros... Enorme pedazo de la historia cultural porteña, todo el solar fue enajenado durante la intendencia de Carlos Grosso, en una sesión del Concejo Deliberante desarrollada con nocturnidad y alevosía, como dice el Código Penal..., que no fue aplicado a ninguno de los involucrados, al menos que el cronista recuerde.
En la misma manzana y casi a espaldas del “Odeón”,  se levantó otro teatro que tuvo una larga vida bajo diferentes rubros. El solar de Maipú del 330 al 350 estaba ocupado hacia 1870 por una fábrica de carruajes y pocos años después, en 1878, allí nacía Francisco Ducasse, gran actor de la época fundacional de nuestro teatro moderno, contemporáneo de Guillermo Battaglia (padre), Orfilia Rico, Florencio Parravicini, Pablo Podestá y esposo de Angelina Pagano. En 1885 se construyó un primer teatro totalmente dedicado al varieté, con espectáculos de ilusionistas, malabaristas, acróbatas, etc., provenientes de Europa. Se hizo muy popular hacia el 900 por ser sede de campeonatos de lucha grecorromana, entonces muy en boga, donde actuaba como juez Milo Zavattaro, notable dibujante de la revista Caras y Caretas y luchador él mismo. A fines de siglo cambió su nombre por “Folies Folais” y en 1905 se erigió un segundo y mejor edificio y –desconocemos las razones, aunque las presumimos– un tercero, con café en los altos, hacia 1918, cuando se convirtió en “Casino Pigall”. Allí debutó Juan Canaro en 1922 con un sexteto que integraban el propio Juan y Nicolás Primiani en bandoneones, Vicente Fiorentino y Hermes Peressini en los violines, Fioravanti Di Cicco al piano y Rodolfo Duclós en el contrabajo. Todavía, antes de terminar esa década, tendría un nuevo cambio de nombre, pasando a denominarse “Maipú Pigall”, donde Miguel Buccino sitúa a su Bailarín compadrito: “Bailarín compadrito/ que quisiste probar otra vida,/ y a lucir tu famosa corrida/ te viniste al ‘Maipú’.” Años más tarde, en la década de 1960, el amplio salón fue convertido en cine y convocó a muchedumbres con la novedad del sistema Cinerama, en el que tres proyectores sincronizados proyectaban, sobre una pantalla curva, vistas de una amplitud hasta entonces desconocida.
En la primera década del siglo XX fueron inaugurados otros teatros y teatrillos de corta o larga vida, cuya reseña es posible seguir en la notable obra Teatros: su construcción, sus incendios y su seguridad (Análisis histórico del asunto) que escribió el organizador del Cuerpo de Bomberos de la Capital, coronel José María Calaza. El benemérito “gallego” Calaza –que no era apodo, era efectivamente un hijo de Galicia del que ya se ha ocupado el cronista allá por 2005– consigna dos interesantes locales: el “Cosmopolita”, en 25 de Mayo 444 y el “Concierto Roma”, inaugurado el 28 de julio de 1905 en el edificio que antes ocupaba el diario El Correo Español y donde realizó varias temporadas Pepita Avellaneda. Hacia 1920 cambió su nombre por “Ba-Ta-Clán”, con el que perduró hasta pasada la década de 1950. Estos teatrillos dedicados al varieté completaban la oferta de los “cafés de camareras” que se extendían por 25 de Mayo y el Bajo y a los que Enrique Cadícamo dedicó su libro homónimo. Lugares de malandras y de  jóvenes debutantes, de marineros y “payucas” recién llegados a la gran ciudad, se fueron extinguiendo desde la década de 1950 y recibieron su golpe mortal durante la dictadura del 76, cuando toda la zona pasó a ser “área naval” por su proximidad al puerto y las fuerzas de seguridad los barrieron del mapa: hoy día, toda esa zona pertenece a la City.
Tras este recorrido por la prehistoria de este tipo de establecimientos, le toca al cronista dirigir sus pasos hacia el viejo Palermo, donde a partir de la inauguración del Parque 3 de Febrero en 1875 se abrieron numerosos recreos y, ya pasado el Centenario, el primer cabaret propiamente dicho, el “Armenonville”.
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Imagen: El “Ba-Ta-Clán”.