(De Fernando Sánchez-Zinny)
Voy
a contar algo que me es imposible demostrar: ningún testimonio, prueba o
documento lo menciona, ni siquiera como chismorreo menor de la historia; no
obstante tiendo, en lo personal y moderadamente (es cierto), a suponerle un
grado aceptable de verdad, al margen de la
verosimilitud que le da su carácter
lógico, único sostén real de lo que sigue, dada –como digo– la inexistencia de
elementos que permitan establecer certidumbres.
Se
trata de una versión que me ha llegado por tradición familiar y lo explicó: a
la muerte de Adolfo Alsina se produjo la diáspora de sus seguidores. Uno,
Carlos Pellegrini, dio origen a los conservadores, y otro, Leandro N. Alem, a
los radicales; estos son los dos más conocidos y para la narración de los
grandes hechos basta con saber de ellos. Pero hubo otros acólitos de Alsina que
también hicieron su camino e, incluso, con singular relieve, aunque, por
supuesto, muy lejos estuvieran de alcanzar la trascendencia de los mencionados.
Uno
de ellos fue Dardo Rocha, del que se sabe, en general, que fue gobernador de la
provincia y fundador de La Plata; tuvo su momento y alcanzó a ser una figura
política importante. Era activo y hábil era pero fue, además, una figura de
suma importancia: político activo y hábil, y eficaz administrador, llegó a
competir por la Presidencia de la República con aparente pronóstico de ganador,
pero se quedó en el intento, frenado por la
zorrería mucho mayor de don Julio Argentino Roca.Terminó con esto su cuarto
de hora y quedó como personaje expectable y de respeto, pero con mínima
influencia sobre el curso de los acontecimientos. Rocha fue, en esas
circunstancias, el típico derrotado que consigue conservar prestigio: una
especie de predecesor preinmigratorio de Arturo Frondizi.
Pues
bien, ocurre que en mi familia remota de entonces era “rochista” y lo siguió
siendo hasta la muerte del fallido primer mandatario, ya bien entrado el siglo
XX, opción que, de paso, aisló a los varones de la política, al habérseles
cerrado en las narices, simultáneamente, las puertas del conservadorismo y del
radicalismo, y empeñados en no ver en las izquierdas –según el uso de la época–
sino restos desleídos del gran enemigo, que había sido el mitrismo. Mi padre
recordaba haber acompañado, de adolescente, al suyo a visitar unas cuantas
veces a Rocha, anciano de aire caballeresco que amaba dirigir la charla de un
puñado de canosos retirados de los ajetreos cívicos.
Se
hablaba de política y de cosas viajas. Y de lo notable, hermosa y prospera que
era La Plata. Se me ha contado que creía Rocha –y también la generalidad de su
grupo– que todo el proceso de federalización de Buenos Aires ciudad y de
creación de la Capital Federal, había sido una necesidad imperiosa resuelta con
una jugada diestra, pero que, en el fondo, se trataba de una solución anti
natura que cuyas consecuencias, tarde o temprano, se mostrarían nefastas o
absurdas. Buenos Aires –pensaban– es una, una sola, la ciudad y su campaña, que
conforma el resto llamado provincia, y no se puede “separar la cabeza del
cuerpo”.
¿Entonces?
Pues ahí, precisamente ahí, sería el turno de la maniobra eximia: Buenos Aires
volvería a ser la capital de su provincia, de la provincia heroica que fundó la
patria y lo dio todo por ella, y La Plata –la niña de los ojos de Rocha– se
entregaría a la Nación para ser la nueva capital, propuesta con la que el viejo
político a la vez satisfacía, su
devoción porteña y halagaba su egolatría, en cuanto padre de la ciudad de las
diagonales, de pronto llamada a mayores destinos. Supondría tener, de esa
manera, una reivindicación histórica que
seguramente anhelaba.
Convengamos,
en principio la idea no parece descabellada y huele mucho a un tipo de solución
de factura anglosajona, pues así se procedió, poco más o menos pero con éxito,
en los Estados Unidos, en Canadá y en Australia –y últimamente en Brasil–,
donde se eligió erigir ciudades diseñadas ex
profeso para ser capitales, en la búsqueda de una falta de antecedentes que
garantizase la neutralidad del nuevo foco de poder e inhibiesen los enconos de
unas provincias contra otras.
Como
me lo contaron lo cuento: Rocha estaba convencido de esto y asimismo su grupo,
sin perjuicio de que existiesen en él dudosos acerca de la viabilidad del plan.
Por lo bajo decían: “La Plata está demasiado cerca de Buenos Aires y es claro
que ningún presidente querría serlo desde una ciudad menor, teniendo a un paso a la metrópoli inmensa”. Los
entusiastas, en cambio, alegaban que la propuesta era compartida, en el fondo,
por todos los porteños de origen alsinista, aún los antaño peleados con el
rochismo: envueltos en reservas conspirativas afirmaban que “había trabajos” y citaban nombres que
apenas significan hoy algo, pero que seguramente tenían peso en aquel tiempo:
Julio Costa, Juan Ortiz de Rosas, Ignacio Irigoyen, José Inocencio Arias –los
cuatro fueron gobernadores–,aparte de que el consenso habría abarcado, también,
a los finados Alem, Aristóbulo del Valle y el gringo Pellegrini, y al vivo
–vivísimo– orejudo Marcelino Ugarte.
¿Política-ficción?
¿Novela histórica? Posiblemente, pero creo que el relato, extemporáneo y todo,
da tela para pensar. Además, confieso que, en ocasiones, se me hace deseable
que sí, que un día Buenos Aires vuelva a rehacer la perdida comunidad con sus
pueblos, pagos y partidos, y admito que, acaso, algo de tal disposición
emocional venga de ese relato preservado por la filiación. Es más, es probable
que ese sedimento haya tenido también relación con la simpatía con que, en su
momento, vi la iniciativa de Alfonsín de trasladar la capital. No es que me
hubiese convencido de que debía irse a
Viedma, nada de eso; simplemente deseaba que se fuese de aquí porque entiendo
que su presencia alimenta incesante y malamente la animadversión que nos tienen
los provincianos, punto del que nadie habla pero que todos conocemos. Y pienso
que ésa es una lamentable pasión, tanto para nosotros como para ellos. ¿Y La
Plata? Bueno, está al pelo con sus tilos y su universidad, su museo y su
bosque: dejémosla así.
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Imagen: Dardo Rocha.