Los largos periplos por calles porteñas que incitaban a un
sostenido vagabarriar sin ton ni son, paulatinamente se van circunscribiendo
–que no aquietándose– , a zonas más restringidas; la intención de perderse por barrios menos
conocidos se va replegando, porque las tabas ya no dan para tanto, hay que
hacer posta con más frecuencia de la necesaria entrando a cualquier café que
sale al paso, o en el banco de una plaza, si es que su verdor la anuncia en
nuestro no fijado itinerario, y tomar aliento, porque hace rato que se ha
perdido el paso Pitman y notamos que
empiezan a chirriar los goznes de la vida.
Ante esta realidad
incontrastable que impide los agotadores cruceros barriales no hay que entrar
en pánico, por el contrario, es aconsejable alejar toda idea de desespero, y
dado que callejear es parte de nuestra porteñidad, se debe conjugar este verbo
en la modalidad cabotaje: viajar dentro
del propio barrio. Y aunque algunos sean de la opinión de no encontrar gracia
en ello, (por mi parte digo que tampoco se trata de gracia alguna), a poco que
se revisiten lugares conocidos, se habrá de dar con nuevos descubrimientos que
de tanto ir y venir por las misma calles nos pasaron inadvertidos: fachadas,
árboles, esquinas, perspectivas y tantas cosas más que a lo sumo hemos mirado,
pero nunca vimos.
Por lo general creemos conocer el barrio donde habitamos,
que acerca de él lo sabemos todo, como si un barrio –el nuestro como cualquier
otro– fuera un módulo estático cuando en verdad su dinamismo lo mantiene en
permanente transformación (si estos cambios son para bien o para mal, es otro
asunto).
¿Fuimos conscientes de la transformación del íntimo espacio
que nos contiene? Seguramente no; acaso ni nos dimos cuenta de su continua
metamorfosis porque se daba mientras nosotros también cambiábamos; ocupados
como estábamos en nuestro cambio, acaso reparamos muy poco del que se operaba
en el fragmento urbano que nos cobija. Entonces habría mucho para ver. Pensemos
solamente que más allá de quince cuadras a la redonda –que no son pocas– de la manzana donde habitamos, casi es territorio desconocido pese a
pertenecer al mismo mapa barrrial. Es posible –por no decir seguro– que allí se
hayan producidos cambios que ignoramos, algunos de los cuales podrían
resultarnos chocantes (la antigua casona demolida para dar nacimiento a un
nuevo edificio en altura), o gratos (la esquina de un vetusto local clausurado
que ahora luce con un café acogedor gracias al buen gusto de una excelente
remodelación). Son sólo dos ejemplos; puede haber más y de distinto tipo; sólo
es cuestión de salir a callejear y de asomarnos a los nuevos asombros que nos
esperan. Y siempre en el barrio, en nuestro barrio, que no termina en las cinco
o seis cuadras a la redonda por las que nos movemos para hacer las compras
mínimas o para tomar el colectivo que nos transportará a alguna parte.
Si bien soy un apasionado de los largos cruceros barriales,
por imperio de las circunstancias (los años no vienen solos), el descubrimiento
de los vagabundeos de cabotaje me ha deparado no pocas sorpresas, frustrantes
unas, de sostenida alegría otras, tal como sucede en una ciudad en alocado
crecimiento.
De crucero o de cabotaje, lo importante es salir a la calle
a calibrar sus pulsaciones, que como quedó dicho, sacudirán nuestra existencia
con diversas emociones.
En cuanto a salir
a la calle, debo rectificarme y decir: entrar
a la calle, en plena adhesión a lo que sostiene el barriólogo Ángel
Prignano cuando escribe con indiscutible
acierto que no se sale a la calle,
sino que se entra en ella.
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Imagen: Síntesis del escudo de la Ciudad de Buenos Aires.
Texto tomado de su libro: Códigos de callejero.
Texto tomado de su libro: Códigos de callejero.