20 may 2013

El más porteño de los cronistas de la ciudad



(De Haydée Breslav)

Enrique González Tuñón había nacido en Buenos Aires el 10 de marzo de 1901. Destacado periodista y notable narrador, sus trabajos merecieron los elogios de Borges y de Arlt, entre otros.  
Decir que en la historia de nuestra cultura una figura ha sido injustamente olvidada es incurrir en lugar común y en apresuramiento, pues esa historia es tan breve y fue, y es, tan manipulada, que no es posible aún fijar memorias y auspiciar olvidos de modo definitivo.
Sin embargo, esa calificación le va muy bien a Enrique González Tuñón; tan así es que quienes lo mencionan deben aclarar muchas veces que no se refieren a Raúl, el poeta, sino a su hermano mayor.
Y a Raúl se debe una excelente semblanza de Enrique, que tituló precisamente “Mi hermano Enrique” e incluyó en su libro La literatura resplandeciente; se trata del mejor trabajo sobre la vida y obra de este autor.
Allí cuenta el poeta que “en 1922 comenzó Enrique su carrera periodística en un semanario llamado El Noticiero”. Y prosigue: “En 1923 colaboró, y yo también, en la revista literaria Inicial, y en la popular Caras y Caretas. Al siguiente año adherimos al movimiento martinfierrista, o de Florida, colaborando en el hoy legendario periódico Martín Fierro y en la revista Proa de Ricardo Güiraldes. Aquí publicó Enrique sus notables imágenes de “Brújula de bolsillo”, y en el periódico sus epitafios fueron los más mordaces durante la guerrilla literaria”.
Raúl refiere, a propósito de su hermano, que “a principios de 1925, liquidado El Noticiero, pasó a Crítica. En gran parte, gracias a él, se enriqueció el contenido de ese diario precursor”.
Y cita a César Tiempo: “La entrada de Enrique González Tuñón en Crítica revolucionó el estilo periodístico nacional. La noticia conquistó la cuarta dimensión, el arrabal tomó posesión del centro, la prosa municipal y espesa de los gacetilleros se hizo luminosa y abigarrada, la metáfora tomó carta de ciudadanía en el campo de la información, se empezó a escribir como Enrique, a jerarquizar lo popular, el tango, cuyo primer exégeta culto fue Enrique”.
En ese sentido, Raúl menciona que “fueron muy difundidas las incontables glosas a las letras de los tangos que iban saliendo, las unas dramáticas, las otras rozando la sátira, lo jocoso. Algunas de estas, suerte de cuento-comentario, digámoslo así, fueron reunidas en libro. Manuel Gleizer las publicó con el título Tangos (1926)”.
Se trata del primer libro de Enrique, que dedicó “a San Juan de Dios Filiberto, muy devotamente”. No es casual, entonces, que los dos mejores trabajos estén consagrados a sendos tangos del gran músico de La Boca: Amigazo (con letra de Juan Velich y Guillermo Brancatti) y Yo te bendigo (con letra de Juan Bruno); ambos fueron grabados por Gardel.
Leer cada una de esas glosas y escuchar seguidamente la versión del Zorzal resulta una experiencia interesantísima, que permite apreciar cómo la interpretación literaria y la vocal se complementan, y se enriquecen mutuamente.
Por aquellos tiempos, Enrique conmocionó a los ámbitos culturales y académicos cuando pronunció una conferencia sobre tango en la Facultad de Ciencias Económicas, con ilustraciones musicales a cargo de Filiberto, al órgano.
Por su parte María Luisa Carnelli, su compañera, fue una destacada autora de letras de tango; significativamente, la más difundida es la de Cuando llora la milonga, con música de don Juan de Dios, que también grabó Gardel.
A María Luisa es precisamente la dedicatoria que ostenta su segundo libro, El alma de las cosas inanimadas, publicado en 1927. Borges señaló entonces la “amargura inteligentísima” de Enrique y, de entre los cuentos, elogió especialmente “El hombre de los velorios”, destacando la visión del suburbio que allí se ofrece.
Al año siguiente Gleizer editó La rueda del molino mal pintado; Arlt no dudó en afirmar que el libro era “tan bueno” como algunas páginas de Cervantes y de Quevedo. Lo hizo en un comentario que así terminaba: “[...] el lector al llegar al final del libro, se dice: –¡Maldito sea el Tuñón por haber hecho un libro tan corto, siendo tan bueno y habiendo tanto autor que da trescientas páginas de macanas!”.
Camas desde un peso fue publicado en 1932. Raúl lo definió como “la novela porteña por antonomasia, sin par en su arquitectura total (bien se ha dicho que él penetró más al fondo que Arlt y con mayor jerarquía estilística, en realidades nuestras), de un porteñismo de esencias dramáticas que trascienden universalidad”.
Puede decirse que estas obras se inscriben en un realismo porteño que el mismo Enrique contribuyó a formar y a enriquecer, y en el que, como señala acertadamente Raúl, “manejó el idioma madre plena y hermosamente”; en su prosa, la irreverencia y el desenfado revestían las formas más correctas, configurando un estilo personalísimo. “Con igual señorío”, prosigue Raúl, “utilizó las derivaciones populares porteñas [y gauchescas, acotamos] de la lengua”.
Fue otro rasgo de su estilo “la veta humorística que él jerarquizó en más de una página”, al decir de Raúl, quien puntualiza que “Enrique hizo muchas veces gala de sutil ironía, de ingenio agudo y en ciertos casos urticante”. Basten como ejemplos un par de frases: “[...] constituyeron en la eglógica vivienda de Ciriaco, el bostero, el Comité Central [...]” (¿Quién es el traidor?); “Era un tipo particularísimo y casi agotado, pues las ediciones modernas, corregidas y mejoradas, cumplen con los preceptos de la higiene” (El filósofo alucinado).
Las sombras y la lombriz solitaria es de 1933; para Raúl es un libro curioso, “serie de impactos periodísticos-literarios con predominio del expresionismo crítico”.
Ese mismo año se publicó El cielo está lejos, título inspirado en un párrafo del novelista soviético Ilya Ehrenburg. En algunos relatos, el autor aborda el género fantástico; en otros, incursiona en un patetismo aligerado por rasgos grotescos. A nuestro juicio, el mejor es “Cara de gualda”, cuyo protagonista preanuncia en cierto modo al de Desencuentro de Cátulo Castillo.
Sus otros libros son Apología del hombre santo (1930), extenso poema en prosa dedicado a Ricardo Güiraldes; la novela El tirano (1932), muy elogiada por León Felipe, y La calle de los sueños perdidos (1941).
Poco después de la treintena, la tuberculosis obligó a Enrique a radicarse en la sierra cordobesa. Su hermano cuenta que “varias veces había vencido a su mal; viajaba a Buenos Aires, el mal reaparecía, y entonces regresaba a la paz de su luminosa casa en Cosquín, al aire puro”. Allí murió el 9 de mayo de 1943.
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Ilustración: Una de las ediciones del libro Tango de Enrique González Tuñón.

18 may 2013

No se puede estar solo



(De Pala)

No se puede estar solo en Buenos Aires:
es una necedad, un estropicio,
una contravención, todo un desaires,
una calamidad, un desperdicio.

Para el impar aquí no hay frontispicio,
ni antigüedad, ni parque, ni substancia;
sólo nostalgia en forma de bullicio
y bandoneón en forma de ambulancia.

Estar solo en París, es elegancia,
estar solo en Madrid es atinado,
estar solo en El Cairo, exuberancia,
estar solo en Shangai es demasiado,
estar solo en New York es redundancia,
pero en San Telmo, solo, es un pecado.
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Ilustración: Interior del café-bar "La Poesía", en el barrio de San Telmo (Foto tomada de diarioz.com.ar).

16 may 2013

Acerca de Barquina



(De Luis Alposta)

Se llamaba Francisco Loiácono; nacido para la amistad y para la noche. De baja estatura y más bien grueso. Tenía dos lunares en su pómulo derecho y hablaba de cotelete, en un tono entre confidencial y cheronca. Siempre de traje a medida y camisa de seda con monograma. Todos lo conocían por Barquina, apócope de barquinazo, nombre que le puso el Malevo Muñoz después de haberlo visto caminar. Eso fue en “Crítica”, donde debutó como ascensorista y a los diez días ya era el secretario del trompa (Natalio Botana).
Fue alguien que se inventó a sí mismo. Devino en cronista policial pero siguió siendo esencialmente Barquina. Generó anécdotas y palabras que no tardaron en crearle una leyenda y la leyenda un mito en torno a la noche porteña y su persona.
Entre sus amigos figuraba Rafael Alberti. En su fiesta de casamiento tocaron siete de las orquestas más importantes de Buenos Aires. Compositores consagrados, entre los que figuraban Roberto Firpo y Francisco Canaro, le dedicaron cerca de cuarenta tangos.
Cinco presidentes, infinidad de jueces, ministros, taqueros de monta, periodistas, artesanos de la retórica, redobloneros y malandras se disputaron su compañía y muchos lo tuvieron por confidente.
Lo conocí a mediados de la década del sesenta. Fuimos presentados por Ricardo Muñoz y René De Ninis; el encuentro fue en el Club Español. Mis amigos le habían dicho que yo escribía “poemas lunfardos”. Barquina, a poco de sentarnos a la mesa, me chequeó a su manera: “ Tordo, ¿me alcanza el comarro?”.  Le alcancé la panera y dijo: “-Juná el bepi ¡eh!”. -A partir de ahí lo sentí amigo. 
Fue un tiempo en que solíamos reunirnos y cenar juntos al menos una vez por semana.
La amistad era una de sus pasiones. Yo creo que la palabra gomía la inventó él.
Y aquí paso a referir una anécdota. Fue en el tradicional restaurante “Gambrinus” de Villa Urquiza, que ya no está.
Cierta noche de 1967 concurrimos a ese lugar Carlos Parache, Ricardo Muñoz, Barquina y yo.
Barquina había estado aquella tarde, como tantas otras, en el hipódromo de Palermo, y por supuesto, el tema hípico no tardó en ocupar nuestra conversación.
Al recordar una famosa carrera disputada algunos años atrás, el autor de “N.P.” nos regaló el siguiente comentario: “-¡Qué manera de sufrir! ¡Con decirles que ni la quise ver! Le di la espalda al pelotón y entré a mirar hacia la tribuna. Sólo me di cuenta de que veníamos ganando cuando vi que el rengo Laurito, en su alegría, se apoyaba en la justa y revoleaba la fulera.”
Y algo más: Barquina fue quien utilizó por primera vez, entre nosotros, la palabra puentear con el significado de recurrir a una instancia superior, saltando, deliberadamente, el orden jerárquico.
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Ilustración: Barquina, dibujo por Hermenegildo Sábat. 

15 may 2013

Techos de Buenos Aires




(De Luis Alberto Ballester)

Toda ciudad es misteriosa; lo es Buenos Aires. Está animada por pasajes escondidos, por ventanas que guardan sufrimientos y alegrías, por muros llenos de cicatrices, en los que la luz dibuja laberintos, por verjas que hienden el espacio en expresivo silencio. El observador descubre el idioma de las cosas; de pronto, un crepúsculo puede redimirlo de sus dolores. Pero en ese camino de develamientos surge otra perspectiva, otro modo de volverse hacia la ciudad. No ya simplemente adentrarse en lo que  nos rodea y está situado a nuestra altura, en nuestro cotidiana espacio, sino elevar la cabeza, erguir los ojos hacia lo alto para descubrir los techos de Buenos Aires.
En la Avenida de Mayo, algunos edificios terminan en alminares, otros en miradores que imitan formas vegetales; allí el viento es constante y parece avivar la luz de los días. Los sostienen piedras firmes pero sensibilizadas; miran también la ciudad con ojos de pez, o de ángeles inmovilizados de repente en el vuelo. La piedra tiene la cortesía de ser más que funcional: se dilata en una selva de adornos. Los miradores representan y a la vez ocultan a los techos; subiendo a los edificios altos se los descubre. Esas regiones aéreas atraen a los pájaros, a los deshollinadores, a los gatos, a los poetas; también las recorren viejas  mujeres enredadas en ropas que silban y ladrones tan ágiles como Fantomas. En cambio, las detestan los policías, los corredores de seguros y las sociedades anónimas. En los techos, las jaulas rompen todos sus barrotes y enloquecen. La libertad los recorre; uno tiene ganas de ser, como dijera Maiakovski, una “nube en pantalones” y atravesar ese alto mar ciudadano. Gestos impensados se recortan en los atardeceres. De golpe, una mujer eleva un brazo y el cielo lo aprieta, tan azul como el dios Rama o Paul Éluard. Lo humano es más abiertamente humano, se manifiesta con más intensidad: algunos viejos dormidos, dorados por el sol, tal vez tratando de escapar de la muerte, o esperando ser cazados por un ángel; sobre sus cabezas penden a veces pequeñas jaulas sin puertas, donde la luz pasea.
A la noche los techos fosforecen con los ojos de los gatos. Una puerta abierta los ilumina de manera efímera. En un segundo la puerta se cierra y queda sólo la luz que cae de las estrellas.
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Imagen: Detalle de un techo con antigua chimenea. 
Texto y fotografía tomados del libro de L. A. B.: Techos de Buenos Aires, Torres Agüero Editor, Bs. As.  

11 may 2013

Centro geográfico




(De Héctor Ángel Benedetti )

Para el vecino del conurbano porteño, el Centro es todo aquello que se ubica trasponiendo la avenida General Paz. Ir “al Centro” perfectamente puede significar tanto ir al Obelisco como ir a Palermo. En cambio, para el habitante de la Capital Federal el Centro·lo constituyen los barrios de San Nicolás y Monserrat. Llama centro a lo que en realidad sería la city; ir “al Centro” es, para él, una escapada hasta Corrientes y Florida. Uno y otro tienen sus muy fundadas razones, como también las tiene quien piensa que el Centro es su propia casa esté donde esté. Sin embargo, más allá de cualquier argumento sentimental, con la precisión del geógrafo y la frialdad del empleado de Catastro, el Centro está dentro de un lote ubicado en Caballito, a metros del Club Ferrocarril Oeste.
Si inscribiéramos el perímetro de la ciudad dentro de un rectángulo y trazásemos sus diagonales, las veríamos cruzarse en el barrio de Caballito. Ese sería el centro geométrico de la ciudad. Pero no es un ejercicio tan sencillo como parece. Para comenzar, los mapas son planos mientras que la superficie de la tierra es curva; las proyecciones cartográficas, por lo tanto, deforman. Aunque el problema principal no sería este, sino cómo posicionar correctamente el cuadrado sobre el mapa. Por otra parte, hay  que atender a la cuestión si dentro del mismo deben incluirse o no algunos sobresalientes que tiene el puerto, si altera en algo la rectificación del Riachuelo, si influyen los terrenos ganados al río, etcétera.
Pero aún sin detenerse demasiado en estas cosas, el método es razonablemente confiable. Cuando se lo empleó por primera vez, hace ya muchos años, se comprobó que el centro caía en una casa ubicada en Avellaneda 1023. Allí se colocó una placa:
MUNICIPALIDAD DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
DIRECCIÓN GENERAL DEL CATASTRO
EN ESTA PARCELA Nº 14 DE LA MANZANA 9,
SECCIÓN 45 CIRCUNSCRIPCIÓN 7, SE HALLA
EL CENTRO GEOMÉTRICO DE LA CIUDAD
Como toda casa, tiene su propia historia. Nació como residencia de una familia; cambió de dueños; más tarde fue sede de la Cámara Argentina de Papelería, Librerías y Afines; quedó abandonada durante un tiempo; fue ocupada ilegalmente; pudo ser rescatada; se la restauró y volvió a ser una vivienda familiar. Su impecable fachada es típica del estilo imperante en la Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX.
Un mito porteño dice que varias veces se pidió la exención de impuestos para esta parcela, simplemente por estar en el centro geométrico. Otro mito afirma que el verdadero centro geométrico no está en Avellaneda 1023, sino a unas cuadras, donde se yergue la estatua del Cid Campeador (es decir, en la intersección de las avenidas Ángel Gallardo, Díaz Vélez, Doctor Honorio Pueyrredón, Gaona y San Martín). No es verdad lo del Cid, aunque tiene su propio mérito aparte: sería un serio candidato a la lista de monumentos más grandes del mundo hechos por una mujer (en este caso, la escultora norteamericana Anna Hyatt Huntington).
El carácter privado de la casa de Avellaneda 1023 nos impide visitar su interior para comprobar lo fundamental: dentro de la parcela, ¿dónde cae exactamente el centro? ¿Cuál será el mueble, el objeto o la baldosa que ocupa con toda inocencia este extraño punto de la ciudad?
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Nota tomada de la página web: Fervor x Buenos Aires.
Foto: Casa donde se ubica el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires (Foto Iuri Izrastzoff).