24 dic 2011

Cementerios en Belgrano


(De Silvia Vardé)

El 6 de diciembre de 1855, el gobierno de la provincia de Buenos Aires aprueba el proyecto del trazado del nuevo pueblo de Belgrano, que fuera presentado por el Departamento Topográfico y  realizado por el ingeniero Saturnino Salas.
En dicho proyecto figuraban la superficie de la población, las calles con sus respectivos nombres y otras importantes disposiciones para el futuro pueblo. Con respecto al cementerio, en un párrafo del documento establecía: “En cuanto al sitio en que deberá establecerse el Cementerio, que más adelante pueda llegar a ser muy necesario, proveerá ulteriormente la Municipalidad”.
La instalación del primer cementerio que tuvo el pueblo de Belgrano estuvo muy ligada a la construcción de la parroquia de la Inmaculada Concepción, ya que cuando la Comisión Municipal solicitó al Obispado de Buenos Aires la creación de la misma, debió cumplir uno de los requisitos necesarios que era la creación de un camposanto.
El 21 de enero de 1860 la Municipalidad comunicó al Obispado de Buenos Aires que ya había finalizado la construcción del cementerio y que éste estaba ubicado donde actualmente se halla la manzana de forma irregular delimitada por las actuales calles Blanco Encalada, Zapiola, Monroe y avenida Ricardo Balbín; cabe señalar que el mismo estuvo habilitado hasta 1875.
El 11 de marzo de 1871 con el objeto de instituir un nuevo cementerio, el gobierno de la provincia de Buenos Aires dispuso por decreto que el Juez de Paz de  Belgrano procediera a conceder los terrenos de la Chacarita de los Colegiales, que se hallaban bajo la jurisdicción de dicho partido.
El motivo de dicho pedido residía en la urgencia de habilitar un nuevo enterratorio ya que los existentes en la Ciudad de Buenos Aires habían sido clausurados por encontrarse colmados a raíz de la epidemia de fiebre amarilla que devastó a la ciudad en los primeros meses de ese año.
El 5 de agosto de 1874 la Municipalidad del pueblo de Belgrano creó una comisión compuesta por el cura párroco Diego Miller, el doctor Tarnassi, el señor. Policarpo Mom, el arquitecto Buschiazzo y el señor Vicente Pardo con el fin de que se procediera a la construcción de un nuevo cementerio. Poco tiempo después, ésta cumplió su cometido y el cementerio fue establecido en el lugar donde se encuentra actualmente la plaza Marcos Sastre, delimitada por las calles Monroe, Miller, Valdenegro y las vías del  FF.CC.  Mitre.
Al mismo se ingresaba por un gran portón de hierro ubicado sobre la avenida Monroe; desde allí partía la calle central amplia y pavimentada  en cuyos fondos, junto a las vías del ferrocarril había un banco debajo de un ombú donde los concurrentes solían reposar bajo su sombra. A  ambos lados de la calle principal se levantaban las bóvedas que sumarían quince en total.
El 26 de marzo de 1898 por ordenanza municipal fue clausurado el cementerio de Belgrano; el mismo permaneció varios años semiabandonado hasta que, el 28 de noviembre de 1919, fue dispuesta su total desocupación, la cual finalizó en 1922.
Los propietarios de las bóvedas firmaron un convenio con la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires –ad referéndum– por el cual permutaban las sepulturas y sepulcros del cementerio de Belgrano por otras en el Cementerio del Oeste.
Años más tarde por decreto municipal Nº 5003/1946 la manzana que ocupaba el cementerio de Belgrano o cementerio De Miller, como familiarmente lo llamaban los vecinos, fue destinada a plaza pública denominada Marcos Sastre debido a que sus restos originariamente descansaron en la bóveda de la familia Sagasta Isla ubicada  en ese lugar.
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Imagen: Entrada al cementerio de Belgrano también llamado cementerio de Miller, ubicado en lo que hoy es la plaza Marcos Sastre.
Tomado del sitio diariodebelgrano.com

23 dic 2011

Dios, sueños y filosofía


(De Haydée Breslav)

En la década del 60, sentados a la mesa de un bar, seguramente de Corrientes, varios jóvenes con veleidades literarias discutían a quién le correspondía el título de “poeta de Buenos Aires”. Uno mencionó a Borges; otro, a Tuñón; un tercero, a Fernández Moreno. Las voces se exaltaban y llegaban hasta las mesas vecinas; desde una de ellas, un hombre que para los discutidores sería viejo, escuchaba en silencio. Terminó su ginebra y pagó; al encaminarse hacia la puerta, se paró ante los jóvenes y les dijo: “El poeta de Buenos Aires es Discépolo”.
Osvaldo Pellettieri señaló que nunca nombró a la ciudad en sus tangos; sin embargo, varios de ellos han sido consagrados como verdaderos himnos extraoficiales por los porteños, quienes tienen a la llamada filosofía discepoliana como un compendio de duras verdades largamente probadas a través de sucesivas experiencias. Porque, como nos comentó Rubén Derlis, “más que poeta [Discépolo] es un filósofo que escribe en verso y después le pone música a lo que piensa”.
La mordacidad, el desenfado y la desesperanza, características que conformaron su filosofía, aparecen por primera vez en Qué vachaché, escrito en 1926. “El público no comprendía esa letra, en la cual la mujer ambiciosa critica a su noble y desinteresado esposo; nadie podía entender que ese discurso debía ser interpretado como su propia crítica”, refiere Roberto Selles.
A ese tango siguieron Esta noche me emborracho, Chorra, Yira… yira… y muchos otros, donde Discépolo se vale de la ironía, la paradoja y la sátira social para contar las pequeñas y grandes miserias de los habitantes de una urbe en pleno proceso de corrupción. Algunos creyeron ver que en esos tangos “se exaltaba peligrosamente la filosofía cínica de los amorales”, sin entender que constituían una suerte de conciencia callejera que estigmatizaba, en clave grotesca, el doble discurso de la moral dominante, tanto pública como privada. De ahí su bien ganada popularidad, su actualidad permanente.
Sólo otros poetas como Manzi,  Cátulo Castillo, Troilo –lo nombro a propósito– y más tarde Santoro, comprendieron que Discépolo se hería a sí mismo cuando revolcaba en el barro a sus personajes; el sarcasmo era la contracara del íntimo sufrimiento de un hombre que supo interpretar como ninguno los sentimientos de un pueblo al que –como definió otro poeta, Oscar García– siempre le han durado muy poco las alegrías.    

EL SENTIMIENTO RELIGIOSO
“Qué vachaché, si ya murió el criterio / vale Jesús lo mismo que el ladrón”. Al equiparar a Cristo con su compañero de calvario, los dos últimos versos de Qué vachaché inician una serie de expresiones que, a través de distintos tangos, revelan el profundo (y atormentado) sentimiento religioso de Discépolo.
No encontramos en el género, ni en la poesía (denominada) culta de Buenos Aires, manifestaciones de una religiosidad tan intensa –es conocido el agnosticismo de muchos de nuestros mejores poetas– a excepción de Francisco Luis Bernárdez, cuya obra refleja una fe serena y sin fisuras. En cambio, Discépolo siente que Dios se aleja de él, y lo desgarra el conflicto entre los preceptos divinos y las conductas humanas. En uno de sus mejores tangos, apostrofa al Todopoderoso (“Aullando entre relámpagos / perdido en la tormenta / de mi noche interminable ¡Dios! / busco tu nombre”, Tormenta); en otro, y en un verso terrible en su sencillez –y que mucho impresionó a Sabato, quien lo incluyó en Sobre héroes y tumbas– cuestiona la ausencia divina (“¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”, Canción desesperada).
En la torturada espiritualidad del poeta, Dios sólo se manifiesta a través del castigo, capaz de inspirar pasiones tan violentas como desdichadas (“Quién sos, que no puedo salvarme / muñeca maldita, castigo de Dios”, Secreto); (“…qué castigo de Dios / me condenó al horror / de que seas vos / vos solamente, sólo vos / nadie en la vida más que vos / lo que deseo”, Martirio).
Y no vacila en achacarle su propio resentimiento y su particular venganza (“Perdóname, si es Dios / quien quiso castigarte al fin”, Sin palabras, con música de Mariano Mores).

LOS SUEÑOS, SUEÑOS SON
“Las agonías que son se derivan de los éxtasis que pudieron haber sido”, escribió Edgar Poe, de quien dijo Raúl González Tuñón que “bebía ¿para olvidar? cuando aún no existían las letras de los tangos tristes”
Como no podía ser de otra manera, varios de ellos se han referido a la tristeza que emana de la brecha abierta entre los sueños y la realidad; destacamos el notable Sueño querido, de Mario Battistella, con música de Ángel Maffia. Pero sólo Discépolo (junto con el Cátulo Castillo de La última curda) logró hacerlo con la intensidad que la aseveración de Poe merece; en sus tangos más dramáticos, esa brecha es una fosa donde queda sepultado el sentido de la existencia (“La vida es tumba de ensueños / con cruces que, abiertas, / preguntan... ¿pa' qué?”, Desencanto).
Sin embargo, en Cafetín de Buenos Aires –que tiene música de Mores–, la fe en los sueños forma parte de la conquista iniciática: “Ya de muchacho me diste entre asombros, / el cigarrillo, la fe en mis sueños / y una esperanza de amor"). Dicho sea de paso, en 1949 el subsecretario de Cultura, Antonio Castro, intentó prohibir este tango porque consideró alarmante la primera cuarteta de la segunda parte (“Cómo olvidarte en esta queja / cafetín de Buenos Aires / si sos lo único en la vida / que se pareció a mi vieja”). El indignado funcionario así fundamentó su iniciativa: “Es inadmisible que dentro o fuera del país se pueda suponer que exista un argentino que lo único que halla para compararlo con su madre sea un cafetín”.
Fe, esperanzas y sueños vuelven a aparecer al principio de Uno (ese hermoso tango, también con música de Mores, que ha sido objeto de abuso por parte de tantos malos cantantes) para guiar al protagonista en lo que puede considerarse como una original descripción de la utopía (“Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias... / Sabe que la lucha es cruel y es mucha / pero lucha y se desangra / por la fe que lo empecina”).

EL FINAL DE LA UTOPÍA
¿Qué fue lo que pasó para que, en Alma de bandoneón, el protagonista compartiera su frustración con el fuelle? (“Igual que vos soñé / igual que vos viví / sin alcanzar mi ambición”).
¿Quién fue el culpable de que los sueños no se hubieran cumplido? ¿Acaso el amor? (“¿Por qué me enseñaron a amar / si es volcar sin sentido los sueños al mar", Canción desesperada).
¿O tal vez esa masa sin identidad pero con malevolencia, llamada “la gente”? (“La gente es brutal y odia siempre al que sueña / lo burla y con risas desdeña su intento mejor”, Infamia).
El amor y la gente son dos de las tres esperanzas (fallidas) que dan título a otro tango (la tercera es la madre, que murió). Paradójicamente, se trata del más desesperanzado de cuantos compuso; el lenguaje es desnudo, como corresponde a la dureza del tema, expuesto al principio como un diálogo entre un hombre y su alma.
Aquí es el protagonista quien, en una mirada retrospectiva, se ríe de sus propios sueños (“Me he vuelto pa' mirar / y el pasao me ha hecho reír... / ¡Las cosas que he soñao! / ¡Me cache en dié, qué gil!”). Esta es siempre mala señal, pues si al que ríe le ha ido bien, quiere decir que traicionó sus sueños, lo que entraña ruindad; y si le ha ido mal –como en este caso– significa que los abandonó, y eso es desesperación.
Sintiéndose defraudado por aquellos en quienes depositó sus esperanzas (la muerte puede considerarse una especie de traición) sólo quiere dormir sin sueños. “Nos miramos con pena / durmiendo sin soñar; / nos ha engañado el sueño, / ya no soñamos más”, expresó Ezequiel Martínez Estrada en su delicado poema “El mate”.
La idea de Discépolo es otra: “Cachá el bufoso, y chau... / vamo´ a dormir”.
Acaso por haber muerto tan joven, no llegó a trocar el dolor en melancolía; pero su agudo sentido de la observación le hizo notar que nadie está exento de que, en algún momento de la vida, la realidad se le presente como una imagen distorsionada de sus sueños, similar a la que devuelven los espejos deformantes.
La historia que cuenta Quien más... quien menos... (un hombre sorprende a una antigua novia haciendo striptease en un cabaret) ha perdido actualidad; incluso, otros la desarrollaron mejor. Pero el tango resuelve en dos versos que confirman la opinión de Roberto Díaz en el sentido de que Discépolo “era un arquitecto de las palabras, un tipo que podía pasarse un año buscando la que más le convenía para expresar sus conceptos”.
Son dos versos que recuerdan al Mozart asesinado de Saint-Éxupéry; dos versos que ponen de manifiesto, con poética síntesis, la frustración material y espiritual que esta sociedad produce en sus miembros:

“Quien más... quien menos... pa´mal comer / somos la mueca de lo que soñamos ser”.
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Fotografía: Enrique Santos Discépolo.
Nota tomada del periódico Trascartón, diciembre 2011.

21 dic 2011

El “Hueco de los Sauces” y un papel para la historia


(De Ricardo M. Llanes)

Algunos de los numerosos baldíos que el gobierno de la ciudad (primero el Cabildo y después la Corporación municipal) transformaría en plazas públicas, no fueron más que huecos no desprovistos de arbolado, y en los cuales por lo general se contaba con lo sombroso del ombú. Es de creer, entonces, que en el perímetro abarcado por la plaza Garay el sauce se vería en número mayor, ya que el lugar era conocido como el “Hueco de los Sauces”, designación ésta que se comprueba en el plano catastral que diseñara el cartógrafo José María Manso en el año 1817, dejando ver que los propietarios vecinos más cercanos al hueco se llaman Tomás Rocamora y José Sandoval. Medio siglo más tarde, en el plano topográfico de la ciudad de Buenos Aires, año 1867, el hueco ha desaparecido, pues el terreno ha quedado convertido en la plaza que nombran 29 de Noviembre; denominativo que años más tarde es sustituido por el de Bolívar. Respecto de ella dice el Censo Municipal de Buenos Aires, tomo I, levantado en 1887: “Plaza Bolívar, con superficie de 15.832 metros cuadrados. Tiene hermosos jardines de estilo inglés. Hasta hace poco se llamaba Plaza 29 de Noviembre”. Digamos nosotros que desde el año 1905 lleva el nombre de Garay, como la calle que encuadra su rectángulo por el lado sur.

UN PAPEL PARA LA HISTORIA
El documento que se escribe y se firma en dicho hueco la tarde del 3 de febrero de 1852, ha de conferirle a este lugar el indiscutible reconocimiento de que fue escenario del acto final que representará don Juan Manuel de Rosas. Aquí, dentro del Hueco de los Sauces, donde dio resuello al pingo de su último galope en suelo argentino, selló de su puño y letra la seguridad de su derrota al enviar a la Honorable Legislatura, su renuncia de gobernador de Buenos Aires. En este punto dejemos que nos ilustre Manuel Gálvez, el notable novelador histórico desaparecido: “A caballo, acompañado de su asistente, Lorenzo López, llega al Hueco de los Sauces, lugar del suroeste de la ciudad. Se apea, y bajo un árbol y sobre su rodilla, escribe con lápiz su renuncia, en un papel que le alcanza su asistente. Él mismo saca una copia. Monta de nuevo, disimúlase con el poncho y el gorrete del asistente, y se dirige, no a su casa, sino a la del encargado de Negocios de Inglaterra, Roberto Gore (1). He aquí reproducidas las últimas palabras que escribiera en Buenos Aires el general don Juan Manuel de Rosas: “Señores Representantes: Creo haber llenado mi deber como todos los señores representantes, nuestros conciudadanos, los verdaderos federales y mis compañeros de armas. Si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, en nuestra integridad y nuestro honor, es porque no hemos podido. Permitidme, Honorables Representantes, que al despedirme de vosotros reitere el profundo agradecimiento con que os abrazo tiernamente y ruego a Dios por la gloria de V. H., de todos y cada uno de vosotros. Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que escriba con lápiz esta nota y de una letra trabajosa. Dios guarde a V. H.”.
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(1) Vida de don Juan Manuel de Rosas, Librería Editorial El Ateneo, año 1942.

Imagen: Plaza Garay en el año 1940.
Tomado del libro de R. M. Llanes: Antiguas plazas de la ciudad de Buenos Aires, Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, 1977.

20 dic 2011

Las ciudades de cielo y nuevo barro


(De Guillermo Sosa)

Las nuevas corrientes arquitectónicas ya hablan del “Cemento Clasista” , algo así como ir colocando a la vista de millones de habitantes locales y turistas cómo las grandes ciudades se van construyendo de una manera que –nunca visto antes– la opulencia y la pobreza se cercan una a otra, y sus muros de contención son estaciones de trenes, grandes avenidas, algunos accidentes geográficos, muros, alambrados con puntas de púas o simplemente las fuerzas de “seguridad”, que van de acuerdos en acuerdos para que ningún negocio decaiga por culpa de la necesidad humana de comer, vestirse o trabajar, y que lleva a entremezclar morochos/as con blancos turistas o habitantes de grandes nuevas torres de la ciudad de Buenos Aires. Algo que no queda bien, ¿vio?
Los pobres con los pobres, los ricos o camino a ricos con ellos mismos.
Lo nuevo que ahora están allí, pegaditos, a la vista, cerquita, casi se rozan. Unos (las torres al cielo) con una mirada discriminatoria hacia sus vecinos. Los otros (trabajadores, desocupados, casas sin revoques), también ven, olfatean y de noche van a la búsqueda de sus sobras. No todos.
También ocurre lo mismo en  Sao Pablo, Río de Janeiro, Medellín o Estambul.
Las villas (se quintuplicaron en una década, según el INDEC) de Capital Federal se construyen con cemento, cal, arena y ladrillos. Ya no más cartón.
Si Macri (Mauricio) u otro gobernador de turno, quisieran  correr a sus casi 300.000 habitantes, deberían declarar algo así como....una guerra.
Las torres con vista al cielo, con la misma base material que las villas, no pararon de crecer, en Caballito, Boedo o Puero Madero.
Según la socióloga Susana Torrado “las clases medias tienden a precarizarse o a ser el nuevo sector alto de la ciudad”.
La “histórica clase media de los 60y 70 está en vía de extinción”.
“Los que se quedan en el medio siempre pierden, les pegan de los dos lados”, diría el escritor Osvaldo Ardizzone.
Los datos más conservadores señalan que en 2025 cerca de un millón de sectores bajos y desclasados estarán en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.  Los datos más conservadores también dicen que para esa fecha habrá el triple de edificaciones de más de 30 pisos en Palermo, Caballito, Barracas, Costanera Sur y Boedo.
“Los barrios, sus culturas, formas de relacionarse tienden a desaparecer en las nuevas metrópolis. No hay determinaciones políticas para que ellos permanezcan. Para las constructoras la historia pasada no es negocio. Para la pobreza, que se extiende, la ciudad tiene más rendijas para sobrevivir que Chascomús o San Andrés de Giles”, señala Daniel Mercado, sociólogo.
En la década de los 90 se habló del “choque de culturas”, refiriéndose a las guerras entre Occidente y Oriente. Ello ahora ocurre en las ciudades.
Con tres migraciones: 1) Una interna del país de pertenencia, 2) las que proceden de los países limítrofes y 3) la de los turistas. Una especie de mochileros de aviones con euros y dólares. Tan necesarios para cualquier Estado.
En Europa, a los africanos los devuelven y depositan en el mar.
En Francia, de vez en cuando un disparo da en la nuca de un marroquí o nigeriano. Luego millares de autos arden bajo la ideas de “justicia por propias manos”.
En Latinoamérica se va conformando el “Cemento Clasista”.
Los countries van desapareciendo en Colombia y Brasil, y ahora en el Gran Buenos Aires vienen a descubrir que quienes cuidan a sus habitantes son los propios ladrones. Esos futuros (o viejos) “caceroleros”, se vuelven a los edificios torres. Primero: lagos, cancha de golf y casas. Ahora una huida hacia el cielo.
Mientras: cal, cemento, arena y ladrillo le dan fortaleza al más débil.
Saben que algún día vendrán por ellos. Saben que entonces habrá guerra. Aunque suene fuerte.
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Imagen: La Villa 31 contra  un fondo de modernos edificios (Foto de mundovilla.com).
Texto tomado de la página web buenos aires sos.

19 dic 2011

Centenera y Cruz


(De Eduardo Semán)

Terraplén.
Las rodillas más sucias de la tarde
saludando a aquel tren,
y su incienso de hollín
bautizando
los diez primeros años.
Frontera de esperanzas
y aventuras...
Terraplén.
Una lata vacía era un navío,
y una caña se volvía pájaro
con la piel de papel
que hacíamos volar
con la primera
lección de paciencia.
¡Qué lejos estás hoy,
terraplén!
Y la novia... Una niña
descifrando los versos en papel Canson.
Nos vinimos al Centro,
y empilchados,
a gastar tabaco e ilusiones.
Y el hollín más oscuro de mil noches
nos devolvió a tu magia,
terraplén.
Con el alma manchada y otra tarde,
y la ausencia
después...
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Imagen: Escudo del barrio de Nueva Pompeya.

Jean Jaurès en Buenos Aires


(De Diego Ruiz)

Una de las características del Centenario fue la afluencia de viajeros ilustres invitados a contemplar las “grandezas” de la joven Nación. Más allá de la Infanta Isabel de Borbón –la “chata” para los amigos–, cuyo principal aporte fue causar la instalación en la Casa de Gobierno de un ascensor, hoy de uso exclusivo presidencial, debido a que medía tanto de ancho como de alto y no podía subir más de dos escalones, vinieron invitados entre otros Georges Clemenceau, Anatole France y Adolfo Posada, que junto a Vicente Blasco Ibáñez, ya residente en el país, dictaron conferencias en el teatro “Odeón” y dieron a la imprenta sus impresiones sobre la Argentina y los argentinos. Blasco Ibáñez, en particular, publicó un impresionante tomo ilustrado bajo el título Argentina y sus grandezas con el que pretendía fomentar la inmigración y, de paso, sus emprendimientos en la Patagonia y en el Litoral. Como vemos, en aquellos tiempos –y por muchas décadas más– las conferencias eran el furor de los porteños (recordemos el Instituto Popular de Conferencias del diario La Prensa, hoy en día el “Salón Dorado” de la Casa de la Cultura) y, quizá para no ser menos, Juan B. Justo no tuvo mejor idea que invitar a pronunciar algunas en Buenos Aires a Jean Jaurès durante un Congreso socialista celebrado en Copenhague en 1910. A esa altura el francés, nacido en 1859, era la principal figura de la SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera), había fundado en 1904 el periódico L’Humanité y se había destacado junto con Emilio Zola en la defensa de Alfred Dreyfus, el oficial de ejército injustamente acusado de espionaje principalmente por su condición de judío. Seguramente Justo lo invitó por considerar su pensamiento afín, pues Jaurés no era estrictamente un marxista, sino que preconizaba una visión idealista, reformista si se quiere, del socialismo, que podría condensarse en su frase “[...] No es por el hundimiento de la burguesía capitalista sino por el crecimiento del proletariado por lo que el orden socialista se implementará gradualmente en nuestra sociedad”.
La cuestión es que Jaurès arribó a Buenos Aires el 1º de septiembre de 1911 y brindó cinco conferencias en el “Odeón” con su particular estilo oratorio. Pero acá empezaron los problemas. Jaurès era un orador poderoso, apasionado, que tronaba de pie mientras gesticulaba en amplios gestos... tan amplios que en un momento uno de los puños de su camisa fue a parar al medio de la platea, circunstancia recordada por Ramón Columba –con dibujo incluido– en su ameno testimonio El Congreso que yo he visto. Pero esto hubiese sido lo de menos. La plana mayor del socialismo argentino era de una gran austeridad, una moralidad rayana en la mojigatería y acérrima enemiga del tabaco y el alcohol, tal vez por la profesión médica de gran parte de sus miembros. Y la cuestión es que Jaurès era una suerte de estereotipo del francés: rozagante, hedonista y pleno de vida, se comía todo, fumaba unos grandes habanos, bebía coñac como un cosaco y le apuntaba a cuanta falda se le cruzase, fuera ésta de una compañera o no.
Pero más allá de la anécdota risueña, Jaurès convocó a su paso por nuestra ciudad a multitudes que veían en él al apóstol de una nueva sociedad, al líder incorruptible que encarnaba a la Razón y a la Justicia en un mundo convulsionado que pronto estallaría en mil pedazos. Sería interesante, aunque imposible, saber cuántos jóvenes escucharon su palabra o la vieron impresa en los diarios de aquel tiempo, saber si los futuros internacionalistas, o boedistas, o artistas del pueblo conocieron su opinión de que “el proletariado era una fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la humanidad”.
Pero seguramente todos se conmovieron el 31 de julio de 1914 ante la noticia de que había sido asesinado a causa de su firme posición internacionalista en contra de la guerra. Una semana antes, en Lyon, había pronunciado un discurso responsabilizando a “la política colonial de Francia, la política hipócrita de Rusia y la brutal voluntad de Austria” por la situación bélica y llamado a los obreros de todos los países a  unirse para enfrentar “la horrible pesadilla”. Ese 31 de julio, tres días antes del inicio de las hostilidades, un oscuro personaje llamado Raoul Villain le disparó tres balazos. León Trotsky, en 1917, homenajeó a Jaurès en un artículo en el que describió la escena del crimen: “En 1915 visité el ya célebre ‘Café du Croissant’, situado a unos pasos de L’Humanité. Es un típico café parisino: suelo sucio cubierto de aserrín, banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de mármol, techo bajo, vinos y platos especiales, en una palabra aquello que sólo se encuentra en París. Me mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí fue abatido de un tiro el más genial de los hijos de la Francia actual”.
El “Café du Croissant” aún existe en el 146 de la calle Montmartre de París, mientras que el teatro “Odeón” de Buenos Aires, escenario de gran parte de nuestra historia, fue demolido gracias a un permiso otorgado por el ex Concejo Deliberante entre gallos y medianoche, que a esa hora se fragua lo inconfesable, para instalar una playa de estacionamiento..., aún existente. ¿Es una moraleja? Este cronista no lo sabe.
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Imagen: Jean  Jeaurés

Monumentos y cementerios


(De Rafael E. J. Iglesia)

Los monumentos tan criticados por la arquitectura moderna ortodoxa y tan abusados por el siglo XIX, son a pesar de todo, los grandes mojones del diseño urbano. Su presencia, para bien o para mal, altera el paisaje urbano.
Para bien, cuando son sitio-genéticos; es decir cuando crean o complementan con su presencia sitios urbanos; cuando alrededor de ellos el lugar (espacio vacío que espera actividades y gente) se transforma en sitio. Insisto, el lugar se convierte en un espacio reconocido donde el ciudadano puede ejercitar su urbanidad. El viejo ejemplo del ágora griego puede ser citado aquí. Se me ocurre que la destruida placita-patio de los fondos del Cabildo era cabalmente un sitio. También lo es Caminito.
En nuestra ciudad, sin embargo, los monumentos han sido emplazados con predominio de la concepción  renacentista del espacio urbano; es decir pensando más en la geometría de la regla y del compás y en el placer racional del ojo fijo que mira, que en recorridos, desplazamientos, adyacencias y descubrimientos. Cercanías que pueden llegar al tacto. La Boca tiene todo eso, Purmamarca es rica en estas vivencias.
Como en el Renacimiento (y como en la ciencia ficción), el monumento se coloca allá, a lo lejos, esperando nuestra fija mirada (como le hubiera gustado a Luca Pacioli), reclamando ser eternizado en una simétrica postal, listo para el olvido.
El Obelisco, el monumento a Urquiza, el monumento a Güemes y el que recuerda (¿recuerda?) a los cuatrocientos años de Buenos Aires, son algunos monumentos, entre otros, que han sido puestos sobre infinitos y rectos ejes para deleite del más elemental ejercicio visual, el del punto de fuga único.
En lugar de crear espacios, sitios como me gusta llamarlos, han creado desiertos; desiertos que el espectador no puede transitar, ni, por supuesto, está alentado a hacerlo. La Plaza Spagna, en Roma, sirve para mi alegato; allí la Fontana de la Barcaccia, la escalera y la iglesia de la Trinitá del Monte más el cautivo obelisco egipcio, forman un sitio, cuya fruición va más allá de la óptica simple, es también hodológica, cinestésica y seguiría si no fuera  porque estas palabras me asustan; digamos para resumir, que es integral.
Pienso cuánto ganaría Buenos Aires si en lugar de incomprensibles e inexpugnables volúmenes abstractos (como plazoleta Adán Quiroga) o de lejanos conjuntos que se exhiben más allá de una explanada, como el monumento a Güemes, tuviéramos monumentos que inviten a acercarse, a sentarse a su vera, a vivirlos juntos, a convivirlos.
Güemes, su memoria y nuestra ciudad, ganarían si alrededor de su monumento, en lugar de una solana de piedra y pasto, hubiera bancos, bosquecillos que eviten la visión abierta, que inviten a descubrir el monumento imprevistamente, que definan lugares para estar. Lo actual es un allá distante, inaccesible, donde el monumento, como los dioses en el Olimpo, mora.
Esta insensibilidad urbana, tan cartesiana, se muestra en el monumento al Tetracentenario. Allí, en medio de un rondpoint inaccesible. se levantan cuatro elementos geométricos, simétricos, herméticos, muertos. ¿Quién puede vivir este monumento? ¿Quién puede leer su significado?
Una inmensa torta con un “Feliz cumpleaños, Buenos Aires” y cuatro grandes velas encendidas a perpetuidad (confío en la tecnología contemporánea) sería un monumento de fácil lectura; y si fuera recorrible, cabalgable por los chicos, atractivo para los grandes, sería entonces un sitio más de la ciudad. Imagino distintas actividades para este sitio, imagino una vida urbana más rica a partir (no exclusivamente) de un diseño urbano que reflexione sobre estos problemas y sea capaz de sentir soluciones.
La estética del cementerio produce cementerios; la vida urbana pide una estética que la aliente, enriquezca y comprenda.
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Imagen: Monumento al Tetracentenario de la fundación de Buenos Aires emplazado en la avenida Del Libertador y Udaondo. (Foto tomada de la página web mirebuenosaires.com.ar)
Nota de La ciudad y sus sitios, de Iglesia y Sabugo, editorial CP 67, Bs. As., 1987.

18 dic 2011

Las cinco esquinas y el librero Franco Tedesco


(De Hilda Guerra)

Cuando se abre el semáforo de las cinco esquinas el florista tiembla. Conducen enloquecidos por la copetuda Coronel Díaz, algunos doblan hacia Soler, a la derecha, otros hacia  la izquierda. Yo me dirijo hacía Honduras, (a pie ¡claro!, como la mayoría de los que escribimos y “vamos a pata”) tal vez por ese afán de bucear, recordar, indagar.
Sobre el lado del corazón, hay una gran vidriería; respiro profundo, detengo mi paso y regreso a la adolescencia. Allí estaba la librería de Franco Tedesco, señor mayor que organizaba una peña para la muchachada del barrio que después se llamó Palermo Sensible. Él me regalo –cuando aún estaba en la primaria – el poemario Tú y yo de Paul Geraldy. Iba por esa acera dos veces por semana luciendo mi boina y los pesados libros de música, para llegar a la casa de mi profesora. Pasaba frente a la casa de Evaristo Carriego y luego doblaba  por Bulnes hasta  Gorriti, donde Adelita me daba clases de piano. Pero... Franco Tedesco debió intuir que mi pasión más fuerte sería la literatura; de allí los versos premonitorios y el mandato al goce de la lectura: Yo no quiero verlos. Llévate esos clisés/ donde, tú dices, está nuestro viaje y su historia. /Mis recuerdos son mucho mejores en mi memoria./ Los alejarías, queriendo acercarlos./ Llévate esos clisés donde todo muere y se empequeñece,/ donde el pasado encantador aparece despojado/ de su dolor, de su perfume, de su música/ mientras que un necio detalle revive íntegro/ con una importancia irritante y cruel./  Mi memoria es más fiel... “Estereoscopio”.
Varias generaciones se formaron en esa librería; librería de textos y útiles que contaba con una biblioteca surtida. Asistíamos a la Peña a la que concurrían las hermanas solteronas del dueño. Franco vendía el primer cuaderno y lápiz y luego prestaba el primer libro de poesías o la audaz novela de Eduardo Zamacois. Allí se escuchaban tenebrosas historias de la casa del poeta que había vivido en la esquina y donde además de él habían muerto todos sus habitantes de tuberculosis.
El clan se componía de los que estaban por terminar la secundaría, los que les faltaba poco para obtener el título de doctor y los que comenzábamos –con el permiso paterno– a concurrir sin necesidad de alguna compra para el colegio. El sitio, además, era una usina de piropos. Nos ingeniábamos para pasar varias veces al día. Contábamos con la complicidad de la bifurcación y aparecíamos por la esquina menos pensada: por Soler estaba la  mercería que  justificó siempre el encargo de mamá.
De esto no me dejan mentir algunos vecinos sensibles que mejoran Palermo, editan voceros barriales y ahora la Guía de Palermo-Barrio Norte: Graciela Testa, que desde hace décadas enseña guitarra a más de un desafinado; doña Clara, que días pasados salió ilesa cuando se cruzó una bicicleta transgresora; Norma Barresi, que vive en Nueva York, pero todos los años vuelve al barrio; ni el inmortal Evaristo Carriego, que nos guiña un ojo desde el cielo.
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Imagen: Foto del librero don Franco Tedesco.  

15 dic 2011

Mi primer encuentro con Pepe Cao


(De Horacio J. Spinetto)

Cuando estaba preparando los textos para el libro “Cafés de Buenos Aires” –que incluía a los primeros treinta y cuatro cafés porteños declarados “notables” por la Comisión de Protección y Promoción de los Cafés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la Ciudad de Buenos Aires–, una mañana de enero de 1999, llegué a Independencia y Matheu, barrio de San Cristóbal. Allí estaba, y desde antes de 1930, el tradicional almacén y despacho de bebidas “Cao Hermanos”. A esa altura, sólo lo atendía Pepe Cao, de 87 años. Hacía algún tiempo que su hermano Vicente, de 93,  se había “jubilado”.
Entré por el despacho de bebidas, Matheu 812. Don Pepe, con chaqueta azul y boina, estaba por detrás del bello mostrador con tapa de estaño. Le comenté que su bar había sido declarado “notable” porque se lo consideraba como algo que era característico del barrio y que no debería desaparecer. Don Pepe me preguntó qué quería tomar. Un cortado, le dije. Pida otra cosa, me respondió. Pensando que quería ofrecerme algo especial, insistí con el cortado, señalando la veterana máquina que, como verdadero hito, presidía el salón. Esa máquina se descompuso por los años 50 –comentó don Pepe–, y nunca más volvió a usarse. ¿No quiere una ginebra?, insistió con gentileza.
En ese mismo momento, alguien golpeaba sus manos desde el almacén. Me pidió que lo acompañara. Atravesamos la puerta dejando atrás al despacho de bebidas. Una señora mayor le pidió a Cao aceite de oliva. Don Pepe desapareció un instante para volver con una lata bastante oxidada. No, ese no quiero –dijo la clienta. Este aceite está muy bien, replicó nuestro héroe. Quería Titarelli, manifestó la señora. Haber empezado por ahí. Enseguida volvió don Pepe con una lata de Titarelli, tan oxidada como la otra. ¿Cuánto le debo? –preguntó la vecina. Don Pepe se quitó la boina, se rascó la cabeza y le dijo una suma que me pareció exagerada. La señora le dio el dinero. Don Pepe lo miró, ya en su mano los billetes y dijo: llévelo, señora, que debe ser mucho menos. Tome la plata y me lo paga otro día.
Mientras la clienta iba dejando el almacén, entraron alegremente dos chicas de alrededor de diez años que preguntaron a nuestro entrañable almacenero si tenía la promoción de Pepsi. Debía de hacer varios años que Pepsi no operaba con este local. No obstante con gran inteligencia, conocimiento del oficio y señorío, contestó: Se me acaba de terminar.
Luego de un breve silencio don Pepe sentenció: Conformarse es lo más grande que hay.
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Imagen: Interior del "Bar de los Hermanos Cao", en la actualidad.
Nota tomada del periódico Desde Boedo.

Borges, Arlt y la voz de la calle


(De Oscar Conde)

A propósito de la famosa polémica surgida a partir de un artículo publicado por Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria, en el que proponía que Madrid fuese el “meridiano intelectual de Hispanoamérica”, varios escritores argentinos, como Pablo Rojas Paz, Ricardo Molinari, Santiago Ganduglia, Nicolás Olivari, Raúl Scalabrini Ortiz, produjeron respuestas en todos los tonos en el número 42 de la revista Martín Fierro del 10 de junio de 1927. En una de ellas, burlesca y desenfadada, cuyo título era “A un meridiano encontrao en una fiambrera”, firmada por Ortelli y Gasset –escrita en realidad por Jorge Luis Borges y Carlos Mastronardi–, puede leerse:
“¡Minga de fratelanza entre la Javie Patria y la Villa Ortúzar! Minga de las que saltan a los zogoibis del batimento tagai, que se quedamo estufo que se, con las tirifiladas de su parola senza criollismo. Que se den una panzada de cultura esos rafañosos, antes de sacudirnos la persiana. Pa de contubernio entre los que han patiao el fango de la Quinta Bollini y los apestosos que la yugan de manzanilla. Aquí le patiamo el nido a la hispanidá y le escupimo el asao a la donosura y le arruinamo la fachada a los garbanzelis.
Se tenemo una efe bárbara. No es de grupo que semos de la mafiosa laya de aquellos crudos que se basureaban las elecciones más trenzadas en Balvanera. Par’algo lo encendimos al tango entre las guitarras broncosas y salió de taco alto y pisando juerte. No es al pepe que entramos en el siglo a punta de faca y tiramos la bronca por San Cristóbal y fuimos la flor del Dios nos libre en Tierra del Fuego y despachamos bar as agalludas al portador.
¿Manyan que los sobramos, fandiños? No hay miga caso de meridiano a la valenciana, mientras la barra cadenera se surta en la perfumería del Riachuelo: vero meridiano senza Alfonsito y al uso nostro.
Espiracusen con plumero y todo, antes que los faje. Che meridiano, hacete a un lao, que voy a escupir.”
Es evidente que Borges no sólo conocía sino también manejaba cómodamente el léxico lunfardo. En un tono decididamente polémico, varias décadas después escribió en el prólogo de El informe de Brodie: “Recuerdo [?] que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y replicó: ‘Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas’. El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.”
Esta cita consta de dos partes, la primera de las cuales es completamente falaz. Cualquiera que haya leído a Roberto Arlt puede dar testimonio de que conocía, y muy bien, el léxico lunfardo. Al comienzo de una de sus aguafuertes escribió: “El autor de estas crónicas, cuando inició sus estudios de filología ‘lunfarda’, fue víctima de varias acusaciones entre las que las más graves lo sindicaban como un solemne macaneador. Sobre todo en la que se refería al origen de la palabra berretín, que el infrascripto hacía derivar de la palabra italiana berreto y de la del squenún, que desdoblaba de la squena, o sea de la espada en dialecto lombardo.”
Como recuerda Di Tullio, para Arlt “nuestro caló es el producto del italiano aclimatado”. Además del citado, en otros escritos (“El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular”, del 24 de agosto de 1928; “Divertido origen de la palabra ‘squenún’”, del 7 de julio de 1928; “El Yetatore”, del 21 de julio de 1931), Arlt se ocupó del análisis de distintos italianismos, como furbo, squenún, fiacún y yetatore.
Pero en otras aguafuertes, como en La crónica N° 231 iría todavía más lejos al defender no sólo la existencia sino también el uso literario de un léxico propio de Buenos Aires: “Escribo en un ‘idioma’ que no es propiamente el castellano, sino el porteño. Sigo una tradición: Fray Mocho, Félix Lima, Last Reason. Y es acaso por exaltar el habla del pueblo, ágil, pintoresca y variable, que interesa a todas las sensibilidades. Este léxico, que yo llamo idioma, primará en nuestra literatura a pesar de la indignación de los puristas, a quienes no leen ni leerá nadie. No olvidemos que las canciones en “argot” parisién [sic] por François Villon, un gran poeta que murió ahorcado por dar el clásico golpe de furca a sus semejantes, son eternas”.
El valor que Arlt atribuía al lunfardo se completa en este par de párrafos incluidos en el aguafuerte “¿Cómo quieren que les escriba?”, publicada el 3 de septiembre de 1929: “Y yo tengo esta debilidad: la de creer que el idioma de nuestras calles, el idioma en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en nuestro trato íntimo, es el verdadero. ¿Que yo hablando de cosas elevadas no debía emplear estos términos? ¿Y por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy un hombre de la calle, de barrio, como usted y como tantos que andan por ahí. Usted me escribe: ‘No rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle’. ¡Por favor! Yo he andado un poco por la calle, por estas calles de Buenos Aires, y las quiero mucho, y le juro que no creo que nadie pueda rebajarse ni rebajar el idioma usando el lenguaje de la calle, sino que me dirijo a los que andan por esas mismas calles y lo hago con agrado, con satisfacción. Créanme. Ningún escritor sincero puede deshonrarse ni se rebaja por tratar temas populares y con el léxico del pueblo. Lo que es hoy caló mañana se convierte en idioma oficializado. Además, hay algo más importante que el idioma, y son las cosas que se dicen”.
A quien estos testimonios les resultaran insuficientes, le bastaría con recorrer las páginas de Los siete locos y de Los lanzallamas. En su edición conjunta de ambas novelas, Adolfo Prieto agrega un vocabulario que cierra el libro y que recoge voces como atorranta ‘mujer de dudosa moralidad’, batidor ‘delator’, canfinflero ‘proxeneta’, chamuyo ‘conversación’, escolaso ‘juego por dinero’, grela ‘mujer’, lata ‘ficha metálica utilizada en los prostíbulos para llevar la cuenta del trabajo de las pupilas’, mula ‘engaño’, rajar ‘huir’, relojear ‘mirar’, tira ‘agente de investigaciones’, yiranta ‘prostituta’ y yugar ‘trabajar’. Por cuenta propia, me atrevo a sumar cafishio, esgunfiar, merza, otario, paco, ranero y turro. En un pasaje memorable de Los lanzallamas, Ergueta, un personaje embargado de delirio místico, imagina qué les diría a los “pecadores” que podría encontrar en cualquier cabaret: “¿Saben a qué vino Jesús a la tierra? A salvar a los turros, a las grelas, a los chorros, a los fiocas. Él vino porque tuvo lástima de toda esa merza que perdía su alma, entre copetín y copetín. ¿Saben ustedes quién era el profeta Pablo? Un tira, un perro, como son los del Orden Social. Si yo les hablo a ustedes en este idioma ranero es porque me gusta. Me gusta cómo chamuyan los pobres, los humildes, los que yugan. A Jesús también le daban lástima las reas. ¿Quién era Magdalena? Una yiranta. Nada más. ¿Qué importan las palabras? Lo que interesa es el contenido. El alma triste de las palabras, eso es lo que interesa, reos. (Día viernes, ‘Ergueta en Temperley’)”.
Me parece que estos testimonios prueban suficientemente que Arlt conocía y sabía cómo usar el lunfardo, más allá de las ironías del autor de El informe de Brodie. Sobre la segunda parte de los dichos de Borges, debo reconocer que el lunfardo encierra algo de broma literaria, y que tanto los saineteros como los letristas de tango han “instruido” a la gente del pueblo en esa materia, que efectivamente ha habido un ida y vuelta. El sainete y el tango obraron como difusores del lunfardo, especialmente el segundo, merced al fonógrafo y más tarde a la creación de la radio. No obstante, los casos de palabras “inventadas” por saineteros y letristas e incorporadas después al habla popular son verdaderamente muy pocos, como fueron pocos, después, los casos de términos creados por libretistas, conductores o actores de la radio y la televisión.
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Imagen: Borges y Mastronardi (Dibujo de César).
Tomado de la página Agenda de Reflexión.

Primeros pobladores de Balvanera


(De Miguel Eugenio Germino)

La conquista en el Río de la Plata recién comienza en 1580, cuando Juan de Garay funda por segunda vez la Ciudad de Buenos Aires, tras el efímero intento hecho por Pedro de Mendoza en 1536, en las inmediaciones del actual Parque Lezama.
Recién entonces, casi cien años después del descubrimiento, se inicia en estas latitudes una conquista que ya había dejado en el resto del continente millones de muertos, desplazados y esclavizados.
La región de Buenos Aires era habitada por los querandíes (“gente con grasa”, al decir de los viajeros), denominación que los guaraníes daban a la etnia también conocida como pampas. Estos pueblos querandíes eran nómadas, no conocían la agricultura y vivían de la caza y de la pesca, abundantes entonces. Se armaban con arcos y flechas, lanzas, pedernal afilado y bolas con cordel (boleadoras).
Construían sus viviendas temporarias, precarias, con cueros sin curtir. Ocupaban una ancha franja de la hoy Provincia de Buenos Aires hasta el sur de Santa Fe. Presentaban un bien proporcionado físico, de elevada estatura y eran sumamente belicosos. Vestían un abrigo de cuero, similar al quillango; las mujeres también usaban una falda que cubría su cuerpo hasta las rodillas.
Existen muy pocos testimonios de su lengua, aparte de un par de frases y unas cuantas palabras compiladas por navegantes franceses hacia 1555. Esa pequeña evidencia, aunque dudosa, sugiere una relación con el gününa küne (puelche); los querandíes fueron el grupo más occidental de los pueblos pampas antiguos.
Diversos repositorios encontrados por el profesor Carlos Rusconi en 1932, en paraderos querandíes y guaraníes de Villa Lugano y Puente de la Noria, le permitieron rescatar fragmentos de cerámica, pipas y puntas de flechas que revelan importantes detalles de su vida.
Fueron estos pueblos los que tras una endeble armonía, terminaron con el pequeño emplazamiento de Pedro de Mendoza, poniéndole fin a la primera fundación de Buenos Aires.
El poeta salteño Tomás “Tutu” Campos (1940-2001), reflejaba en sus versos aquella época de la conquista:

"Cuando vinieron, ellos tenían la Biblia
y nosotros teníamos la tierra.
Nos dijeron, cierren los ojos y recen.
Cuando abrimos los ojos,
nosotros teníamos la Biblia
y ellos tenían tierra."

No olvidaban los pueblos originarios, ni sus descendientes, las “encomiendas y la mita”, cuando, tras perder la tierra terminaron en situación de esclavos, o exterminados. A este despojo lo completaría Julio Argentino Roca con la llamada “Conquista del Desierto” en 1879, rematando campañas de gobernantes anteriores.
Aunque sería imposible precisar el paso de los querandíes por lo que hoy es el barrio de Balvanera, no es difícil deducir que debieron haber transitado estas pampas en persecución de su presa para el sustento diario. El pueblo querandí nunca pudo ser domesticado; prefirió el éxodo o la muerte.
Ya hacia 1595, con la introducción de esclavos negros, llegará la mano de obra barata que dejaba vacante el indio. Esta inmigración forzada de gentes africanas influyó considerablemente en la población del actual territorio argentino. La mayoría procedían de los territorios de las actuales Angola, República Democrática del Congo, Guinea y República del Congo, pertenecientes al grupo que habla la familia de lenguas bantú.
En 1778 estas etnias y sus descendientes constituía el 30% de la población de Buenos Aires, y se organizaba en “naciones”, o mutualidades, como “Tambor de Mají”, “Tambor del Congo Anguenga” –éste ubicado en Tucumán y Callao–, la “Nación Bengala” sobre la calle México, a tres cuadras del actual Congreso, y la de los “Morenos Congos de San Baltazar”.
Con el tiempo comenzó la mezcla de padres españoles y madres negras y/o indias, dando lugar a nuevos grupos raciales: mulato (de blanco con negro), mestizo (de blanco con indígena) y zambo (de indígena con negro).
Hasta 1810 el grueso de la población extranjera era de origen español, y en el resto de las colectividades minoritarias se destacaba la inglesa, que consiguió entablar buenas relaciones con los sectores más acomodados de la sociedad de entonces. Tuvo más adelante su propio cementerio en el barrio, el de “los Disidentes” (hoy Plaza 1º de Mayo).
Uno de los primeros ingleses que ingresó fue Roberto Billinghurst, en cuyo homenaje una calle de Almagro lleva su nombre. Fue además el padre de Mariano, pionero de los tranvías, con estación terminal también en Balvanera (Rivadavia entre Billinghurst y Mario Bravo).
Lo que hoy es Balvanera comenzó siendo una campiña sin cultivar, que con el correr de los años se convirtió en quintas de fin de semana de los sectores sociales altos de la ciudad. Balvanera nace hacia 1775, cuando el gallego Antonio González Varela instala su quinta en las inmediaciones de las actuales Azcuénaga y Rivadavia, ganándose el apodo de “Miserere” por su propensión a las dádivas. Donará un sector de su quinta para crear un hospicio (alojamiento) y un oratorio para los franciscanos que llegaban a Buenos Aires con destino al interior. El lugar era el del actual emplazamiento de la Iglesia de Balvanera.
Durante el gobierno de Rivadavia en 1826, ingresarán al país los primeros inmigrantes irlandeses, entre ellos el capellán Domingo Fahi, quien compra tierras en las proximidades de Callao y Tucumán. Vende parte de ellas a los jesuitas, que dan nacimiento al Colegio y la Iglesia Del Salvador.
El 11 de abril de 1833 se conforma la parroquia eclesiástica de Balvanera, con un inmenso territorio que llegaba al este hasta el Riachuelo y al oeste hasta el fin de la ciudad, límite con el Partido de Flores: las calles Boedo-Medrano, y hasta Santa Fe por el norte. Una verdadera “Provincia de Balvanera”. Es muy interesante saber que para 1836 el barrio tenía una población de 3.635 almas: 2.998 blancos, 506 negros y 131 extranjeros.
La colectividad francesa también se estableció allí, eran los vascos franceses y los bearneses, que se afincan en los sectores de quintas, estableciendo sus tambos y lecherías junto a los vascos españoles. Hacia 1887 existían en el radio urbano 82 tambos y 37 lecherías, la mayoría en Balvanera. Escribirá el poeta Baldomero Fernández Moreno:

"El Once huele a un vaso de leche grande y fresca,
se adivina el oeste de boina y alpargatas…"

En 1858 los Padres Bayoneses fundan el Colegio San José en la esquina de Azcuénaga y Bartolomé Mitre, compran prontamente las tres cuartas partes de la manzana contigua: Mitre-Azcuénaga-Cangallo y Larrea.
Hacia 1870 comienza a fluir la inmigración italiana, principalmente calabresa, siciliana y napolitana. Muchos se instalan hacia 1890 en la zona del Mercado de Abasto. Esta colonia será luego la más numerosa del país, superando a la española, que introducirá nuevos contingentes (los tataranietos de los conquistadores) provenientes en su mayor parte de Almería, Cádiz, Granada, Huelva, Jáen y Málaga.
Argentina debió homogeneizar sus leyes y cultura con las de los inmigrantes. Favorecida por los rasgos comunes (el origen latino de casi el 80% de los llegados en estas oleadas), el gobierno federal instrumentó una política de educación e inserción forzosa, basada en la obligatoriedad de la enseñanza primaria laica y gratuita, a partir de 1884, y estableció el matrimonio civil en 1888. Hasta entonces ambos eran de carácter católico.
En 1914 se asienta en el sector norte del barrio (Córdoba-Mitre-Riobamba y Anchorena) una poderosa colectividad judía, proveniente de Polonia y Rusia quienes, dedicados al comercio, cambiarán la fisonomía de la zona. Allí establecerán sus asociaciones, convirtiéndose en la séptima comunidad judía en el mundo, con más de 185.000 miembros. Su núcleo se estableció en la calle Corrientes, con sinagogas y clubes judíos, y también se concentró en ella el comercio textil.
Los árabes, armenios, libaneses, sirios y algunos turcos, se instalaron en la parte sur del barrio, traspasando la frontera con San Cristóbal. Sobre Corrientes a la altura del Mercado de Abasto, se establecerá también una pequeña colonia griega.
Muchas de las colectividades venían huyendo de sus países por las guerras y las persecuciones políticas y religiosas.
El censo de 1914 indicó que un 30% de los habitantes eran extranjeros: 2.358.000 sobre un total de 7.885.000. El siguiente cuadro ilustra la magnitud de los arribos entre 1895 y 1946, que llegaron a 3.800.000:
Italianos 1.476.000; Españoles 1.364.000; Polacos 155.000; Rusos 114.000; Franceses 105.000; Alemanes 60.000.

INMIGRACIONES MÁS RECIENTES
Los movimientos migratorios más recientes están vinculados a las transformaciones económicas de sus metrópolis y a las crisis recesivas que afectan sus economías. Ello implica movilidades a distancias más cortas (migraciones limítrofes), donde los factores de tal comportamiento tienen que ver con una función netamente material.
La paraguaya es la comunidad extranjera más grande radicada actualmente en el país, con un 21,2% del total de los inmigrantes, seguida por la boliviana (15,2%) y la peruana (5,8%). En menor grado siguen los asiáticos (chinos, coreanos y japoneses).
Otras migraciones menos numerosas de diverso origen constituyen una minoría, muchos también afincados en el Once, como africanos y dominicanos.

XENOFOBIA Y EXPLOTACIÓN
Especialmente a los inmigrantes de los países limítrofes se los ve como una “competencia ilegítima”, como individuos que vienen a quitarle el trabajo a los argentinos. O se los ignora, esa “invisibilidad” da lugar a la proliferación de mitos y también a quitarles la voz, lo que por lógica los hace sentir discriminados. Algunos sufren situaciones violentas que no tienen nada de mítico.
Son muchos los casos de maltrato y explotación hacia ellos (especialmente los indocumentados), en general por parte de empleadores. Es irónico el caso de los inmigrantes chinos que emplean en negro y en condiciones abusivas a inmigrantes indocumentados de nuestros países limítrofes. O el caso de la policía, que les impone un maltrato injustificado, principalmente a los africanos.
Desde la agudización en 1990 de la aplicación de políticas liberales, suman decenas y decenas los casos de abusos, de reducción a la servidumbre y de esclavitud laboral, especialmente en las colectividades bolivianas y peruanas. También han proliferado empresas de “trabajos temporarios”, que encubren precariedad y trabajo no registrado, utilizando la modalidad de “monotributistas”.
A su vez es típica en Balvanera la discriminación hacia el inmigrante peruano, de gran concentración en el barrio, partiendo de sus condiciones de hacinamiento en hoteluchos e inquilinatos, y su modo de vida un tanto pública, que provoca molestias a muchos, a veces exageradas e injustificadas, lo que configura una actitud de abierta xenofobia.
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Fuentes:
-“Buenos Aires nos cuenta”, nº 8 de abril de 1988.
-Cordero, Héctor Adolfo, Cuando Buenos Aires era colonia, Aguilar, 1980.
-Difrieri, Horacio A., Atlas de Buenos Aires. Tomo l, Municipalidad de Buenos Aires, 1980.
-Frau, Salvador Carlos, Las poblaciones indígenas de la Argentina, Hyspamérica, 1953.
-http://es.wikipedia.org/wiki/Inmigraci%C3%B3n_en_Argentina
-http://omerfreixa.blogspot.com/2010/09/los-inmigrantes-en-argentina-hoy-dia.html
-Periódico Primera Página, números 14 y 15, de noviembre y diciembre de 1994
-Wilde, José A – Buenos Aires desde 70 años atrás, Eudeba, 1960.

Imagen: Escudo del barrio de Balvanera.
Nota tomada del periódico Primera Página, año 2011.