(De Rafael E. J. Iglesia)
Los monumentos tan criticados por la arquitectura moderna ortodoxa y tan abusados por el siglo XIX, son a pesar de todo, los grandes mojones del diseño urbano. Su presencia, para bien o para mal, altera el paisaje urbano.
Para bien, cuando son sitio-genéticos; es decir cuando crean o complementan con su presencia sitios urbanos; cuando alrededor de ellos el lugar (espacio vacío que espera actividades y gente) se transforma en sitio. Insisto, el lugar se convierte en un espacio reconocido donde el ciudadano puede ejercitar su urbanidad. El viejo ejemplo del ágora griego puede ser citado aquí. Se me ocurre que la destruida placita-patio de los fondos del Cabildo era cabalmente un sitio. También lo es Caminito.
En nuestra ciudad, sin embargo, los monumentos han sido emplazados con predominio de la concepción renacentista del espacio urbano; es decir pensando más en la geometría de la regla y del compás y en el placer racional del ojo fijo que mira, que en recorridos, desplazamientos, adyacencias y descubrimientos. Cercanías que pueden llegar al tacto. La Boca tiene todo eso, Purmamarca es rica en estas vivencias.
Como en el Renacimiento (y como en la ciencia ficción), el monumento se coloca allá, a lo lejos, esperando nuestra fija mirada (como le hubiera gustado a Luca Pacioli), reclamando ser eternizado en una simétrica postal, listo para el olvido.
El Obelisco, el monumento a Urquiza, el monumento a Güemes y el que recuerda (¿recuerda?) a los cuatrocientos años de Buenos Aires, son algunos monumentos, entre otros, que han sido puestos sobre infinitos y rectos ejes para deleite del más elemental ejercicio visual, el del punto de fuga único.
En lugar de crear espacios, sitios como me gusta llamarlos, han creado desiertos; desiertos que el espectador no puede transitar, ni, por supuesto, está alentado a hacerlo. La Plaza Spagna , en Roma, sirve para mi alegato; allí la Fontana de la Barcaccia, la escalera y la iglesia de la Trinitá del Monte más el cautivo obelisco egipcio, forman un sitio, cuya fruición va más allá de la óptica simple, es también hodológica, cinestésica y seguiría si no fuera porque estas palabras me asustan; digamos para resumir, que es integral.
Pienso cuánto ganaría Buenos Aires si en lugar de incomprensibles e inexpugnables volúmenes abstractos (como plazoleta Adán Quiroga) o de lejanos conjuntos que se exhiben más allá de una explanada, como el monumento a Güemes, tuviéramos monumentos que inviten a acercarse, a sentarse a su vera, a vivirlos juntos, a convivirlos.
Güemes, su memoria y nuestra ciudad, ganarían si alrededor de su monumento, en lugar de una solana de piedra y pasto, hubiera bancos, bosquecillos que eviten la visión abierta, que inviten a descubrir el monumento imprevistamente, que definan lugares para estar. Lo actual es un allá distante, inaccesible, donde el monumento, como los dioses en el Olimpo, mora.
Esta insensibilidad urbana, tan cartesiana, se muestra en el monumento al Tetracentenario. Allí, en medio de un rondpoint inaccesible. se levantan cuatro elementos geométricos, simétricos, herméticos, muertos. ¿Quién puede vivir este monumento? ¿Quién puede leer su significado?
Una inmensa torta con un “Feliz cumpleaños, Buenos Aires” y cuatro grandes velas encendidas a perpetuidad (confío en la tecnología contemporánea) sería un monumento de fácil lectura; y si fuera recorrible, cabalgable por los chicos, atractivo para los grandes, sería entonces un sitio más de la ciudad. Imagino distintas actividades para este sitio, imagino una vida urbana más rica a partir (no exclusivamente) de un diseño urbano que reflexione sobre estos problemas y sea capaz de sentir soluciones.
La estética del cementerio produce cementerios; la vida urbana pide una estética que la aliente, enriquezca y comprenda.
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Imagen: Monumento al Tetracentenario de la fundación de Buenos Aires emplazado en la avenida Del Libertador y Udaondo. (Foto tomada de la página web mirebuenosaires.com.ar)
Nota de La ciudad y sus sitios, de Iglesia y Sabugo, editorial CP 67, Bs. As., 1987.
Nota de La ciudad y sus sitios, de Iglesia y Sabugo, editorial CP 67, Bs. As., 1987.