(De Silvia Long-Ohni)
Vittorio Meano, nacido
en el Piamonte y formado como arquitecto en Torino, llegó a Buenos Aires en
1884 del brazo de su mujer, Luigia Fraschini.
Dos habían sido los motivos
que lo trajeran a estas costas rioplatenses. Uno, que, por cuestión de vida o
muerte, debía escapar con su amada de la furia de un marido despechado. El
otro, más profesional que personal, fue el pedido que le hiciera Francesco Tamburini,
también italiano y arquitecto que trabajó en la Casa Rosada y en el proyecto
original del Teatro Colón, a los fines de incitarlo a que se presentara en la
licitación para el proyecto y realización del edificio del Congreso Nacional,
concurso que ganó en 1995.
Vittorio Meano lo pensó como
un palacio laico. Eran otros tiempos y la fastuosidad con que Buenos Aires se
preparaba para la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo
justificaba ese aire de gala que quería dársele a toda obra de carácter
público. Casi cincuenta años de obra en total llevó la construcción del
monumento edilicio, aunque ya en 1906 había comenzado a funcionar, en parte,
como palacio legislativo.
Amarguras también tuvo Meano
cuando se hiciera vox populi aquello de “el Palacio de Oro”, sarcasmo con el
que las gentes pretendían sentar el supuesto de un negociado habida cuenta de
la importante diferencia entre los números del presupuesto inicial y el gasto
final. Y no servían como excusa ni las cuarenta mil piedras que recubrían el
edificio ni que la araña del Salón Azul pendiera a 75 metros del suelo y
requiriera de un complejo aparato especial para poder maniobrarla.
Otra pena antigua también
conservaba en su corazón. Había imaginado junto a su maestro, Francesco
Tamburini, ese templo de la ópera y del ballet cuya realización habría de
llevar veinte años de trabajos, obra a la que Tamburini no pudo ver terminada
pues murió siete años antes de la inauguración. Vittorio, seguramente, había
imaginado que su tutor tendría la satisfacción de ver en pie su ópera magna.
Y como si los destinos
hubieran de calcarse, Meano tampoco pudo ver su gran obra terminada, aunque por
razones bien diferentes de las que lo privaron a su maestro en relación al
Teatro Colón.
A Vittorio Meano, seguramente
un meticuloso obsesivo, le gustaba vivir siempre a pocos pasos de su obra y,
por tal motivo, había conseguido vivienda en la calle Rodríguez Peña Nº 30. Ese
1º de junio de 1904, el hombre vuelve a su casa y descubre a su esposa en un
trance amoroso con su ayudante, Juan Passera. Posiblemente Meano haya pensado
en esos momentos en lo paradójico de la vida y haya recordado, como en un
vértigo, aquellos días de 1884 cuando tuvo que escapar con Luiggia a causa de
una traición.
No pensó, seguramente, en
aquel trance en toda la sabiduría que encierra aquel viejo adagio que reza:
“Cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, etcétera…”
Cierto es, los años han
pasado, pero Luiggia, por lo visto, no ha cambiado y ahora se repite la
secuencia. Furioso, el arquitecto se lanza sobre su ayudante quien, amparado
por la oscuridad, manotea un arma y dispara dos veces.
En su propia habitación,
viendo a su mujer en brazos de otro, con el corazón destrozado por el dolor y
la humillación, con dos balas en el pecho, el gran arquitecto muere.
Passera escapa entre las
sombras de una madrugada alerta, pero días más tarde se entrega acompañado por
un abogado. Alega entonces que mató en defensa propia y que el arma no le
pertenecía.
Miente. La policía comprueba
que el arma era de su propiedad y, para mejor, en su cuarto de pensión descubre
una buena cantidad de cartas de amor escritas de puño y letra de Luiggia.
El asesino recibe entonces una
pena de 17 años de prisión y la infiel, Luiggia Fraschini, es procesada por complicidad
y encubrimiento, aunque finalmente logra el perdón a cambio de su compromiso de
regresar a Italia.
Mientras, los diarios de la
época se hacen el festín y, pasada ya la euforia de la noticia, se suceden las
dos comisiones investigadoras, una en 1907, la otra en 1914, en las que
participarían Alfredo Palacios, Jorge Newbery y Lisandro de la Torre,
destinadas a probar los negociados de la obra del Congreso Nacional y la
posible muerte por encargo de Vittorio Meano. Ninguna de las dos logrará descubrir
nada. Sólo el interior del Congreso guarda los pasos fantasmales de Vittorio
Meano.
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Imagen: Frente actual del
Congreso de la Nación de la República Argentina con las esculturas de Lola Mora
vueltas a su sitio original. (Foto tomada de escultoralolamora.blogspot.com).