(De Aquilino González Podestá)
Para un chico suele haber experiencias que se le graban de tal manera que muy difícilmente las puede olvidar. Lo digo porque jamás borré de mi mente, por el simple hecho de haber tomado otro tranvía que el de costumbre, la primera vez que crucé el puente de Ciudad de La Paz.
Había decidido mi mamá aquella tarde ir a visitar a su hermana, la tía Amelia. Debí yo apurarme con los deberes y ella hizo lo propio con la cocina para salir lo más temprano posible. Vivíamos entonces en Caballito al sur (Estrada y avenida La Plata), y para ir hasta Colegiales nos íbamos caminando hasta Carlos Calvo y Quintino Bocayuva en busca del tranvía número 30. Eran unas nueve cuadras pero aquella linda tarde de la primavera del 41 hizo que la caminata no se notara. Podíamos haber tomado “La Metropol” hasta Belgrano y desde allí cualquiera hasta Colegiales, pero… se cuidaba el centavito.
Esperamos largo rato, pero el 30 no aparecía. Lo peor es que amagaba a aparecer, pero no era. Lo que para nosotros caracterizaba esta línea eran sus coches. Hasta la integración de la Corporación de Transporte dos años antes, había pertenecido este recorrido a la Compañía Lacroze y, como es sabido, los coches de esta empresa se distinguían de los demás que habían sido del Anglo en varias cosas. Entre otras, llevaban el farol abajo, en el pescante no sobre la visera de la plataforma como los demás, lugar que en cambio era utilizado por un cartel de propaganda frontal que, arqueado y a todo su ancho semejaba un gran peinetón. Tampoco lucían el número en un letrero arriba, sino que lo tenían pintado a un costado del tablero de recorrido, ya que su distintivo era el “destino” que lucía sobre la ventanilla central de plataforma. Toda esta descripción se hace para justificar el enojo de mi mamá porque tranvías de este tipo aparecieron, pero cuando los teníamos cerca, el número no era el 30 sino el 4. ¿Qué hacía esta línea por allí? Eso sí que no lo podré explicar, no sé, un desvío provisorio, qué sé yo; lo cierto es que después de haber pasado tres, ya enojada mi mamá encaró al motorman del cuarto 4 mientras hacía el cambio espetándole: “–Ma… ¿qué pasa con el 30?, ¿no anda más? –Pero señora, ¿adónde va? –A Cabildo y Aguilar. –Pero venga conmigo que voy para allá”.
Yo creo que si hubiera estado tranquila no le hubiese hecho caso, pero con la bronca que tenía no lo pensó dos veces y tomándome del brazo corrimos atrás y subimos. Cuando el guarda vino a cobrarnos, preguntó otra vez. La respuesta la tranquilizó más, sobre todo cuando le dijo: “–Al contrario, señora, nosotros vamos por Palermo y evitamos pasar por Chacarita. Es más directo”.
El viaje tuvo el atractivo de transitar por donde nunca habíamos andado, al punto que mi mamá dejó definitivamente de lado su bronca, comentando casi todo lo que veíamos. Recién se orientó cuando por Paraguay cruzamos la estación de Palermo. “–¿Ya estamos aquí? –comentó asombrada. –¡Qué rápido hicimos!”.
Íbamos, cual era su costumbre, en los primeros asientos, de modo que me permitía ver de lado y de frente durante el viaje. Cuando entramos en Soler, me llamó la atención que una calle común, igual a las otras, tuviera doble vía. Estaba yo entretenido mirando maniobrar al motorman, cuando algo raro se empezó a vislumbrar al fondo de la calle. No sabía qué podía ser. Se me semejaba un paredón del que, oh misterio, me pareció verse caer un tranvía hacia nosotros. Presté atención, para al fin quedar prácticamente paralizado por el asombro. Ante mí apareció una extrañísima estructura. ¡Y lo mejor es que las vías se metían en ella! Y qué decir de cuando, tras un campanazo, marcó el motorman todos los puntos que pudo, y allá fue con su tranvía contra todo aquello al igual que Don Quijote contra los molinos de viento.
Como nunca oí rezongar los motores, forzados a alcanzar la cúspide de aquello que me parecía un lado de las pirámides de Egipto que había visto en las figuritas de los chocolatines Nestlé. Al alcanzarla, un enorme enjambre de hierros entrecruzados nos rodeaba por completo, como queriéndonos enredar y cortarnos el paso, pretendiendo asustarnos con truenos de Santa Rosa que era el retumbe de las ruedas en la estructura del puente. Como si esto fuera poco, justo acierta a pasar por debajo un tren. ¡Un tren desde arriba! Jamás lo había visto. Al final de ferrerío, la bajada. Descansado , hasta triunfante, el tranvía se dejó llevar por la pendiente con la misma gracia con que nosotros nos largábamos del tobogán del Parque Chacabuco. Inolvidable.
Cuando llegamos a tierra firme, mi mamá, que por mucho que diga también se sorprendió, estaba muerta de risa, junto con otros pasajeros del otro lado del pasillo. Era que, según dijeron, el espectáculo había sido yo con los gestos de mi cara, los giros enloquecidos de mi cabeza y hasta los gritos que, dicen, daba durante aquella travesía.
En casa de mi tía estuve raro. Ni siquiera jorobé al gato, que siempre era mi juguete preferido. El tío Antonio, que había oído lo del puente mientras tomaba mate en el patio en un lugar estratégico que le permitía, a la vez que cumplimentar a la visita, pispiar si entraba algún cliente en la carnicería, me llevó con él al mostrador, puso delante de mí un pedazo de papel de envolver y dándome el lápiz que infaltablemente lucía en su oreja, me dijo: “–Dibujámelo”. Se lo hice, tal como lo había vivido. Con una amplia sonrisa recibió la obra terminada. “ – Mirá qué lindo…, lo voy a poner aquí para que la gente lo vea”. Y lo colgó con dos ganchos de chorizos en la ganchera junto a dos tiras de asado.
Hasta aquí la anécdota, pero creo que merecen recordarse también algunos datos referidos al puente mismo que, al fin de cuentas, también tiene su historia.
Nació de una necesidad de la Compañía de Tramways Lacroze de Buenos Aires, sucesora del Tramway Rural de la conocida y casi legendaria familia Lacroze, una verdadera dinastía local dedicada a la industria del transporte desde 1870. Había comenzado a electrificar sus líneas en 1907 y años después, en 1915, comenzó tratativas de nuevas concesiones que culminaron en agosto de 1918, con la firma del contrato respectivo por el cual se le daba una gran ampliación a su primitiva red que abarcaba zonas hasta entonces desprovistas de este servicio, en un ambicioso plan de 14 recorridos. La mayoría no se llevó a cabo, aunque sí algunos y la construcción de ramales de intercomunicación, lo que les permitió duplicar sus líneas, algunas de las cuales tenían iguales cabeceras pero con distinta ruta.
Una de las construidas fue la que se denominaba con el número 11 en el contrato, que recorría las calles Honduras, Arguibel hasta empalmar con sus vías en Costa Rica y por General Paz desde Dorrego hasta Federico Lacroze, empalmando con la vía existente. Pero, al llegar por Soler a Dorrego, donde la calle cambiaba el nombre en ese entonces por el de General Paz (que cuando se inauguró la avenida homónima pasó a ser Ciudad de La Paz) la línea quedaba cortada por las vías del Ferrocarril Central Argentino que en ese sitio pasan a un nivel más bajo que la cota de la calzada, en una especie de trinchera a media altura. Sin embargo, el escollo se encontraba salvado en la misma concesión que en su artículo 7º establecía: “Encontrándose cerrada la calle General Paz por la línea del F.C.C.A., la Compañía se obliga a construir un paso a alto nivel, siempre que dicha calle no se encuentre abierta al tráfico público al tiempo de construir dicha línea”.
Así pues, la Compañía construyó el puente por su cuenta y cargo, inaugurando las primeras líneas en 1919, con lo que Lacroze quedó con ventaja sobre el Anglo que cruzaba el ferrocarril por la barrera de Cabildo-Santa Fe, incordio que recién ahora se ha solucionado.
El puente lo construyó Lacroze únicamente para el paso de sus tranvías, contrariando a sabiendas lo estipulado por el Departamento de Obras Públicas que estableció que debía estar abierto al tránsito y tráfico público. Para ello, en cada rampa de acceso, que estaban perfectamente adoquinadas, se dejó una abertura de varios metros en que la calle se interrumpía a modo de guardaganado de manera que cualquier otro vehículo que intentara cruzarlo, caería en aquella trampa. El tiempo corría, y a pesar de lo establecido por la Comuna, de sus reclamos formales, las multas (ignoradas olímpicamente), los pedidos de juntas vecinales y hasta la acción directa de concejales como los que en 1933 lograron que el Intendente diera acción sumarial sobre el asunto, siempre quedó para el uso exclusivo de tranvías. No faltaron los que hicieran caso omiso. Por ejemplo: el 19 de enero de 1963, volvía de una fiesta desde Belgrano rumbo a Flores una barra de muchachos a bordo de un Kaiser Carabela. Al enfrentarse al puente y, aprovechando el espíritu farrista que traían, se decidieron a cruzarlo sí o sí, pero resultó ser no y no, y allí quedaron colgados del puente hasta que la grúa vino a socorrerlos. Parece cuento, pero el hijo de una de las parejas que protagonizaron la aventura, Hernán Rosso, es hoy miembro muy activo de la Asociación de Amigos del Tranvía, y quien nos narró el hecho.
Las últimas líneas en utilizarlo fueron las número 4 y 38, y les cupo el “honor” (si así puede llamarse) de que por él, el 26 de diciembre de 1962, cruzó el convoy tranviario que, desde estación Las Heras llegó a Belgrano para protagonizar el emotivo desfile de despedida del servicio tranviario, en el que un auténtico coche a caballos circuló, escoltado por dos eléctricos, por las calles belgranenses. El 38, última línea porteña, continuó circulando hasta el 19 de febrero de 1963, y el puente perdió su motivo de existir. No habría más tranvías que cruzar.
Su destino comenzó siendo muy incierto; pensándose hasta venderlo como chatarra. Finalmente, la Municipalidad se hizo cargo. Le construyó las partes faltantes y asfaltó todo el recorrido habilitándolo para el tránsito automotriz. Hasta la habilitación del complejo Carranza, actuó de necesario aliviador de la circulación de Cabildo. Hoy está siendo sometido a restauración general, por lo que parece que podremos seguir cruzándolo por muchos años, pero no será lo mismo que hacerlo en tranvía.
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Imagen: El tranvía, bajando, pasa sobre la trampa que impedía el paso de cualquier otro vehículo. Foto de Aquilino González Podestá; 1961).
Trabajo tomado de la revista: Historias de la ciudad, marzo del 2000.