(De Rafael E. J. Iglesia)
En Córdoba y Montevideo, una casa de bajos se viste con una pintura profusa de figuras coloreadas. En Belgrano, frente a las barrancas, una Gioconda gigantesca, evocadora de la enigmática figura de Leonardo, se expande sobre el frente de una casa de altos (1).
Buenos Aires no está acostumbrada a estos estruendos visuales; su tradición fue, primero, ocre (cuando lo colonial era adobe); más tarde, blanca (cuando lo colonial, en su apogeo, resplandecía en las paredes enjalbegadas); y finalmente gris (cuando el progreso, la generación del ochenta y los inmigrantes prefirieron el revoque símil piedra).
Nuestra ciudad no se caracteriza por un color, como París por su dorado, Roma por el rojo sanguina, Lisboa por los rosados y celestes de sus azulejos. En una nota, Sabugo argumentó por una ciudad abigarrada. Hay ejemplos que robustecen su afirmación: el de la aludida esquina de la calle Córdoba y el de un edificio de oficinas (obra de los arquitectos Ramos y Berdichesky) que está en la calle Uruguay entre Córdoba y Paraguay.
El primero nació de un gesto alegre, irreverente y pintoresco, apela a la sensibilidad pictórica, y en él las paredes se cubren con imágenes inspiradas en motivos distantes entre sí; ángeles (con trompetas); figuras prerrafaelistas y elefantes de un hipotético friso hindú.
Así la calle se alegre y de golpe nos encontramos con una sonrisa en la boca, regalo de tan inusitada cosmética.
El otro ejemplo es más serio, alegra discretamente. Tres tramos de colores no destruyen la unidad del conjunto. No se trata de un gesto espontáneo, sino de una acertada y (pienso) cuidadosa opción que demuestra cuánto valor pueden tener los colores “colores” en la mejora de nuestro paisaje urbano.
Hace muchos años, un discutido pintor orillero del Riachuelo, movido por su fanatismo cromático nos regaló con colores puros, muy saturados, que él aprendiera a usar (y a amar) guiado por el ejemplo del instinto certero de los inmigrantes “xeneises”, cuyas casas de chapas onduladas lucían mil y un colores.
Quinquela hizo algo más: envió un mensaje de alegría al resto de la ciudad, alarmando (cromáticamente) a los tranquilos (y tristes) barrios del Norte, cuyas fachadas presentan unos grises que van desde el gris piedra hasta el gris pizarra de las mansardas.
Entonces los puristas del buen diseño prefirieron el plateado uniforme de la Corporación de Transporte a los estridentes anaranjados, rojos, amarillos y verdes de Quinquela.
Éste también transformó (pincel mediante) las viejas grúas de la Vuelta de Rocha en esculturas urbanas que voceaban colores vivos en cada engranaje, en cada tornillo, en cada manija. No hubo críticos de arte que alabaran esta obra (que fue a la pintura lo que los Beatles a la música); pero hubo miles de paseantes que gozaron con este gesto vanguardista sin sospechar su audacia. Muy cerca de ellas, Caminito sigue dándonos una lección con sus colores desprejuiciados; apostando (y ganando) a la vida contra la seriedad adusta y empacada.
La arquitectura actual no desdeña el color, pero no lo usa mucho que digamos. Le Corbusier amó los colores vivos; Bofill llegó hasta el abuso en La Muralla Roja y en Barrio Gaudí; Barragán no dejó pared blanca en su casa; Miguel A. Roca llenó con verdes y rojos vivos sus obras cordobesas; algunos barrios económicos se han vestido (modestamente) de colores; el Centro Cultural de la Ciudad de Buenos Aires luce (no sin atrevimiento), junto al blanco ribeteado de amarillo de El Pilar, su gris acerado y su rojo-sangre calabrés.
Aprendido o espontáneo, el manejo del color requiere maestría; vale la pena (por la alegría que el color implica) tratar de conseguirla, por uno u otro medio.
Buenos Aires espera de sus arquitectos el color que le caerá de sus tableros, el encuentro con el color perdido.
Setenta veces siete fachadas hay en la ciudad; a sus habitantes, Señor, ¿qué les pasa?...
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(1) Esta casa ha sido demolida; allí se levanta ahora un moderno edificio. (N.de la R.).
Imagen: El frente de la calle Juramento , que perdió la ciudad (Foto del libro: La ciudad y sus sitios).
Texto extraído del libro: La ciudad y sus sitios, Bs. As., 1987.