(De Arnaldo Cunietti-Ferrando)
En los meses pasados, como está pasando en los últimos años, desembarcaron en Buenos Aires unos 10.000 turistas extranjeros en grandes cruceros con escasas horas de diferencia y sabemos que nuestra ciudad ofrece mucho para mostrarles. Pero nos falta en cambio, el atractivo perdido de una época en que se parangonaba con las grandes capitales como París o Londres. Allí esas maravillosas construcciones que nosotros destruimos impunemente, cubren todo el centro de una ciudad y algunos barrios periféricos y en el caso especial de Venecia se combina con los canales, o en Roma alternan con las preciosas ruinas de la urbe imperial romana. La gente no va a Praga o a San Petersburgo a ver edificios modernos, aunque sean expresión de la más avanzada arquitectura contemporánea. No son los rascacielos de Nueva York o de Tokio los preferidos al momento de elegir: ellos no atraen al visitante, aunque constituyan una curiosidad o un prodigio de ingeniería.
Es la magia que trasciende de un edificio antiguo lo que seduce, es el encontrar todavía en el siglo XXI los vestigios de la vida y costumbres de los que nos precedieron, que amaban y erigían esas monumentales obras de arte, gastando fortunas sin la menor especulación económica, sólo por el mero placer que les proporcionaba la dignidad de lo bello. Eran esas catedrales góticas, en las cuales se invertían horas y horas de trabajo, para la mayor gloria de Dios y exaltación de lo sublime.
No se crea que nosotros somos conservadores a ultranza, por el contrario, consideramos que hay cientos de edificios que deben demolerse. Hay adefesios que no merecen conservarse, pero hacerlo como se hace aquí en forma indiscriminada, destruyendo palacios emblemáticos o casas maravillosas de estilo, para especular con las ganancias de cien departamentos en un edificio torre, es sencillamente irracional.
Parece que la consigna fuera destruir todo lo que denote superioridad y cultura. Todo aquello que no es a todos accesible debe ser nivelado hacia el nivel popular más bajo. Es lo que hacen esas bandas que depredan nuestros monumentos para venderlos como bronce, aquellos que en nombre de una mal entendida democracia hacen una cultura del odio: el odio hacia lo bello, desde un paisaje a un paso de baile, desde una partitura hermosa a un gesto noble, hoy todo debe ser igualmente ordinario. Lo que es diferente y se destaca debe ser suprimido para dejar en su lugar a la nada, porque resulta más fácil destruir que crear; es más rentable dejar a miles de niños en el analfabetismo, que erigir escuelas para educarlos.
La Boca es un entrañable barrio porteño, pintoresco y atractivo dentro de ese todo que es Buenos Aires, forma parte indiscutible de él y de su historia, pero fue uno de los asentamientos proletarios más pobres de la ciudad. Y muchos turistas de paso que no profundizan en nuestra historia, se llevan la impresión que nuestros antecesores porteños vivían así y todo Buenos Aires era una sucesión de casas de madera y zinc... Y no podemos mostrarles que, nos guste o no, tuvimos también una avenida Alvear llena de palacios uno más imponente que otro, que podían competir ventajosamente con Londres o París.
Es vergonzoso también, que se muestre el Riachuelo sucio y contaminado y no sólo se lo muestre; hace unos años subieron alevosamente en un bote al presidente de Italia Sandro Pertini al que hubo que socorrer con un tubo de oxígeno, porque para algunos funcionarios de entonces, ese Riachuelo de la Boca y su entorno, sucio y contaminado, representaba el punto máximo de la cultura italiana en la Argentina! ¿Eso es lo que mostramos?
Y si nos salva Puerto Madero, donde los antiguos y sólidos edificios ingleses abandonados por años, fueron eficientemente reciclados y dan un toque de poética nostalgia al entorno, los porteños somos ciclotímicos; pasamos de los palacios versallescos a las torres sin alma. En Asia, en cambio, pasan de las barracas y míseros sucuchos al record de las torres cada vez más altas y modernas. Ellos olvidan un pasado miserable y nosotros olvidamos un pasado glorioso, rico, imponente y hasta nos atrevemos a organizar un nuevo circuito turístico... a las villas miseria!
Y esto viene a colación con la noticia de que en Buenos Aires se tiran abajo, según las últimas estadísticas, dos casas y media por día para construir edificios sin estilo ni belleza, donde la gente vive en forma anónima y numerada: el del sexto B o la del once C, sacando el sol, la luz, los árboles y haciendo desaparecer esos simpáticos vestigios de vida y poesía que son los pájaros. Por ello, no sabemos si reír o llorar cuando la Cámara de Demoledores y Excavadores de la Argentina celebra su récord de destrucción de este año y espera superar ese promedio de dos casas y media por día, en el curso del próximo...
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Imagen: El llamado Palacio Carú, en la esquina de la avenida Rivadavia y Añasco, que fue demolido en 1967.Trabajo tomado de la revista Historias de la ciudad, número 40, año VII, marzo de 2007.