(De Juan Alberto Núñez)
Es una mancha, apenas: algo grumoso y apretado en la desierta planicie del amanecer. Luego, poco a poco, uno advierte que la mujer está de frente, con la espalda apoyada contra el murallón. Tiene las piernas estiradas sobre la amplia vereda, la cabeza inclinada hacia un costado y el pelo le cae, cubriéndole la cara. La cámara se acerca sigilosamente en procura de un primer plano que el cameraman no logra resolver, vacilando, quizás, entre un rostro que se niega a ser mostrado y una mano enguantada, caída al costado del cuerpo que sostiene, aún, el arma. La imagen se aleja, toma distancia; se advierte, entonces, el sucio río a sus espaldas, y uno imagina el golpeteo sordo y repetido del agua embistiendo contra las escalinatas. Esa opresiva sensación de soledad que a uno le golpea debe hacer feliz al jefe de noticias.
Miles y miles de ojos, en ese momento, mientras cenan, contemplan ese cuerpo desolado. Tal vez Aníbal o don José, Ana María o Felisa, la compañera o el compañero que se sentaba detrás, en la oficina, sienta que lo que acaba de llevarse a la boca, adquiere, de golpe, un sabor distinto, que no lo puede tragar. Esa mujer ahí, sentada en el suelo, que tal vez a una hora imprecisa de la madrugada estaba de pie y miraba hacia la gran ciudad, para irse deslizándose después, tras el disparo, se parece a…; pero no, no es posible; si hoy salió del banco, del taller, o la oficina, lo más bien; la vi cuando tomaba el colectivo, nos despedimos, como siempre. No quiso que la acompañara, eso es todo. Al mediodía, puede agregar Felisa o Ana María, cuando fuimos a comer a la placita, charlamos, como todos los días; dijo que no tenía ganas, pero supuse que era por el régimen; tengo que bajar un poco, me había dicho; yo le conté lo que pensaba hacer para el cumpleaños del más chico, y no noté nada raro. Estaba como siempre. Ella no era de mucho hablar. La mujer tiene los mismos pantalones, los zapatos de tacones bajos, el bolso tejido, pero no, carajo, no puede ser ella. ¿Estás seguro?, pregunta la señora del gerente, del capataz o del jefe de personal. No sé. Se parece, pero hay tanta gente en este país que se parece. Además la cámara no muestra el rostro. Está paneado. Ahora muestra los pies; va subiendo, recorre las piernas. La mujer permanece con la cabeza caída sobre el pecho, ligeramente recostada sobre el lado izquierdo. Baja lentamente por el brazo derecho, se ve el bolso, y se detiene en el arma que la mano sostiene con firmeza. Alguien dice que al pasar con el colectivo, a eso de las tres, la vio caminando; miraba hacia el río, agrega. Llamá por teléfono, así te quedás tranquilo, aconseja la señora del gerente, el capataz o del jefe de personal, pero ninguno se anima. Tienen miedo. Y si por ahí resulta que esa desdichada es la misma mujer a la que le negó el adelanto. No puedo, señorita, no puedo; la institución está pasando por un momento muy difícil…, o la pendeja que apretó esa tarde en el baño de la fábrica, y bueno, che, yo qué sabía…, o tal vez, la mujer que en la oficina, esa misma tarde, le había dicho que estaba embarazada. ¿Embarazada, señorita Gómez? ¿Y de quién, si puede saberse?... No, no, no, se parece un poco, dice el señor Román, mientras su señora le sirve el café; hay tanta gente que se parece, piensa el capataz; además, si no era yo, iba a ser cualquiera; mientras la señora del jefe de personal, viendo a su esposo disolver la pastilla digestiva en el vaso con agua, decide cambiar de canal y poner la película de los viernes.
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Imagen. Retrato de Juan Alberto Núñez (1935-2010) por Carlos Terribili.