(De Ulyses Petit de Murat)
Me señalaba una vidriera. Allí liaba cigarrillos Onassis. Lo dice casi distraídamente. Añade: le gustaba el tango. Admiraba a Gardel. Solía andar por la Real de Cadícamo y Firpo, pero no se atrevió a decir que se lo presentaron. Todo se vuelve mágicamente actual y humano en la voz de diapasón bajo, con mil planos chispeantes, conmovidos, originales, inclinados hacia la confidencia, el recuerdo, la estupenda broma personal, libre de acritud, hecha juicio perdonador y otorgando alternativa de novela a la densa, a ratos turbia, correntada del diario vivir. Es un individuo fuera de serie: por él quisiéramos extirpar de la expresión todo aspecto convencional. Sí, César Tiempo, si es acertada la hipótesis de Platón, es una idea única en el cerebro de la Divinidad. Personas, personajes como César Tiempo no son pensados dos veces por el Hacedor. Se constituyen en el mundo y alguien, en un lugar remoto, rompe un molde ideal. Es una de las tantas bienaventuranzas de Buenos Aires. Lo trajeron desde miles de kilómetros hasta la ciudad que ha hecho suya. ¿Quién más porteño que él? Su espíritu se abre a todos los rumbos espirituales que marca la rosa de los vientos. Esto no incide en un localismo sin pequeñeces, pero con cierto matiz de orgullo, segundo atributo del porteño de primera clase. Se percibe en él lo mismo que en Raúl González Tuñón, Homero Manzi, Jorge Luis Borges o aquel petiso nervioso, Raúl Scalabrini Ortiz, que en la tercera zona franca del porteño, la sentimental, situó al hombre de esta ciudad como uno que está solo y espera. Yo diría que momentáneamente solo, si se trata de César Tiempo. Porque el constante ir, venir o detenerse de Tiempo dibuja una impalpable red de aproximaciones afectuosas: para él siempre está por llegar el amigo que trae la vida de la mano. Y para su calidad de impar memorioso ninguno de los que amó puede morir. El único caso contrario es también coincidente: si marcha, en lugar de esperar, le nace la sonrisa tras la neblina de los lentes y una calidez única, aunque reservada en su expresión externa, mostrando que se encamina hacia un amigo. Tiene decenas de amigos y todos lo aman con una sensación de alegría, no solamente porque es un gran poeta, un notable prosista, un inventor de teatro y de cinerías, de letras de canciones, de una broma tan colosal como aquella fingida existencia de una poetisa de maison closé, y caminada de calles, Clara Beter, sino porque no se cansan nunca de asombrarse por el hecho inefable de su presencia, su voz, su risa, su mano apretada en el dichoso encuentro.
El poeta se deja ganar por la ciudad y por las siete calles de sus siete alegrías, nos dice, en cuanto abrimos al azar la colección de sus Poesías completas, publicadas por Stilman. Con su misteriosa brújula, en ese inteligente dédalo de su creatividad, César Tiempo se acordó de Al Jolson, vio a una niña pecosa, tuvo sueños pluviales, observó el nacimiento del Sábado en toda su mística proyección milenaria, definió el largo diálogo entrañable que mantiene con el pintor Rodrigo Bonome, exaltó a las novias judías, pronunció con unción un nombre querido… Y si el ánimo poético entraba en pausa, César Tiempo subrayó Capturas recomendadas. Nadie que él quisiera detener en las amables celdillas de su imaginería, pudo escapar a las suaves, divertidas, piadosas o sutiles indagaciones de César Tiempo. Actrices, humanistas, escritores, hombres de teatro, novelistas de fama internacional, la portentosa soledad de Horacio Quiroga, una evocación vehemente de San Martín en Bruselas, la batuta de Arturo Toscanini, Edith Piaf, Jean Paul Sartre o un torero, recuperan su lenguaje, acrecido por el de César Tiempo, uno de los más ricos de la literatura española. Son ejercicios de maravillosa soltura. A ratos el autor ejecuta algunos saltos mortales. Sin red, como lo prescribe su intrepidez. El memorioso se torna deslumbrante, como antes el poeta, en una profundidad donde su intenso lirismo alcanzó resonancias magníficas.
A un hombre acostumbrado a vencer las dificultades del poema, a luchar con él a brazo partido, toda prosa le resulta sencilla. Es bueno que César Tiempo la haya usado para ser generoso. En periódicos del mundo entero, difundió nombres argentinos. Lo sigue haciendo con incansable paciencia (1) y esa facultad de admirar que lo mantiene con la vivacidad mental de un joven. Es notable su talento para expresar conceptos y la agudeza para percibir los que expresan los otros. Julián Centeya se entreveraba en alardes de un extraño lenguaje. Todos lo queríamos mucho y no nos alarmábamos de verlo andar con pie y verba suelta por intrincados jardines. César Tiempo supo arrancarle lo mejor que dijo. Escuchemos la anécdota: “Cuando le pregunté a Julián qué daría para no morir, me contestó: –La vida”. Tal vez no lo haya dicho. Tal vez la memoria asombrosa de César Tiempo se componga de una inventiva de singular autoridad, que no vacila en volver plásticos, vivientes, instantes que yacen en los recodos de un aire marchito hace ya mucho. ¿Qué importa? Un producto de amor –y todos los de Tiempo lo son– no puede contener una falsedad substancial. A lo mejor, únicamente, la colaboración que César Tiempo le dio a sus amigos para que tengan, compartiendo su perdurabilidad, ironía, impulso lírico, repentismo ingenioso. Al fin y al cabo no hay retrato válido, si el autor no se coloca en el centro, muy próximo a la transparencia de los rasgos, de los colores, de los sesgos por los que se vislumbra el espíritu del retratado(2).
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(1) César Tiempo (cuyo verdadero nombre era Israel Zeitlin) falleció en 1980. Había nacido en 1906 en Ucrania. (N.de.R.).
(2) Este trabajo fue publicado en el diario La Opinión el 19 de octubre de 1979. Posteriormente se incluyó como Prólogo con motivo de la aparición de su obra póstuma: Manos de obra, Ediciones Corregidor, Bs. As., 1980.
Imagen: César Tiempo junto a su máquina de escribir.