(De Raúl Scalabrini Ortiz)
El Hombre de Corrientes y Esmeralda, que para mí será el Hombre por antonomasia, desciende de cuatro razas distintas que se anulan mutuamente y sedimentan en él sin prevalecimientos, pero algunas de cuyas costumbres conserva, negligente, a través de las metamorfosis corporales en que se busca afanosamente a sí mismo. Ninguna de ella media en sus sanciones, aunque hay resabios de su prehistoria biológica que hablan de mundos más gratos. Por eso los que atesoran unos pesos no pierden su escapadita a Europa. Su tolerancia tiene un cimiento firme en su progenie cosmopolita. Nada humano le es chocante, porque no le atenaza la herencia de ningún prejuicio localista. El hombre porteño tiene una muchedumbre en el alma. Cada grito encuentra un eco en que se prolonga sin extenuarse y sin perturbar a los demás. Es indulgente, pero no ecléctico. El eclecticismo le desplace porque insinúa debilidad o doblez de carácter. Su indulgencia no es flojedad: es vacilación entre cosas que no le atañen, porque, fuera de sí mismo y del espíritu de su tierra, pocas cosas concitan la pasión del Hombre de Corrientes y Esmeralda. Sólo en su destino y en los sentimientos adicionados a él, es intransigente. No discute jamás estos temas: se aparta de los que disienten. Pero en las emergencias en que su propia existencia no está en juego, yergue una sonrisa.
Como si no se dirimieran trámites suyos, se ríe sin embozo de los sainetes en que los europeos, gringos, gallegos, turcos o franchutes se trenzan en baladronadas nacionales. Y es que los asuntos europeos, con estar tan cerca, están más lejos de él que si estuvieran en la luna. El hombre porteño es en sí mismo una regulación completa, oclusa, impermeable; es un hombre que no pide a la providencia nada más que un amigo gemelo para platicar. El hombre europeo es siempre un segmento de una pluralidad, algo que unitariamente aparece mutilado, incompleto. El porteño es el tipo de una sociedad individualista, formada por individuos yuxtapuestos, aglutinados por una sola veneración: la raza que están formando.
El porteño, habituado a su aislamiento, es de albedrío rápido, de despejos bruscos, despabilado en la eventualidad. El europeo es mutualista, precavido y lento en sus reacomodos personales inopinados.
Por eso el hijo porteño de padre europeo no es un descendiente de su progenitor, sino en la fisiología que le supone engendrado por él. No es hijo de su padre, es hijo de su tierra. “Sorprende, dice Emilio Daireaux, que era francés y buen mirador del país, que el hijo criollo nacido de padre extranjero sea capaz de enseñar a su padre la ciencia de la vida, tan difícil de aprender para el que se trasplantó a un país nuevo”. Y cuenta que en una excursión se produjo un desperfecto en el carruaje de un extranjero radicado desde mucho tiempo atrás en Buenos Aires. “Su hijo, de diez años de edad, nacido en el país, bajó del coche. Cortó, recortó, hizo nudos mágicos y corrigió el desperfecto. Al volver a su casa, dijo a su madre, de la manera más natural del mundo, sin orgullo, sin presunción: –¡Ah, mamá, si no hubiera estado yo allí, no sé cómo se las hubiera arreglado papá!”.
Y era verdad. Esta facilidad para salir de apuros, para encontrar recursos en sí mismo, en circunstancias difíciles, en resolverlo todo en plena pampa, que es instintiva del joven americano, sorprenderá siempre al viejo europeo, maduro y de experiencias, pero mal preparado para el aislamiento”.
Ese individualismo intrépido, que afronta la fatalidad con desenvuelto ademán, que no reconoce lindes a su independencia, que atropella y desquicia todos los principios de la sociedad europea, que derrocha su acopio vital en futesas y pasatiempos sin utilidad material, hiende un abismo entre el padre y el hijo. El padre se abochorna de sus impedimentos, y el hijo, sin zaherirlo, se burla del padre. La potestad paterna es un mito en Buenos Aires cuando el padre es europeo. El que realmente ejerce la potestad y tutela es el hijo. “Mirá, vos no te vas a burlar de mi viejo ¿sabés? El tano es bueno y lo tenés que respetar”. Así, cuatro millones de italianos que vinieron a trabajar a la Argentina, después de la maravillosa digestión, cuyos años postrimeros vivimos, no han dejado más remanente que sus apellidos y unos veinte italianismos en el lenguaje popular, todos muy desmonetizados: Fiaca. Caldo. Lungo. Laburo.
La convivencia precaria tiende al dominio del régimen, al establecimiento de disciplinas y escalafones invulnerables. El hombre importa menos que la clase, o la casta. Sin mucho error, puede asegurarse que en Europa, en las naciones más alardeadoras, todo está prescripto. Cada generación se instruye cuanto puede en la anterior, y hasta lo emergente va encuadrado en cierta previsión estratégica y cooperativa. El que hipotecara su trabajo futuro –como es hábito aquí– sería tildado de loco. De tanto rodar, el europeo es ya un pedrusco sin aristas, un canto rodado del tiempo y de las corrientes culturales. Hasta sus arrebatos, esas ebulliciones intempestivas, salen ya refrenados por una educación instintiva. Ser extrañado de su clase en Europa es pena que amedranta más que ser desterrado de su país en América. Ciertas regiones europeas desmienten mi generalización –demasiado sucinta para ser firmemente exacta– con su confesión fácil, su irascibilidad, su turbulencia palabrera, pero esos ímpetus son excepciones y no rutina cotidiana, en que actúan sumisos, semejantes a los demás, en una palabra: conjeturables.
El porteño es, en cambio, indeductible. Ni su jerarquía pecuniaria, ni la estirpe de sus ascendientes, ni la índole de sus amigos dan pie a la inferencia de sus ideas o de sus sentimientos. Hay obreros conservadores y plutócratas revolucionarios. Lo ajeno no contagia al porteño. El porteño es inmune a todo lo que no ha nacido en él. Es el hijo primero de nadie que tiene que prologarlo todo.
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Imagen: Raúl Scalabrini Ortiz. Estampilla conmemorativa.
Fragmento tomado del libro: El hombre que está solo y espera.