11 nov 2010

Barrio, memoria y cultura



(De Ángel O. Prignano)

La memoria es la facultad de traer al presente los hechos y los
pensamientos del pasado, quizá algún tipo de energía, ciertamente
una forma de conciliar los espacios físico-temporales. Tal acuerdo obra en salvaguarda de lo acontecido y, asimismo, se convierte en patrimonio de un grupo social cuando excede lo meramente individual y se encarama como un valor superior: la memoria colectiva.

El barrio es, precisamente, la memoria colectiva de una comunidad en un determinado ámbito geográfico con individuos socialmente movedizos, tanto en la esfera espiritual como en la material. Escribió Kusch: “Detrás de toda cultura está siempre el suelo... Y ese suelo así enunciado, que no es ni cosa, ni se toca, pero que pesa, es única respuesta cuando uno se hace la pregunta por la cultura. Él simboliza el margen de arraigo que toda cultura debe tener. Es por eso que uno pertenece a una cultura y recurre a ella en los momentos críticos para arraigarse y sentir que está con una parte de su ser prendida al suelo.”

Para las personas no existe mayor patrimonio que su historia particular, mientras que el acervo superior de los pueblos es la historia común a todos. El conocimiento del pasado es el abrigo de la identidad y la identidad es la puerta a la libertad. No hay desconcierto peor que caminar por la vida desconociendo el propio pasado, más aún si se cree que es condición particular y no eslabonada con sus semejantes. Esto se puede comprobar en las culturas híbridas de muchos pueblos como consecuencia de la transculturización sin memoria: dejan de ser lo que son para querer ser lo que, quizá, nunca lleguen a ser.

Aunque a veces no se tenga clara conciencia de tal condición de ausencia, los pueblos la resisten y las almas la padecen. De ello pueden dar cuenta los descendientes de los pueblos indígenas de América que sobrellevan el pisoteo de sus culturas ancestrales, los hijos adoptivos que disimulan el silencio cómplice de los mayores y los hijos de desaparecidos nacidos en cautiverio que ignoran su verdadera filiación. Otro caso de “invisibilidad” para los argentinos es la herencia africana. Según un estudio llevado a cabo en 2006 por el Centro de Genética de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el 4,3% de los habitantes de Buenos Aires y el conurbano tiene marcadores genéticos de ese origen. Extendido a todo el país, este porcentaje se eleva al 5%, lo que equivale a casi dos millones de personas. Desconocer quienes somos y de donde venimos constituye el escenario previo de las peores tragedias; se diría que la máxima amenaza del poder globalizador y, a la vez, su extrema esperanza.

De allí que la investigación de la historia de los barrios porteños, es decir la barriología, no es el distendido y melancólico ejercicio de la nostalgia sino el ámbito agitado y a la vez reflexivo por el que se puede comprender un espacio esencial, definido en un tiempo preciso desde la perspectiva de sus protagonistas locales y testigos ocasionales. Se trata de una postura corajuda desde donde se puede comprender los hechos en el lugar donde acontecieron y elucidar sus secuelas en una comunidad determinada. En definitiva, el punto de partida desde el cual revalorizar usos y costumbres, recuperar apegos y devociones, enmendar errores y salvar omisiones.

Sin embargo no debe confundírsela con la tan zarandeada búsqueda de la identidad. En todo caso le incumbe que no se desvirtúe su esencia, porque la identidad ya existe; todos los pueblos se identifican y distinguen propiamente, aún dentro de una misma nacionalidad. La barriología propicia la interacción natural y la franca correspondencia de estas culturas singulares, el diálogo entre ellas sin más condición que la reciprocidad enriquecedora.

Como diría Ivonne Bordelois, se trata de levantar el mapa de nuestra diversidad cultural interna y externa, dialogar entre nosotros y dialogar con el mundo de las culturas que nos rodean, compartir y defender las riquezas que las diversidades encierran y enfrentarnos a los embates de la cultura ensordecedora del poder globalizador, que –como antes y ahora- metaliza, destruye y silencia todo lo que toca y alcanza. “La cultura propia es el ámbito de la iniciativa, de la creación en todos los órdenes de la cultura”, escribió el ya citado Bonfil Batalla. Y aseveró: “La capacidad de respuesta autónoma (ante la agresión, ante la dominación y también ante la esperanza) radica en la presencia de una cultura propia.”

   Cultura es el hombre manifestándose, sin exclusiones ni discriminaciones, modificándolo todo, inclusive a sí mismo. Entraña la conducta consciente e inconsciente del individuo en proceso de cambio constante, de metamorfosis permanente. El peligro viene de modificarse según los pobres parámetros comerciales de estos tiempos y de que la identidad cultural por venir de los pueblos caídos fuera del orden global se reduzca a una simple transacción económica fogoneada desde el poder hegemónico de turno.
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Imagen: Carátula del libro.
Textos tomados de Barriología y diversidad cultural, Ediciones Ciccus, Bs. As., 2008.