(De Lilian Garrido)
Teníamos varias cosas en común. Nos gustaba juntarnos a charlar hasta altas horas de la madrugada: la noche, en Buenos Aires y en Barcelona, es más apta para que fluyan los pequeños y grandes temas. Leíamos hasta el hartazgo (él mucho más que todos nosotros).
La literatura –sobre todo la poesía–, ocupaba un lugar importante en nuestro temario. Lo que más me interesaba escuchar, sin embargo, era el enorme anecdotario que rodeaba cada poema, cada edición, cada nombre. Para todo y para todos había un contexto, una referencia. Y era entonces como revisar la historia, la universal y la cotidiana, la oficial y la secreta. Paseábamos por el mundo sin movernos de esa mesa de café, sin salir del comedor de su casa o de la mía.
Por las rendijas de la interminable conversación se filtraban sus análisis políticos, su visión de las cosas. Nunca lo escuché hablar mal de nadie, quizá porque su infinita bondad le permitía comprenderlo todo y si la cosa se prestaba para una opinión adversa, su ironía la disimulaba.
Me acuerdo del día en que le mostramos una foto de Paco Urondo en Cuba, al lado de un retrato de José Martí. "Ah, sí. A ellos les gustaba sacarse esas fotos importantes", fue el único comentario.
Había nacido en Buenos Aires el 11 de octubre de 1921 pero se mantuvo siempre más joven que todos y por eso nos acercábamos a pedir opinión o consejo o simplemente a buscar sus oídos atentos y su palabra amiga. Era un sabio. Su sabiduría radicaba más que en los conocimientos que le habían dado sus lecturas y experiencias de vida, en su sencillez y humildad sin límites.
Enemigo de los homenajes y las fajas de honor, nunca conocí a nadie tan sinceramente desinteresado por los premios, tan ajeno al lobby. Habíamos crecido en el mismo barrio y esa denominación de origen nos hacía indestructibles. Parque Chas no tenía secretos para nosotros y mucho menos para ellos, una buena barra, que había pasado de las calles de tierra al asfalto casi sin darse cuenta. Ir de Cádiz y Victorica a Bauness y Bauness era sólo caminar cien metros.
En otro barrio hubiera sido una línea recta, pero en el nuestro es todo curvo y ondulante, como las caderas de las musas de Pedro Gaeta. Esa distancia tan corta se transformaba en un "viaje" en sentido griego, un camino de aprendizaje. En uno de mis viajes aprendí, Luchi me enseñó, que el trabajo debe ser remunerado; en otro, me llevé a Hemingway bajo el brazo; en otro, supe que el conocimiento es una tarea sin fin. . .
Una vez a mi hermano, entonces un pibe, se le había ocurrido leer la Biblia. "Tenés que pedirle permiso a tu papá, porque tiene algunas partes pornográficas". Papá, que nunca la había leído, se sorprendió con la advertencia.
No había motivos para prohibir su lectura, pero si Luchi lo observaba… Había hacia Luchi cierta veneración y respeto. El propio Roberto Santoro, íntimo amigo, en un reportaje que le hizo y que quedó registrado, por momentos preguntaba con excesivo cuidado.
Era, por otra parte, complicado lograr una entrevista: su modestia –sincera, nunca falsa– lo ubicaba en una situación incómoda cuando se sentía centro. Era orgulloso, sin embargo, de su trabajo de poeta y muy cuidadoso de sus publicaciones. He estado toda una tarde junto a él corrigiendo las pruebas de Fuera del margen y, me consta, tenía en claro cada verso, cada palabra.
Para la edición de Amores y poemas en Parque Chas, seleccionó y envió los poemas desde Barcelona, eligió el título, revisó las pruebas que le llegaron por correo y nos las reenvió a la semana siguiente con algunas aclaraciones ad hoc. Un modo de mostrarnos que en su elección por el ocio –ocio creador, se entiende–, había responsabilidad y respeto por la gente.
Por lo demás, es un error creer que Luchi se desentendía de las ediciones: en la medida de sus posibilidades, manteniendo un estilo "porteño por la sutileza", seguía de cerca el asunto. Sin dudas, faltó un agente literario que viera en sus escritos valiosa mercancía. No faltaron en cambio amigos –tenía a montones–, que valoraran su poesía.
Su primer libro, El obelisco y otros poemas, fue publicado porque el escritor Juan José Manauta, entonces director de Signo, se había entusiasmado con los poemas de Luchi, quien trabajaba como vendedor viajante para esa editorial. Desde la publicación de El obelisco..., en 1959, hasta Poemas y pinturas (1999), fueron 40 años dedicados a la poesía.
Trece libros aparecidos en la Argentina y cinco en España, además de los tres discos y el compact disc donde quedó registrada su voz, hablan de una producción vasta y muestran un universo poético donde absolutamente todo tiene cabida.
En su casa de Bauness y Bauness –Bauness entre Bauness y Atenas, para ser más precisa–, era fácil encontrar a Luchi durante el día, sentado en una habitación tapizada con libros del piso al techo, leyendo o escribiendo. Papá había ido a visitarlo una mañana y ahí estaba, muy concentrado en la lectura de una novela: –Hola, Luchi!, ¿qué está leyendo? –Los Karamazov. –¡Dostoievski!. Yo la leí hace mucho… –Yo la leí cinco veces. –¿Qué le parece? –¡Una porquería!
Los domingos a la mañana podía vérselo en la plaza (la placita del Trébol, por supuesto), hamacando a sus nietos. Por las noches había que buscarlo en algún bar de la avenida Corrientes o sus alrededores o en algún acto de homenaje a o de solidaridad con o en la presentación de algún libro –propio o ajeno–, o en una lectura de poemas o en la inauguración de una muestra o simplemente caminando por ahí, recorriendo librerías o disfrutando de los colores y olores de Buenos Aires. Difícilmente anduviera solo.
Era habitué del bar “Ramos” –cuando el “Ramos” era el “Ramos”–, de “El Estaño” de Talcahuano y Corrientes –que había bautizado El Gardelito– o del viejo “Bachín”, la cantina que estaba sobre Sarmiento, casi esquina Montevideo. Solía ir a “La Paz”, “Los Pinos” y “La Academia”, también.
En Parque Chas tenía su "despacho" en el bar de Triunvirato y La Pampa. Le gustaban los bares a la vieja usanza y una de las cosas que más lo había tocado fue descubrir, en una de sus venidas a Buenos Aires, la impersonalidad que habían adquirido los boliches, todos iguales, con sus luces de neón y mesas de fórmica. Gran caminante, conocía Buenos Aires mejor que cualquier porteño y Barcelona mejor que cualquier catalán.
Ese andar observándolo todo, en sus mínimos detalles, le daba material para sus poemas. Su observación del habla popular, de las costumbres, de las pequeñas y grandes cosas de la vida, su percepción del alma humana y su conocimiento de la historia, lo colocaban en una situación de privilegio.
Cuando a fines de 1975 decidió irse a Barcelona, en barco, algunos amigos organizaron la cena de despedida en la cantina “Chicho”, de Plaza y Zárraga. Roberto Santoro, tras haber comido los tallarines y albóndigas de rigor, especialidad de la casa, se puso de pie, leyó un "discurso" optimista y le entregó obsequios preciosamente preparados para la ocasión: un boleto de tranvía y una bolita cachuza.
Nadie pensaba en el adiós, pero todos intuíamos –situación política mediante–-, una larga ausencia. Contra todos los pronósticos, Luchi quedó anclado en Barcelona. Vino unas cuantas veces a Buenos Aires pero su idea de volver para siempre quedó incumplida. Tenía, eso sí, estrategias que irremediablemente lo traían al barrio. Repetía hasta el cansancio que el dedo de la estatua de Cristóbal Colón, erigida en el puerto de Barcelona, señalaba Parque Chas.
Siendo consciente, además, de la personalidad del barrio y como buen anarquista, la fundación de la República Independiente de Parque Chas se había transformado en un objetivo a corto plazo. Decía que sobre Pampa, "nuestro río navegable", debíamos anclar los barcos para defendernos de los ataques de Villa Urquiza. Había elaborado numerosas tácticas militares, envidia de los mejores estrategas, para sorprender al enemigo en esa especie de tela de araña, contándose entre las más eficaces la cita en Ávalos y Berlín…
Una noche, desde el balcón de su departamento de Victorica y Pampa, atalaya de la República, me señaló los puntos estratégicos para la ubicación de los francotiradores. Esa misma noche y en ese mismo balcón, me confesó la tristeza que le producía regresar a España. "¡Y justo ahora te ponés melancólico! Pensá que vas a hacer un trámite y volvés”, le dije. "¡Eso!”–me respondió “–¡Sí señor! Voy a arreglar unos asuntos con mi notario y vuelvo”.
La última vez que estuvo por estos pagos fue en 1995, cuando se presentó su libro Jardín Zoológico. En Barcelona fue siempre un porteño más. Nunca abandonó el mate ni la vida de boliches. Siguió escribiendo en español rioplatense (en Resumen del futuro publica "Vida rea", poema lunfardo que pocos catalanes habrán entendido). Siguió participando activamente de toda causa que considerara justa.
Allá –24 años no es poco–, se hizo su lugar (no muy diferente del de acá). Los poetas jóvenes lo respetaban y admiraban y prueba de esto es el homenaje que le hicieron en las Ramblas, hace algunos años. Tan desinteresado por ser centro de nada (no desagradecido, ¡cuidado!), el día que tenía que leer dejó los poemas en su casa y hubo que ir a buscarlos. Pero así era Luchi y por eso lo queríamos.
Haciéndole un corte de manga a las leyes de la naturaleza lo creíamos inmortal. Sabíamos de sus problemas cardíacos, de su fatiga, de su internación en el Hospital del Mar y de su resistencia a la internación. Sabíamos de sus años de alcohol y cigarrillo. Sabíamos muchas cosas pero la convicción de su inmortalidad era más fuerte.
Por eso, cuando el 21 de octubre de 2000 me llamaron para decirme que había muerto, no pude más que despedirlo con un ¡Parque Chas libre o muerte!, en un esperanzado intento de confirmar que la República Independiente de Parque Chas seguía en pie.
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Imagen: El poeta Luchi (Foto tomada de la página ramblejant.com).
Nota tomada del blog luisluchi.blogspot.com