I
Alfredo Navarrine siempre estaba de regreso en Parque de los Patricios y, en especial, en el almacén del arrabal, que inspiraba su temática tanguera.
Bajaba del tranvía 16, cruzaba la entrada de la ochava, pedía un atado de “Particulares” negros al que abría en una lenta y estudiada ceremonia. Luego de la segunda pitada, pasando por detrás, tomaba ubicación en su mesa tatuada por decenas de colillas, cerca del acceso.
Venía, en parte porque amaba ese barrio pobre, de gente trabajadora y casas bajas, con vecinos apegados a sus clubes, a sus “milongas” barriales y a la práctica constante de la solidaridad.
A veces, cuando el humo y las burbujas del “cabarute” céntrico se disipaban y los bolsillos quedaban exhaustos, encontraba en el boliche del gallego José, siempre, al parroquiano que invitaba a una ginebra y, por qué no, al fiado salvador.
Pero, el verdadero imán para Navarrine lo constituía Julián Álvarez, de profesión carrero, de militancia anarquista y ducho para la guitarra, las payadas y los versos altisonantes de la literatura ácrata de la década del 30.
Su inconmensurable bohemia lo llevó a todos los delirios posibles; quizá su extremo lo obtuvo con la edición de “El correo de las nenas”, una publicación vecinal donde entremezclaban los chismes de entrecasa con las complejas teorías de Bakunin y Kropotkin. Su ideal era tan conmovedor y total que lo condujo por los vericuetos del alcohol para hallar en el fondo de un vaso de vino la concreción de sus paraísos sociales y ese mundo idílico de hombres que modelaba con la lectura de “La Protesta Humana”, periódico que doblado en cuatro terminó por integrar su modesta indumentaria.
De día, en su chata repartía los cereales y la alfalfa fresca entre los corralones que pululaban en la zona y, por las noches, actuaba en la filial de la FORA de la calle Cachi 255 (actualmente funciona allí la Liga Árabe) como integrante de la Sociedad de Resistencia de Carreros y Afines.
En el intervalo, el refugio se lo ofrecía en despacho de bebidas del gallego José, a metros de la vivienda que alquilaba.
II
Se vieron y la atracción mutua originó un intercambio respetuoso de saludos, llevando ambos las puntas de los dedos índice y mayor de la mano derecha hacia el ala del sombrero. Se trataban de “usted”, quizás para no profundizar una amistad que de antemano sabían efímera y por los códigos de la época y, como concesión a esa amistad generosa en el apretón de manos; jamás incursionaban en temas ríspidos o polémicos.
Ese día la conversación giraba alrededor del vino, cuyas virtudes graficaba Julián improvisando unas milongas camperas con la maltrecha guitarra del boliche. En medio de la verseada, pagaron el pato los socialistas con local en la calle Monteagudo 55 (hoy De los Corrales Viejos), unos alucinados con sus campañas antialcohólicas en un país de tanos y gallegos. Navarrine festejaba gozoso motivado por una botella de “Tomba” que comenzaba a bajar su contenido.
En un momento dado, Navarrine observa la gran cantidad de palabras esdrújulas que Julián Álvarez utilizaba en sus creaciones. Se lo dice y enciende la discusión.
Para ejemplificar, manifiesta que cuando se desea transmitir un mensaje, las palabras graves y cortas resultan por demás convenientes, u oportunas, y apoya su razonamiento en la propaganda que groseramente decora las paredes y el mostrador
del almacén. Así se suceden los nombres de "Cinzano", "Geniol", "Quilmes", "Puloil", "Colman", "Pineral", y otros más en una nómina casi interminable.
La respuesta de Álvarez es inmediata y tajante, ubica ese conjunto de palabras dentro de lo que denomina la “jerga patronal o comunista”. Opina que los trabajadores deben recurrir a su propio lenguaje o sea, a palabras que suenen como instrumentos de viento para el reclamo de sus derechos; de ahí, el valor militante de las esdrújulas. Recurre a Almafuerte y recita con énfasis algunos de sus “sonetos medicinales”.
Navarrine arma su defensa, explicando al amigo que su contenido es otro. Él, como poeta popular tiene diferentes objetivos; hablar de las “cosas simples” del arrabal porteño, los almacenes de barrio, sus gentes, sus sueños, que a la postre habrán de resultar las grandes cosas sobre las cuales se edificará el futuro de Buenos Aires. Para cantarle a esos temas, los endecasílabos y las palabras esdrújulas serían irrespetuosas en demasía.
III
El hijo de Julián Álvarez, avisando que la cena está servida, corta de cuajo la controversia que había sido matizada con versos y rasguitos que iban y venían.
Otra vez el saludo respetuoso y, en la despedida, la delicadeza de Navarrine, diciéndole al purrete:
–¡Pibe, tomate algo!
Cuando el chiquilín, agradecido, pide una “Bilz”, para llevar a su hogar, Navarrine remata el encuentro con estas palabras: –¡No me digas que el hijo de Julián toma “eso”!
Ya en soledad, observado por el gallego, que a intervalos dormita sobre el estaño, saca Navarrine su raída libreta de apuntes y garabatea unos versos que así terminan: “Barrio reo, campo abierto/ de mis primeras andanzas,/ en mi libro de esperanzas/ sos la página mejor…/ Fuiste cuna y serás tumba/ de mis líricas tristezas…/ Vos le diste tu cantor/ el alma de un zorzal/ que se murió de amor.”
Había hecho al amigo anarquista una concesión incluyendo “página” y “líricas”, contra su costumbre, pero se había mantenido fiel a su misión: cantarle al barrio, a ese barrio que tanto le inspiraba.
En esa noche calurosa de enero de 1927, en la esquina de Elía y Famatina había nacido uno de los más dulces himnos que tuviera el arrabal porteño: “Barrio Reo”. La música en ritmo de tango de Roberto Fugazot, le daría la mano para recorrer los caminos del mundo.
IV
“Barrio Reo” fue grabado por Gardel, acompañado por guitarras, a los pocos días de su creación –precisamente el 18 de febrero de 1927– y su voz inigualable fue la mejor carta de promoción.
Más tarde, lo registró para el sello Odeón, Rodolfo Biagi, con la voz de Carlos Acuña (abril de 1943); con Carlos Roldán, “Barrio Reo” es llevado al Uruguay y el registro corresponde al sello Sondor (1946). Hugo del Carril, con guitarras y contrabajo, lo hace para el sello Odeón en agosto de 1961; Juan D’Arienzo, con Armando Laborde, lo registra en Víctor (1969); Carlos Moreno, con orquesta dirigida por Aquiles Roggero, lo registra en el mismo sello (1971) y, para finalizar, Héctor Mauré con guitarras, en Music-Hall en el año 1974.
Se ha querido traer de las brumas del pasado el nacimiento de un tango parido al calor de la amistad y del amor entrañable hacia el viejo arrabal y que tuviera cuna la institución social por excelencia (y de tiempo completo) de los barrios porteños: el almacén.
En ese arrabal forjó Buenos Aires su identidad. Ahí nació su música y su poética y esa danza que aún nos representa.
Hecho simple, que puede ser minimizado por el rigorismo histórico, rescatado del olvido gracias a los memoriosos ancianos de Parque de los Patricios Sur, pero que no deja de asombrar en cuanto al valor y las posibilidades creativas que caracterizaron a nuestra cultura popular ciudadana en su etapa primigenia.
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Partitura de Barrio Reo, de Alfredo Navarrine (letra) y Roberto Fugazot (Música).