Una esquina virtual donde se dan cita la ciudad de hoy, la de ayer y la de anteayer con los porteños nativos, o por adopción, que siempre tienen "figuritas para cambiar": ya sean vivencias para transmitir, anécdotas para contar, o poemas y prosas para compartir. Ser de Buenos Aires, simplemente.
18 sept 2010
Junio 29 de...
(De Héctor González)
Y se terminó el partido 6 a 4 con un gol que Pocho no pudo retener. Los vecinos, atónitos, no se explicaban por qué terminábamos “a seis” si quedaba todavía media tarde. Pasaba que hoy había que hacer la “operación madera” y no manyaban lo que teníamos organizado. Sacamos el talonario que compramos en “Carabelas” para el evento y, casa por casa, de las que ya “estaban conversadas”, íbamos retirando las maderas, muebles inservibles, ramas de la reciente poda que nos juntaban los vecinos, y a “la cucha”, como llamábamos al sótano. En el talonario llevábamos “la contabilidad”.
Los de la cortada la teníamos clara; la contra eran los de Yapeyú, o aún más lejos, los de Danel. Por supuesto, la nuestra era la más famosa. La de cualquier barrio hacían a la tradición, pero ni por puta se acercaban a la nuestra. Por eso los vecinos “que la sabían”, fetén fetén se llegaban a la nuestra, y pese a los fríos de aquellos junios se bancaban hasta la salida del sol para el suculento plato de papas o batatas asadas a las brasas, ¿me entendés? Hoy era día 20 y quedaban nueve días. Roberto y Horacio comenzaron por Colombres, mi camino era la cortada, vereda par. Los Losavio me dieron dos mesitas de luz, y si el Negro de la perra no me ayuda, no llego. Después el Tano trajo unos marcos estropeados, un caballete destartalado del vecino pintor, amén de varios cajones de lechuga, por lo que desde entonces al tano lo empezamos a llamar Lechuga. Y le quedó. Luego en lo de Quito, que hacía fonomímica, montañas de diarios viejos. Y ya llegué al almacén de Víctor Florio que me había preparado un montón de cajas varias y diversos cajones. En esa época todos los vecinos colaboraban, y si no lo hacían nosotros les dábamos “poca”, y por quince días o un mes ninguno los saludaba. Cuestión de códigos.
Al cabo de una hora, más o menos, llegábamos a “la cucha”. Eramos más de veinte vagos acomodando lo recolectado. Cuando nos íbamos, lo hacíamos sigilosamente, porque “la contra”, léase: Yapeyú o Danel, siempre mandaban espías para saber cuánto habíamos juntado. Pero ese era un secreto de Estado, nadie batía la cantidad, a lo más se respondía con un lacónico: “Yo no sé nada...”
Mientras iba para mi casa recordé que la del año anterior había sido terrible: cortamos el cable de luz, y el farol, desprendido, se vino como chicotazo y golpeó en la puerta de la casa de la Negra; cayó la yuta. Un verdadero quilombo. Después lo de siempre: “son los chicos”. Y todo se olvida. ¡Ma’qué pibes! Nosotros hacíamos el trabajo sucio, pero la orientación y la altura la daba todo el barrio. El orgullo de “la mejor” era de todos.
Y dos días antes de la fogarata, en la esquina de San Ignacio y Boedo ponen una tribuna, un micrófono ¡y la puta madre! otra vez los socialistas; que Ghioldi, que Palacios, que Repetto..., pero ché ¡déjense de joder que tenemos que acopiar madera! ¿O me van a decir que la política es más importante que ganarle a Yapeyú o a Danel, a tenerlos de hijos, como todos los años! “¿Socialistas? Mirá cómo nos cagan los socialistas. Y después dicen que están con el pueblo”, dijo Pocho, convencido. Así las cosas tuvimos que esperar hasta el otro día para concluir la “operación madera”. Y ya sobre la hora, acarreamos los últimos tablones viejos y más diarios hacia el sótano del café de la esquina, es decir: “la cucha”. La fogata de la noche fue un éxito. Una vez más habíamos superado a todos a diez cuadras a la redonda.
Pasaron cuarenta y cinco años. El país es otro. La cortada tiene, como siempre, la mejor cancha que teníamos, hoy, inundada de coches, que no teníamos. Entro al café de la esquina, pido un cortado y me siento a la misma mesa. Estoy sobre el techo de nuestra cueva –“la cucha”–; mirando a través de la ventana no dejo de ver a Palacios con su bigote y su poncho. Me cruzan nombres de los que aún están y de los que ya no. Lamento que el café no se llame “La Fogata”. ¿Por qué no se llama “La Fogata”? pienso, casi en voz alta. Pero como no olvido que estoy en Boedo, mi lugar, cuna de la cultura ciudadana, de San Lorenzo y de no pocos tangos, perdono entonces a Pablo y a Julio que con alma de barrio y entendimiento de la cosa, le hayan puesto “Margot”.
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Imagen: Ventana del café "Margot" en Boedo y San Ignacio, barrio de Boedo.