Cuando había que trazar una nueva ciudad, los antiguos romanos se ponían hacia Mediodía (ellos ya tenían el corazón mirando al sur). Luego determinaban su eje este-oeste y, así, conocían cuál era su lado bueno y su lado malo. A su izquierda, el lado de los dioses benefactores, por el que cotidianamente aparecía la esperanza del sol. A su derecha, el lado desfavorable, por donde el sol fallecería, atrapado por las potencias infernales de la oscuridad.
Pero nosotros, los porteños, habitantes incorregibles del otro hemisfero, tenemos que tirar el córner con la pierna cambiada; el astro rey se nos viene desde la derecha y se nos va por la izquierda. Todo esto lo saben bien los sufridos pescadores de la Costanera Norte, filósofos de madrugada, que pueden dar fe de que nuestro lado bueno está del lado del río. Lo mismo que señalan, insistentemente, Luis Viale y Colón, bajo la forma de estatuas.
Sin duda, tenemos algunas nociones de la diferencia de los lados: circulamos por la derecha, evitamos giros a la izquierda, nos ganamos la vida por la derecha, eludimos levantarnos con la pierna izquierda. Y si bien los subtes circulan, desde tiempo inmemoriales, por la izquierda, hay que tener en cuenta que, por estar bajo tierra, se encuentran, por completo, bajo el influjo de los espíritus malignos.
Ahora bien, en esto de la izquierda y la derecha urbanas, la ideología no corre: el que manda es el sol. Toda ciudad que se respete necesita una conciencia plena de su posición en el cosmos, base fundamental de una metafísica propia. Necesita tener claro por dónde se le aparece la luz, o sea su oriente. Por eso del "oriente" es justamente que hablamos de "orientarse": orientación vocacional, orientación al consumidor, oriente-express, etc.
El lado malo es difícil de ver. Buenos Aires casi ni tiene atardeceres dignos de tal nombre. Para ver el sol agónico, tangente al horizonte, hay que irse muy lejos. Mientras que del otro lado, el lado bueno del Plata, el horizonte está a cinco minutos de colectivo.
Observe usted, señora, cómo el porteño, fiel a su cosmografía, se va a veranear a las costas atlánticas (nacionales o importadas, es lo mismo). Lo hace, exclusivamente, para mantener su lado bueno sobre el agua. Nadie, que se sepa, elige su lugar de vacaciones sin considerar su ubicación en relación al Levante.
Piense usted, además, que incluso nuestras calles más principales corren de este a oeste, como el "decumanus" romano o las catedrales góticas: o sea que acompañan el recorrido del sol. Corrientes, la Avenida de Mayo, Córdoba, Santa Fe y la nunca bien ponderada San Juan (que llega al apogeo metafísico cuando se encuentra en Boedo). Estos "decumani" autóctonos, por ello, tienen veredas eternamente diferenciadas por la luz y la sombra. En nuestra latitud, eso hace a las del Norte más recorridas. Misteriosamente, siguen así por la noche. Pero sobre la noche, por lo mismo de los subtes, no conviene hablar demasiado.
La ubicación urbana en el universo invita a serias reflexiones.
Cada porteño medita sobre esto a su manera: el desvelado esperando la aurora, el arquero saliendo a buscar "ollazos" con el sol en contra, el arquitecto eligiendo dónde y cómo abrir una ventana, el paseante cruzando a la vereda de enfrente. O, como decía Pepe Biondi: "Dónde estoy, dónde me pongo?".
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Foto: Plano de la ciudad de Buenos-Ayres de Juan de Garay (1580).