(De Luis Alberto Ballester)
Numerosas plazas de nuestra ciudad fueron antes "huecos", donde silbaba un viento nocturno y a la noche maduraban pálidos terrores. Reinaban allí la soledad y el silencio, y semejantes a ojos impasibles brillaban de tanto en tanto los charcos: por su superficie navegaban estrellas líquidas un misterio cósmico. Luego acogieron negocios trashumantes o fueron paraderos de carretas, o se dilataron en minúsculas tabernas y barracas. La plaza Lorea nació de estos necesarios y humildes orígenes. La plaza debe su nombre a Isidro Lorea, quien donó los terrenos que ocupa.
Antes se erguían en su perímetro, que linda con el Congreso, un fantasmal molino harinero y un tanque de agua. La estructura del tanque era airosa, recta, y fluía de ella una atmósfera cubista.
Tras los travesaños se veía el recto tendido de la calle Paraná, que se estrechaba gradualmente hasta convertirse en un horizonte polvoriento. En ese confín nacían exactas alucinaciones, y la pampa era una desgarrante parábola del infinito.
En la esquina de Paraná y Rivadavia se levanta aún el teatro "Liceo", el más antiguo de nuestra ciudad, y que ostentó nombres casi míticos: "El Dorado", "Goldoni".
Desde la plaza el observador ve la torre de la Iglesia de la Piedad, y puede imaginar una ascención en globo, recuperar su clima de aventura y peligro. Así, en 1871, desde la plaza Lorea un enamorado de la zona de lo alto, llamado Larten, ascendió en su mágico aparato los cielos de Buenos Aires.
La plaza cobija las estatuas de Mariano Moreno y José Manuel Estrada, realizadas por los artistas Miguel Blay y Fábregas y Héctor Rocha. Pájaros inmóviles, como de piedra, contemplan la distancia desde las estatuas que la luz torna porosa, de un oro cálido.
Una sensación de libertad irrumpe en el paseante que transita esta plaza. Se despiertan en él calladas voces y una brisa que habla de lejanía lo acuna.
En esos fugaces pero hondos momentos se atreve a ser él mismo, a vivir por fin su presente. Resuenan entonces las enseñanzas de la infancia y crece la dicha como un agua humilde, que poco a poco es espejo del universo.
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Plaza Lorea en una antigua postal de Buenos Aires.