Los que vivimos el tranvía no podríamos olvidarnos de él aunque lo intentáramos: sería como pretender olvidar nuestra juventud, en la cual, invariablemente, hubo un chirriar estrepitoso de hierros y maderas que hoy, a la distancia, nos suena como música. En sus asientos de madera, rumbo al secundario, repasábamos la mal estudiada lección la noche anterior, cuando acodados junto a la amplia ventana de un Anglo o un Lacroze nos escapábamos al Centro a ver Noche de circo, de un tal Ingmar Bergman o la última puesta en escena en el “Fray Mocho” o el “Nuevo Teatro”. Y en las tardes sin ganas de los domingos de soledad y tedio, un tranvía nos llevó a descubrir la geografía de otros barrios que tenían la misma intensidad que el nuestro, pero distintos eras sus colores y diferente el ritmo, y así fuimos tejiendo la urdimbre sentimental de Buenos Aires. ¿Quién no ofició alguna vez de ayudante ad honorem abriendo o cerrando la puerta tijera, mientras charlaba con el guarda, o en las curvas, si éste se iba al interior a vender boletos, no guiaba la soga del trole para que no se escapara el cable? Él nos llevó a la cita con la novia que ya no era la de la cuadra y nos dejó también en la esquina del café donde nos esperaban los iguales para comentar la última novela del escritor que admirábamos o defender la música de Piazzolla, que nos interpretaba, contra el sector tanguero más conservador.
El tranvía perteneció al tiempo del no apuro, a un momento de la ciudad confiada en su progreso y a un país que creía en su destino ubérrimo. Y un día se fue, casi sin que nos diéramos cuenta cuando dejó de alumbrar la estrellita de su trole, como dijo Fernández
Moreno, e hizo mutis por el foro ciudadano el 26 de diciembre de 1962. Les dejaba toda la escena –que ya había cambiado su escenografia– a los agresivos colectivos, porque su papel, más tranquilo o más lento –según como se mire– había terminado.
Cabe preguntar si se fue del todo aquel que dejó huellas aún palpables: no pocas son las calles que muestran como heridas aún no restañadas las paralelas de las vías; quedan columnas que sostenían su cableado aéreo y en algunos viejos frentes de Barracas o de Flores existe una que otra fijación de hierro fundido que también soportaba los cables; hasta no hace mucho, en la avenida Cabildo a la altura del dos mil aproximadamente, podía verse una de las cajas de hierro en cuyo interior estaban los circuitos que proporcionaban la energía eléctrica; también en una de las esquinas de Maza y Agrelo había una cámara subterránea sobre cuya tapa de hierro y cemento –llamémosle lápida– podía leerse: “Compañía de Tramways Lacroze”; una similar aún subsiste –y es casi un milagro– en Maza y Humberto I. Seguramente si domeñando el apuro nos hiciéramos de tiempo y miráramos con atención en nuestro diario caminar, es posible que halláramos más indicios aún del paso del tranvía.
Les he preguntado a otros amantes de la ciudad si sueñan con tranvías y me han dicho que sí; por lo que quedo más tranquilo y dejo de pensar que lo mío es una obsesión, porque me sucede con frecuencia: hay un tranvía que pasa por mis sueños y me lleva por calles de una Buenos Aires que ya no existe, cuando los vecinos sacaban las sillas a la vereda, el tuteo era señal de confianza otorgada, las puertas a la calle permanecían abiertas, las barras discutían de fútbol y no era bravas, y el vigilante de la esquina cuidaba a los chicos.
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De: Boedo y otras adicciones.
Foto: Esquina de Carlos Calvo y Boedo con refugio y tranvías, antes del cambio de mano, circa 1940.