Allá por la década del 50 había en Boedo dos importantes teatros: el "Boedo" y "El Nilo", si bien éste también era cine, disponía de escenario siempre dispuesto para la actividad teatral cuando la ocasión lo requería. El primero tuvo elencos estables y transitorios, a diferencia del segundo, donde sólo fueron transitorios; de éstos, la mayoría tenía origen en los radioteatros. Entre los cultores de este género, conocido como género chico teatral, se encontraba el español José González Pulido, que se inspiró en la payada, el dramón circense y el primitivo folletín, entrecruzando todos ellos con el sainete, lo que redundó en un resultado exitoso y que hizo de su autor un pionero en lo suyo: Chispazos de tradición. Historias sentimentales, sencillas, candorosas y sobre todo desmesuradas a las que para darles mayor intriga –y a su vez inusitada continuidad– dividía en capítulos que siempre cerraban con momentos culminantes que quedaban en suspenso hasta la próxima audición, lo que generaba en los radioescuchas una indudable expectativa. De estas historias –donde había buenos y malos caracterizados con sus rasgos más salientes, llevados casi hasta el grotesco– se posesionaba la gente consustanciada con el libreto, que a la salida de la audición solían esperar a los actores para darles su "merecido": al bueno lo colmaban de elogios, abrazos, y nunca faltaba la exaltada que lo llenaba de besos, en tanto que el malo debía escabullirse entre el montón –cuando lo lograba– para evitar una segura paliza, o mínimamente un rosario de improperios. Es así que a Churrinche –el bueno– que interpretaba Mario Amaya, lo aguardaban con aplausos y regalos, mientras que Rafael Díaz Gallardo –el Caín de la ficción– debió dejar de figurar en la guía telefónica debido a la amenazas que recibía a diario.
Un poco más adelante, pero siempre en la misma década, Juan Carlos Chiappe, en una línea similar, escribió relatos urbanos de sumergidos o dramas familiares con madres abnegadas y sufrientes. También en esta especialidad Héctor Bates y Audón López obtuvieron grandes logros y una permanente fuente de trabajo. Adalberto Campos logró un clásico radioteatral con El león de Francia. Este autor se aventuró a apartarse de ciertas convenciones, ya que fue el primero en presentar un galán de raza negra o con un muy evidente defecto físico. Estos radioteatros se emitían por radio Del Pueblo, Antártida, Porteña, o Provincia y todos gozaban de una vasta audiencia.
¿Por qué este racconto? Lo he creído necesario para introducir al lector en el camino de mi evocación, ya que estas páginas tratan acerca de personajes reales –tan reales que ellos son mi abuelo Juan y mi tío Alberto– que vivían como una aventura llegar a la Capital para ver en las tablas la fantasía que los había hecho soñar en un libre juego de imaginación frente a la radio de lámparas que tardaban en calentarse.
Vivíamos en Humberto I 3166 en una casa grande con patios de mármol que los sábados, puntualmente, baldeábamos entre todos, zaguán y balcones incluidos. En esa casona –a la que solíamos "lavarle la cara" con una mano de cal cuando se aproximaba alguna fiesta familiar– el lugar que nos reunía era la cocina. Y allí nos anoticiábamos por medio de una carta leída para todos, de la llegada del abuelo y del tío Alberto, que venían a Boedo a ver teatro. Porque, al igual que muchos de nosotros, que vivíamos en la Capital, para ellos también Boedo era "su" centro. Además, por ese tiempo Boedo era algo así como el Centro del sur, ya que entre Independencia y Cochabamba había dos teatros y cuatro cines, lo que no dejaba de ser importante. Así entonces, acodados a la rústica mesa –cubierta por un clásico hule– que estaba cerca de la cocina económica alimentada a leña, nos enterábamos de la inesperada pero siempre grata visita.
El abuelo Juan y el tío Alberto vivían a 200 kilómetros, en Coronel Seguí, un pequeño pueblo que hamacaba espigas sobre la llanura bonaerense. Decir: "Nos vamos a Buenos Aires", siempre despertaba entre los que quedaban un algo de admiración. Además no decían poco: la escueta frase llevaba implícita una doble alegría: la de encontrarse con hijos y nietos, y la que depararía el ir a ver La historia de Juan Barrientos, carrero del 900, pongamos por caso. Y de allá salían, emperifollados, como era de rigor, para el viaje que tanto prometía: traje marrón con rayas blancas, finitas; camisa de cuello impecable; corbata prolijamente anudada, y zapatos para la ocasión en pies que ya antes de viajar estaban extrañando las alpargatas. Abordaban un tren que venía desde Ingeniero Luiggi, La Pampa, entre comisionistas y corredores de cereales, y pasarían por pueblitos que años tras años crecían a lo largo de la línea del Sarmiento. En el andén quedaban saludando los que los habían despedido, mientras el caballo se impacientaba entre las varas de la "jardinera". A las 10 de la mañana llegaban a Once, luego el tranvía 16 los acercaba a nuestra casa. Arribaban con bastante polvo de caminos pero con un fresco olor a campo; cansados, pero alegres porque ya estaban en Boedo, donde verían en vivo a aquellos que los habían emocionado tan sólo con la voz.
Cuando el abuelo despertaba de la siesta, en el momento del mate ritual le entregábamos las entradas que habíamos reservado casi al momento de recibir su carta. Entonces se vestía con el mayor esmero, y salía a la amplitud del patio a fumar su cigarrillo esperando con impaciencia la hora de ir al teatro.
Por entonces muchas compañías teatrales que ponían en escena obras de contenido popular, levantaban siempre algún telón del barrio con sostenido éxito, dada la afluencia de un público en su mayoría de clase trabajadora, que en puestas sin rebuscamientos ni complicaciones escénicas respondía con la admiración y el agradecimiento del aplauso sostenido. Hoy podría decirse que aquellas eran obras olvidables, carentes de trascendencia, de finales previsibles y sin la carga de lo que alguna vez llamamos "mensaje", y seguramente fue así; pero tenían espontaneidad, eran limpias en toda la extensión de la palabra, y lograban sin mayores pretensiones el fin propuesto: divertir con amenidad, ser picantes sin sordidez, convocar a la familia. Claro que Boedo tenía también su teatro serio, de ideas, donde se foguearon muchos que luego fueron grandes actores: el teatro "Florencio Sánchez" –en la esquina de Humberto I y Loria– pionero entre los teatros independientes. Pero mi intención fue evocar tan sólo a aquellos dos nombrados al comienzo, que si bien en no pocas ocasiones montaron obras del repertorio clásico argentino, creo que son más recordados por aquellas de carácter festivo y particularmente por poner en escena muchas de las piezas escuchadas con anterioridad en los radioteatros, como el ya mencionado El león de Francia, o Fachenzo el madito. o ¡Qué noche de casamiento! son apenas tres entre los tantos títulos enmarcados en la pintoresca retórica del sainete con el humor de la sonrisa simple, que durante muchos fines de semana convocaron no sólo a nuestra barriada, sino también a los vecinos de Pompeya, San Cristóbal o Parque Chacabuco, que se acercaban a Boedo para compartir un momento de sana diversión, como les ocurría a mi abuelo Juan y al tío Alberto, que llegaban de muchísimo más lejos, sin hesitar, porque en ellos la aventura teatral comenzaba mucho antes: en el momento en que se decidían a abordar el tren, donde ya pensaban que lo que verían en los teatros "Boedo" o "Nilo", sería un sustancioso bagaje con el que regresarían, para desgranar después acto tras acto, con el familión reunido a su alrededor, la simple trama de una historia ingenua jugada en un escenario donde los actores ya hace tiempo hicieron mutis por el foro, los espectadores dejaron la sala vacía del ecos de sus risas, y un progreso que muy bien no entendimos se negó a encender las candilejas para que prosiguiera la función.
Tres hijos tiene una lavandera: tango, fútbol y carreras; Viuda fiera y avivata busca estanciero con plata,
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Imagen: El actor de radioteatro Mario Amaya, del elenco Chispazos de Tradición, en su personificación de Churrinche. (Ilustración tomada del sitio: monografias.com)