Y ya Buenos Aires en la sombra
reluce de codicia, como un tordo, por todas sus ventanas.
¡Mi pálida ciudad! ¡Cuándo,
cuándo te entregaré mi magnífico amor a cambio de este angustiado cariño con que te sufro como a una madre enferma!
Tu sudor que pega mi corazón a las paredes, como un cartel en jirones.
La aureola tornasolada de bichitos en torno a tu vago farol submarino.
Tu ahogado tango que manotea, encenegado, con el glu-glu final de la soledad.
Tu hombre, tu leproso, que hace girar con el café,
cada día,
un terrón de su carne,
hasta arrojarse, diminuta mosca friolenta,
en el pocillo de las cinco Galerías.
¡Ah, mi ciudad en pena, tan ida, tan ausente en la niebla que a veces temo perderte!
No me condenes si vuelo
a los frescos tanguitos de piar enronquecidos en el amanecer del campo,
a Floresta la del nombre silvestre, la del horno de panadería donde aún se cocina el asado con papas del domingo.
Quiero jardines con enanitos.
Quiero colectivos 7, almidonados, con volados de tul y rosas de plástico en los espejos.
Quiero el otoño crujiente del carro de las canastas y los sillones de paja.
Quiero mujeres de la mañana, guiadas en la bruma, en la oscura felicidad, por el grueso bastón de ciego de la botella de leche.
Quiero un repollito de nube de primera comunión, seguido por todo el barrio,
árboles y casas,
como por un cortejo de hermanos y primos saltando, y de padres y tíos llenos de un grave contento.
Quiero gente translúcida que en verano saque las sillas a la vereda,
nimbada por los halos azules de sus televisores (y nunca sola, nítida, sino envuelta
en el aire espeso de la cocina que es un segundo traje de novia que dura hasta la muerte),
como peces de lo hondo, rara vez asomados al sol de la avenida Rivadavia.
____
Avenida Corrientes, vista hacia el este. (Foto Mundo City).