Estamos en problemas. Psicoanalistas, comunicólogos, dietólogos, traumatólogos, epistemólogos y otras yerbas han llegado a una tremenda conclusión: la web (que como se sabe genera la costumbre de webear) multiplica los contactos pero aísla y no fortalece los vínculos humanos.
Dicen los especialistas que Internet es un formidable instrumento de trabajo que, al distorsionarse, tiende a crear lazos efímeros que suelen desintegrarse en poco tiempo.
Es un problema cultural de las enfermedades llamadas posmodernidad y globalización: la deshumanización arrojada al “espacio vacío”. Entonces aparecen los males: individualismo extremo, competencia brutal y enfermiza a cualquier precio, subordinación acrítica al “modelo”, insolidaridad, moda light, aislamiento y lo peor: ausencia de utopías e ideales. Algo que —ya en los años 50— preocupó a Sebreli en su “Alienación y vida cotidiana” y hoy desvela a muchos filósofos.
Diego Levis, especialista en Comunicación y docente de la UBA, señala que “vivimos en una sociedad que se cierra cada vez más sobre sí misma y en la que hay cada vez menos empatía entre las personas”.
En tren de naderías, estamos destruyendo paradigmas poéticos que aniquilan viejas y reconfortantes formas de relación a la par que estructuramos máscaras y corazas que desdibujan el “ser social” que alguna vez fue orgullosa forma de vida. Hoy sobrevivimos abroquelados a estructuras abaratadas, “tinellizadas”, inodoras, incoloras, insípidas e inútiles. Es la burbuja pasatista, tilinga y decadente sin remedio.
En medio de este clima enrarecido, aparecen ciertas “tribus urbanas”, emos, floggers, cumbios, dark y… vaya uno a saber cuántas especies más. Son, en gran medida, producto de esa realidad de abulia y nihilismo. Pero hay otra tribu de reciente formación aunque con integrantes cuya condición ejercen desde tiempo inmemorial.
Los Bo-Al integran una tribu urbana a todas luces mayoritaria. Sus integrantes no son ni sectarios ni excluyentes. No visten con extravagancia ni perforan las partes de su humanidad con agresivos aritos. Son tolerantes por naturaleza y suelen interpretar la realidad exactamente al revés de cómo se presenta (a veces aciertan). Están los que se dejan penetrar por las culturas televisivas del “caño” y ciertas situaciones cotidianas que amasan su proverbial levedad sin que se les pare un pelo.
Suelen ser atlantes sin mundo que sostener. Ellos y ellas son los Bo-Al: boludos alegres. También están los Bo-Tri, boludos tristes, pero esa fauna merece ser analizada separadamente.
El genial Tato Bores los supo encuadrar con exactitud como víctimas propiciatorias de aquella “máquina de cortar boludos” que, con la célebre “máquina de impedir”, han tejido capítulos memorables de nuestra historia de decadencia y estupidización.
Los Bo-Al son multitud y anidan —en gran medida— en nuestra devaluada clase media, el “medio pelo” jauretcheano.
Ya dijimos que su mejor característica es la tolerancia: se bancan sin chistar las largas colas en reparticiones públicas, pagos fáciles, bancos y otros lugares donde se agrega el mal trato. Dan curso a los llamados telefónicos donde les anuncian que ganaron autos, departamentos y una rifa de la mutual del barrio. Luego acceden a los “beneficios” de los créditos y tarjetas con intereses estratosféricos. Compran cualquier chuchería inútil ofrecida por los libres pensadores de la venta callejera en colectivos y subtes. Se bancan el chamuyo pringoso de algunos taxistas (opinadores con el oído atento al discurso reaccionario de Radio 10) que te pasean por medio Buenos Aires con total impunidad, especulan con el semáforo y que, si les reclamás algo, te putean, te escupen y te deshilachan a trompadas. El Bo-Al, siempre contemplativo, contesta: “y bueno, ¡qué le vas a hacer!”
Compran todos los discursos, los de derecha por aquello de la “mano dura”, los de izquierda por eso de la “equidad” y los del centro porque sueñan con el “equilibrio” de las cosas. También toleran en silencio a los irascibles colectiveros que violan semáforos, frenan a lo bestia y —cual pelotita de ping-pong— te sacuden del fondo al frente con rebote incluido. Se dejan invadir por la diversidad de abusos cotidianos, por las administraciones de los consorcios que te curran hasta la última bombita de 25w en el palier. Se levantan bien temprano “para aprovechar” y, por consiguiente, se cansan más rápido. A todo este agobio, los Bo-Al, que se acostumbran a todo padecimiento, siempre ofrecen una sonrisa tan ingenua como reparadora. A veces se dispersan en una nube de gases. Los Bo-Al integran la barra de la esquina pero son siempre los que terminan pagando el café de todos. Muchas veces algo les sale mal y encima lo toman como una gracia o como un sino fatal de la vida. Difícilmente dicen no. En las mujeres Bo-Al, la cosa se dificulta. Son típicos peatones electrónicos que cruzan la avenida Callao y a la vez envían un mensaje de texto por su celular. Entonces el 60 se los lleva puestos hasta Tigre.
En definitiva, el Bo-Al compra todos los buzones y suele afirmar categórico: “si lo dijo la radio...”. Es clavado que muchos de ellos votaron a Menem y a De la Rúa y encima rematan: lo que pasa es que se dejaron rodear mal.
Con sorna, los más avispados de la barra de la esquina suelen nombrar a los boales como “Luis 32” porque —dicen— son el doble de boludos que Luis XVI.
Sí, señoras y señores, aquí estamos representados en menor o mayor medida. Y el corte abarca a todas las edades porque, como dice el poema de George Brassens: “El tiempo no tiene nada que ver cuando se es boludo”, un verdadero himno de los Bo-Al.
A no dudarlo, esta nueva tribu urbana da forma y pinta el trazo grueso de nuestra argentina promedio.
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Foto: Puerto Madero (Del sitio: rutanomada.com)