4 sept 2010

Intimidad de los barrios


(De Mario Sabugo)

Navegar, desembarcar o naufragar por el océano de los barrios porteños es tarea complicada. Las brújulas disponibles (sean guías de todo tipo, delimitaciones municipales, circunscripciones o zonas de “services”) no coinciden entre sí. Eso sí, se puede –dominando los dialectos locales– consultar a los nativos. Se descubre, entonces, que algunos que –en los papeles– viven en San Cristóbal se creen en Montserrat; otros que –formalmente– habitan Coghlan se incluyen en Saavedra.
La ubicación define la identidad. Y si en el antiguo santuario de Delfos se verdugueaba al peregrino conminándolo al “Conócete a ti mismo”, en Buenos Aires –con más brusquedad– se interroga al viandante: “¿De qué barrio sos, que Castillo no te nombra?”.
El barrio –como la ciudad o la familia– es una institución cuyos integrantes reunidos históricamente por el oficio, la sangre o el lugar mismo, se reconocen en determinadas creencias y cumplen determinados rituales. Dice el tango: el barrio tiene el alma inquieta de gorrión sentimental; se está refiriendo a la institución.
Las urbes, de Tenochtitlán a Roma, de Salamanca a Barracas, se dividen siempre en partes menores en las que se asienta cada tribu, cada clan o cada patota.
A ese fragmento de urbe lo llamamos también “barrio”, y sirve para alojar e identificar a la institución.
La Ley de Indias, manual práctico del fundador urbano colonial, disponía la subdivisión en barrios, cada uno con su parroquia y su plaza: un equipamiento mínimo, como para empezar. Pero si dictáramos una Ley de Indias Galáctica para el siglo XXXVII (digamos), agregaríamos el club, el café, la escuela, el mercado, el hospital, la cancha, la cortada, el arroyo, el comité, el potrero, la pizzería, la esquina, la biblioteca, las vías, el quiosco, el pool, el taller mecánico; y todo aquello que sirve para congregar al barrio, tal como se lo observa en los barrios, y que le permite al barrio ser más que una mera agrupación de casas.
Ahora bien, en esta película, “hay malos”.
Se trata de aquellos iluminados, “racionalistas” o “modernos” que, no bancándose las instituciones populares, descreen del barrio y sus consecuencias, que es la descentralización de la urbe. Rivadavia, por ejemplo, eliminó los camposantos parroquiales, transformó la toponimia tradicional y atacó –merced al planteo de “la-plaza-como-espacio-verde”– la vida comercial y comunitaria de los “huecos”. Obsérvese, igualmente, la puja secular entre una Plaza de Mayo seca y congregacional versus una Plaza de Mayo “paisajística”.
El mismísimo Lewis Murnford admite la desaparición de lo vecinal en las urbes “modernas”; consolándose con las “sociedades” culturales, científicas, los museos, etcétera. Pero se trata de entidades que –precisamente– por no tener una base física de proximidad ya no son lo mismo que el barrio.
Sin embargo, aun con todas sus contradicciones y fiacas, los barrios respiraban bajo la avalancha “moderna”. Los vecindarios porteños que surgen de la inmigración, los loteos y el “tamway” desde 1880, van imponiendo a la trama urbana abstracta, a partir de sus instituciones (clubes, sindicatos, congregaciones), una personalidad determinada que florece ya en las primeras décadas del siglo pasado.
Cuando Victor Hugo pinta el París medieval, antes de describir cada sector urbano, primero define el sentido institucional de cada uno: la Cité, la Ville, la Université. Y la Corte de los Milagros…
Porque cada barrio es una pequeña ciudad y unas pequeña urbe.
De cada pequeña urbe que es cada barrio podemos analizar el plano, la posición, los ejes, los bordes, los sectores, las tipologías, los colores, los aromas y sabores.
Detectamos lo urbano del barrio –entonces– observándolo, midiéndolo, comparándolo y –en fin– trabajando científicamente con su materia arquitectónica.
Detectamos lo ciudadano del barrio, en cambio, metiéndonos en su memoria, chismes y leyendas, con los placeres y fatigas de lo que tiene de absolutamente particular y distinto a sus similares.
Porque cada barrio es –por un lado– más o menos un “barrio-en-general”, y es –por otro lado– perfectamente lo que es en sí mismo.
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Plano de la Ciudad de Buenos Aires y Distrito Federal del año 1892.